Columnistas

¿Cuál es el respaldo científico que hay detrás de cada afirmación sobre prevención y tratamiento del covid?

Por Gustavo Vieyra (*)

La Ciencia tiene características que merecen ser mencionadas: durante el proceso científico se cuestiona, se duda y se aceptan reformulaciones. Pero en esta aparente “laxitud”, asienta su fortaleza. Cuando se sostiene algo, se lo hace con la solidez de la evidencia disponible hasta ese momento.

Cuando se toman decisiones en temas relacionados con la Salud, el respaldo que las avala, es (o debería ser), científico. En caso de no serlo, las motivaciones sin duda serán otras.

A la fecha, con todo el tiempo transcurrido relacionado al tema “Pandemia”, “Covid 19” y sus distintas derivaciones, debería haberse generado un cúmulo de experiencia y aprendizaje que permita tomar decisiones cada vez más acertadas en relación a como prevenirlo, como tratarlo, cuales son las consecuencias de malas decisiones, que cosas sostener y cuales modificar.

Sin embargo, se observa una preocupante repetición de conductas que carecieron de sustento científico sólido desde el inicio y que al no ser revisadas, se perpetuaron en el tiempo con sus respectivas consecuencias negativas.

Al respecto, una las conductas instaladas desde el inicio, que quedaron sin que medie ningún tipo de revisión, fue el “Uso comunitario de mascarillas faciales”

Este “habito” ya adoptado desde épocas medievales, como fue el caso durante la “Peste Negra” que azotó a Europa entre 1347 y 1351, fue utilizado para protegerse de los “miasmas”, elementos que transmitían la enfermedad según las teorías de esa época y así evitar contraer la enfermedad.

De este modo, toda vez que algún “mal” se sospechaba que entraría por la vía aérea, se recurrió al uso de mascarillas en sus distintas versiones. Demás está aclarar que, el beneficio de su uso en cada una de las ocasiones en que se las utilizó,  nunca fue demostrado.

En el 2009 la Organización Mundial de la Salud (OMS), al referirse al “uso comunitario de las mascarillas faciales” dice textualmente: “… toda persona cercana a otra con síntomas gripales (tos, fiebre, escalofríos, dolores musculares, etc)…podría estar expuesto al contagio por gotículas… En centros de atención sanitaria, el uso de mascarillas podría reducir la transmisión de la gripe.”

Y continúa, “…En el entorno comunitario, no se ha confirmado con certeza su utilidad, especialmente en espacios abiertos en contraposición a los espacios cerrados o de contacto con personas enfermas.

Esta información ya disponible desde la época de la gripe N1H1, nuevamente fue revisada con motivo de la actual pandemia. Una vez más, los resultados continuaron siendo tan inciertos como los anteriormente mencionados.

Una de estas revisiones fue publicada en octubre de 2020 en una revista científica de primer nivel, Annals of Internal Medicine y concluye: “La evidencia sobre la efectividad de la mascarilla para la prevención de infecciones respiratorias es más sólida en la atención médica que en los entornos comunitarios. Los respiradores N95 podrían reducir el riesgo de SARS-CoV-1 en comparación con las mascarillas quirúrgicas en entornos de atención médica, pero la aplicabilidad al SARS-CoV-2 es incierta.

Un segundo hábito instalado, es el del Distanciamiento físico”. La adopción de esta conducta por parte de la gente, ha resultado una de las de mayor impacto social, al ser interpretado y aplicado a extremos que por momentos, resultó cruel en lo que se refiere a relaciones interpersonales y familiares.

El primer “gran problema” fue que la comunidad interpretó “distanciamiento social”, algo que derivó en la pérdida del contacto con familiares y amigos, así como en enormes limitaciones en el desarrollo de las actividades habituales para el funcionamiento de una comunidad.

Dentro de la consigna “Distancia física”, a raíz de una muy mala comunicación y dispersión de la información, la “medida” de la distancia que debía adoptarse varió desde 1 metro hasta los valores más insólitos, según la libre interpretación de las personas. Esto terminó generando (y aun genera en la actualidad), enormes dificultades en los distintos entornos de trabajo y de relaciones interpersonales.

Si nos remitimos nuevamente a las recomendaciones OMS 2009, la métrica a la que se refiere es de 1 (un) metro, algo que se repite en los consejos de orientación al público actualizados a octubre 2020 y que siempre fueron acompañados de un conjunto de otras pautas de igual o mayor importancia, referidas a adecuada ventilación de los espacios cerrados, lavados de manos y limpieza de superficies.

Un dato que desveló a las personas que consumían información con escaso sustento científico fue la “Tasa de Letalidad” del Covid 19. La pregunta que circuló de una manera recurrente fue: ¿Cual es el riesgo de morirme si contraigo el virus?

Esta pregunta cuya respuesta requiere cierta capacidad interpretativa de explicaciones estadísticas ha sido una de las que más alimentó el pánico de la población, dando pie a la malinterpretación de la verdadera dimensión de la enfermedad.

