Columnistas

1922 (parte 1)

Por Gastón Bivort (*)

En 1922, hace un siglo atrás, la Argentina era un país pujante y verdaderamente progresista, admirado por el mundo y elegido por millones de inmigrantes esperanzados en forjar aquí un mejor futuro para ellos y sus hijos.

Los gobiernos radicales de aquel entonces habían continuado y mejorado las políticas de Estado impulsadas por los mal llamados gobiernos conservadores. El presidente Roque Sáenz Peña había dado un gran paso hacia una democratización real de la vida política argentina con la sanción de la Ley electoral; el radicalismo completó ese proceso de democratización alentando a los sectores medios y populares a participar activamente en la política, con el fin de que se involucren e incluso aspiren a ocupar cargos dirigenciales.

El modelo económico impulsado por la preclara dirigencia de la generación del 80, basado en el liberalismo económico, en la creciente exportación de materias primas, y en las inversiones de capital extranjero que favorecieron la modernización de los procesos productivos, puso a la Argentina en el lote de los países más prósperos de aquella época. Los gobiernos radicales cuidaron el modelo e hicieron aportes propios, fomentando una incipiente industrialización con pequeñas fábricas y talleres en el caso de Yrigoyen y alentando la relación comercial con EEUU en el caso de Alvear, saliendo de la casi exclusiva relación comercial bilateral que hasta entonces se tenía con Gran Bretaña.

La Reforma universitaria de 1918 completó la democratización de la educación que se inició en 1884 con la sanción de la Ley 1420 y prosiguió con la creación de los colegios secundarios nacionales. El sistema sarmientino había derrotado el analfabetismo, convirtiendo a la educación argentina en el modelo a seguir por otras naciones. La posibilidad concreta de intentar lo que el historiador Luis A. Romero llamó la “aventura del ascenso”, alentó la avidez por la lectura y el acceso al conocimiento de los hijos de inmigrantes y sectores populares.

Lo que no sabían entonces los protagonistas de 1922, era que estaban asistiendo a los últimos estertores de la Argentina opulenta.

En 1922 asumió la presidencia el radical Marcelo T de Alvear, a mi juicio el mejor presidente argentino del siglo XX, quizás un escalón por encima de Arturo Frondizi, Arturo Illia y Raúl Alfonsín. Alvear fue el último presidente no peronista que pudo completar su mandato; tuvimos que esperar más de 90 años para que recién en 2019, con la culminación del gobierno de Macri, se reitere la situación de 1928. Todo un anticipo de la declinación gradual que comenzó hacia el final de los años 20 y que se aceleró en las últimas décadas.

Alvear provenía de una familia patricia. Era nieto de Carlos de Alvear, quien fuera cofundador de la Logia Lautaro junto al Gral. San Martín, Director Supremo de las Provincias unidas del Río de la Plata en 1813 y vencedor de la batalla de Ituzaingó en 1827. Su padre, Torcuato de Alvear, fue el primer intendente de la ciudad de Buenos Aires, un hombre progresista que modernizó y cambió para siempre la fisonomía de la antigua aldea rioplatense. Máximo Marcelo Torcuato de Alvear (ese era su nombre completo) compartía el proyecto de país puesto en marcha por los hombres de su clase, pero aborrecía las prácticas electorales fraudulentas que muchos de ellos alentaban.

Sus principios democráticos y republicanos lo acercaron a la UCR. El escritor Ricardo Rojas, haciendo referencia a la composición social pluriclasista del partido de Alem, expresó que encontró en él a “hijos de inmigrantes y nietos de próceres”. Alvear era uno de esos nietos.

Fue nombrado candidato por el líder del partido radical, H. Yrigoyen, y elegido presidente siendo embajador argentino en Francia. Sus buenos vínculos con los sectores conservadores que seguían teniendo mucho peso en el Congreso, y la creencia de que su personalidad lo haría fácilmente manipulable, alentó la decisión de Yrigoyen. Tomó el recaudo de designarle como compañero de fórmula a un hombre de su riñón, Elpidio González, para intentar controlarlo en las sombras, pero para su decepción, el presidente electo manifestó desde el momento de su asunción un perfil propio e independiente.

