Provincia
La llamativa manera del municipio de Pilar de encarar un problema de adicción
A la adicta, hay que echarla a la calle porque es una «amenaza». No importa si tiene apenas 16 años y ahora mismo cursa un embarazo de ocho meses. Que le deje el niño/a a la abuela y se vaya.
Fue la curiosa y desconcertante recomendación que recibió Luciana desde la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia de la comuna de Pilar cuando fue a pedir ayuda para una de sus hijas, envuelta no sólo en un problema de adicción sino también víctima de abuso y violencia.
Es una historia que lastimosamente se repite: madres que no saben qué hacer con sus hijos cuando ingresan al dolorosa laberinto de las drogas, de donde no pueden -o no quieren- salir. Solas, sin recursos económicos, desamparadas por parte de un Estado que hace como que te cuida y en realidad no sólo te abandona sino que además promueve la ingesta de estas sustancias vinculándolas al «disfrute». Recuérdese al respecto, cuando detonó el caso de la cocaína adulterada que se cobró unas 25 vidas, la placa de la Subsecretaría de Salud Mental bonaerense en redes sociales que este portal consignó oportunamente y que rezaba: “Anticipate a disfrutar como te gusta, sin poner en riesgo tu salud. Las sustancias psicoactivas pueden modificar tu percepción”, aseguraba, y como si de una verdura o de una bandeja de alimento en un supermercado chino se tratara, Julieta Calmels, la titular del área, proponía “conocer el origen de lo que consumís”, pero, eso sí, “con sumo cuidado”.
Dicho esto, vamos a conocer puntualmente la historia de Luciana Acuña, una madre de siete hijos que vive en Manuel Alberti y que hace tiempo lidia con este calvario. Tiene 37 años, y por sus carencias como mamá joven, debió resignar que sus tres hijas mayores fueran a vivir con el padre. Pero esta convivencia debió interrumpirse porque sus chiquitas sufrieron el abuso de su medio hermano, lo que las hizo volver con su mamá.
Una de ellas, con apenas 15 años, conoció a un joven de 21, que fue, según Luciana, el que la introdujo en el consumo de drogas, además de golpearla. Ahora, está embarazada, a punto de parir y absolutamente cautiva del consumo, su mamá recurrió a las autoridades del área en Pilar para recibir aquella respuesta. «Es mi hija, y no pienso echarla a la calle. No tengo problemas en hacerme cargo de la bebé, pero la tiene que criar ella. El problema es que no quiere dejar la vida que lleva, y no tengo a quien recurrir por ayuda», dice.
La mujer, además de lidiar con la adicción de su hija -y los cuidados de su nieta por nacer- tiene también que hacer frente a la desnutrición de otro de sus hijos, un menor de siete años que apenas si recibe su ración semanal desde el municipio. La familia se reparte entre dos dormitorios, una cocina y un baño, y cobran, ella, dos AUH, y un corto salario por trabajar en una cooperativa, el marido.
No hay otro ingreso en la casa, aunque ahora suman el plan por Embarazo y que se destina, íntegro, a la niña pronta a llegar al mundo. Hace rato que Luciana pide ayuda, y hasta ahora lo que consiguió del «Estado presente», fueron un bolsón de comida mensual, la dieta insuficiente para el chico desnutrido, y dos colchones, que «al final me vinieron bien porque dormíamos en el suelo».
Asegura que en el municipio su nombre «está en rojo» porque no simpatiza demasiado con el intendente, y que «por eso no me dan la ayuda que necesito».
Al escuchar estas historias de vida, uno no puede menos que pensar en la cantidad de funcionarios/as que se amontonan en el Estado haciendo como que hacen, gastando fortunas siderales y derrochando nombramientos para los que «son del palo». Acá, además de Luciana, tenemos claramente una víctima: su hija de 16 abusada y adicta, golpeada por su pareja, atrapada en un círculo de violencia social e institucional, y desde afuera nos preguntamos dónde están el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la nación, el Ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la provincia de Buenos Aires, y la Secretaría de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual del municipio de Pilar.
Elizabeth Gómez Alcorta, Estela Díaz y Eva Molina, todas usufructuando de cuantiosos recursos para organizar desayunos de trabajo, contratar actrices para charlas y talleres, twittear aniversarios de femicidios, reclamar la libertad de quienes consideran presas políticas. Cualquier cosa, menos lo que tienen que hacer: asistir a sus congéneres en desgracia.
Estas chicas, por ejemplo, celebran el aborto y el lenguaje inclusivo, convencidas de que ambos constituyen un logro fundamental del feminismo progresista, mientras les importan nada los problemas de las mujeres reales, de las de carne y hueso. Viven en una nube de gas, enarbolando consignas que en los ´60 ya eran viejas. Para ellas es más importante hacer más confortable su despacho que, por caso, abrir refugios para mujeres golpeadas.
Para ellas, la solución al problema de Luciana es sencillo: echar a la calle a la que molesta. Ya no molestará a la familia, sino a la comunidad, y cuando ésta se queje por esa molestia, tendrán el pretexto justo para cargar las culpas sobre una sociedad machista y heteropatriarcal que somete a las mujeres a una existencia miserable.
Y así van por la vida. Pañuelito verde en la muñeca, con cara de «qué empática soy con mis hermanas», y salmodiando «vivas nos queremos». Pero en el fondo, lo único que les interesa es esa pequeña porción de poder que les permite vivir sin sobresaltos, con buenos salarios que, a su vez, les garantizan vacaciones en esas playas soñadas del Caribe.
Aclaración necesaria: para evitar malos entendidos, quien suscribe estas líneas es una mujer dispuesta a ayudar y ponerle la oreja a quienes lo necesiten, sin importar el género, la raza, o la clase social. Con sus congéneres, más que sorora…pero no boluda.