En el último informe de la OMS a cargo del Dr. John Ioannidis, en relación a la Tasa de letalidad (cantidad de muertes en relación a la cantidad de infectados) el número promedio obtenido fue de 0.23%, siendo semejante al de la Tasa de Letalidad por virus de la Influenza (gripe) estacional.

Para dar la verdadera dimensión de la cantidad de muertes por Covid, habría que ponerlas en contexto y compararlas con muertes por otras causas.

Entre marzo 2020 y marzo 2021 murieron por Covid 1.8 millones de personas. En el mismo periodo las muertes por cáncer fueron 10 millones, muertes por hambre 9 millones, muertes por Tuberculosis 1.6 millones.

En la Universidad de Cambridge se diseñó un gráfico donde se comparó la probabilidad de muerte de acuerdo a los distintos grupos de edades (hombres y mujeres) y la probabilidad de muerte por Covid. Esta última solo fue mayor a la expectativa de vida calculada para cada edad, a partir de los 70 años, siendo la edad de mayor riesgo la de 82.4 años, volviendo a ser iguales a partir de los 90 años.

Respecto a un tema tan sensible como el de la relación entre “Covid y los niños”, claramente se cometió uno de los errores más groseros. Está calificación tan poco “científica” del error cometido, cobra dimensión si se tiene en cuenta que se tomaron decisiones adultas sobre el manejo de estos seres sin capacidad para revelarse y que representan el “germen virgen” de la potencialidad de una sociedad.

Son seres con todas sus capacidades, físicas, emocionales e intelectuales en pleno de desarrollo y que por lo tanto ameritaban un tratamiento especialísimo, sopesando muy bien el costo y el beneficio de cada una de las medidas adoptadas.

Cualquier daño en la matriz de desarrollo de los niños, significa comprometer seriamente su futuro, en forma individual y el de ellos como integrantes de nuestra sociedad.

Durante el comienzo de la pandemia, se los sometió a las mismas condiciones de distanciamiento y enmascaramiento que a los adultos.

Una vez más el peso de adoptar conductas sin fundamentos sólidos tuvo un correlato nefasto que fue expresado en múltiples comunicaciones científicas, donde se señalaron la aparición de severos trastornos emocionales y de conducta no justificados ni explicados por ningún virus.

Los des manejos en el normal desarrollo del proceso educativo, no solo significó una pérdida del año lectivo escolar sino todo lo que conlleva la normal concurrencia a las escuelas, un ámbito que en nuestro medio, cumple infinitas funciones más que solo aprender los contenidos de las materias.

Veamos algunos datos disponibles ya en octubre de 2020. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), de los casos diagnosticados de COVID, el 1,2% se corresponde con menores de cuatro años; el 2,5% con niños entre cuatro y 14 años; y el 9,6%, con los jóvenes de entre 15 y 24 años. Por el contrario, el 64% de infecciones detectadas se han producido en personas de entre 25 y 64 años y algo más del 22% en mayores de esta última edad.

Según un estudio de la Universidad de Columbia, EEUU, la respuesta inmunológica frente al virus, tiene una relación inversa con la edad. En los niños se produce una respuesta mucho más rápida e intensa que la observada en los adultos. Incluso en el caso de experimentar la enfermedad, es más probable que lo hagan de una forma más leve o que sean totalmente asintomáticos.

Respecto de la posibilidad de que sean “contagiadores”, en el estudio Kids Corona del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, hecho sobre 411 familias con niños,  evaluó la medición de la carga viral detectada en nasofaringe a los 30 días del primer contacto con el virus. Se encontró que el 33.8% de los adultos a los 30 días aun tenía una carga viral significativa, mientras que solo el 11% de los niños aun la presentaba y con valores muy bajos. Esto podría explicar porque muchas PCR darían negativas.

En cuanto a la mortalidad por Covid en chicos, un estudio publicado en el British Journal of Medicine (BMJ) sobre 651 niños y jóvenes atendidos entre enero y julio de 2020 en Reino Unido, se encontró una mortalidad del 1% en el grupo en estudio, contra el 27% en los grupos de edades mayores. Dentro del grupo de niños y jóvenes fallecidos, todos tenían severas enfermedades preexistentes.

Hasta acá, toda la evidencia disponible deja claro que nunca los niños significaron un riesgo para los adultos. Por la inversa, las malas decisiones tomadas por los adultos, los han perjudicado mucho mas, tanto en el corto plazo como en su futuro, no solo por el hiato generado en su normal proceso de escolaridad sino por los trastornos emocionales derivados de los temores injustificadamente infundidos durante la pandemia.

Como resumen y en respuesta al título de la columna, las decisiones que se han tomado frente a la pandemia por Covid, no parecen apoyadas en evidencia científica sólida, por lo que cabría preguntarse, ¿cuál fue la verdadera motivación que las sustentó?

(*) Médico cardiólogo, docente universitario, ex presidente del Distrito Conurbano Norte de la Sociedad Argentina de Cardiología, responsable de Arritmias y Marcapasos del hospital Bernardo A. Houssay (retirado), cardiólogo  del Hospital Británico, vecino de Pilar.

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