Alvear fue sumamente respetuoso de las instituciones y valores republicanos, respetando a rajatabla el principio de la división de poderes y las autonomías provinciales, abandonando de cuajo ciertas prácticas cuestionables de su predecesor. Yrigoyen había abusado del decreto y las intervenciones federales a las provincias, conformando además una incipiente red clientelar basada en el empleo público y en la entrega de prebendas a los sectores populares. Nada de esto ocurrió en la presidencia de Alvear. No fue un apéndice de su “gran elector” y siempre gobernó pensando en lo mejor para el país, sin mezquindades.

A pesar de que la UCR se partió entre los simpatizantes de Yrigoyen y quienes cuestionaban su liderazgo, los autodenominados antipersonalistas, Alvear nunca sacó los pies del plato y mantuvo su fidelidad al tronco original del partido. Si queremos entrar en el terreno de las comparaciones, podemos decir con claridad que Alvear no fue un presidente títere ni un político rupturista y que se guio siempre con criterio propio y sentido común. El presidente electo en 1922 supo aprovechar de la mejor manera el viento de cola que ofrecía el contexto de posguerra, alentando las exportaciones de materias primas como en los mejores tiempos y creando las condiciones para la inversión de capitales de la nueva potencia emergente, los EEUU. Decenas de empresas de ese país radicaron filiales en el nuestro durante este período.

A las virtudes republicanas de Alvear podemos sumarle su amor por el arte y la cultura. Era asiduo concurrente a espectáculos teatrales, muestras pictóricas y eventos literarios; no es casual que se haya casado con su admirada soprano Regina Pacini, a pesar de los pruritos de la gente de su clase. Disfrutaba con el auge de las actividades culturales y patrocinó la llegada de personalidades del mundo de la política, el arte y las ciencias. La lista de visitantes ilustres abarcó a Compañías de teatro francesas, italianas y españolas, a pensadores como Ortega y Gasset y a científicos como Albert Einstein. Nos visitaron también personalidades extranjeras como el príncipe Humberto de Saboya, heredero del trono italiano, y el príncipe de Gales, el futuro Eduardo VIII de Inglaterra. Hizo comprar por el Estado el inigualable Teatro Cervantes, realizándose allí la Primera Exposición Nacional del Libro, con la presencia de escritores de la talla de Ricardo Rojas, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones.

Podríamos preguntarnos como se lleva la dirigencia actual con el arte y la cultura o cuantos libros leen los políticos argentinos del presente. O quizás también cuales son las personalidades políticas, intelectuales, culturales y científicas que frecuentan. La mediocridad imperante nos da una pista.

Durante el gobierno de Alvear aumentó un 30% la cantidad de hectáreas cultivadas. El superávit acumulado durante todo su gobierno le permitió fomentar la obra pública: la construcción del Puerto Nuevo y de numerosas escuelas y hospitales fue el producto visible de su austeridad fiscal.

El mensaje promisorio de la gestión alvearista atrajo 600.000 nuevos inmigrantes. Incluso, como resultado de la plena ocupación, disminuyó la conflictividad social violenta que había puesto en jaque al gobierno de Yrigoyen.

Sin embargo, a pesar de que la Argentina derrochaba prosperidad, muy pronto esa prosperidad se convertiría solo en un ejercicio para nostálgicos.

En la segunda parte de esta columna, intentaré reflexionar sobre las razones y la dimensión de la decadencia que se inició unos años después, con el objetivo de presentarle a los lectores algunos elementos del pasado que nos permitan comprender este triste presente.

 

(*) Profesor de Historia, Magister en dirección de instituciones educativas, Universidad Austral, vecino de Pilar

 

 

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