Cada 11 de septiembre, y a medida que se profundiza la tragedia educativa en la que estamos inmersos, se vuelve necesario e imprescindible evocar la figura de Domingo Faustino Sarmiento.
Sarmiento fue el principal responsable y promotor de aquella revolución educativa que en el lapso de unas pocas décadas transformó a la sociedad argentina. El primer censo, realizado durante su gobierno en el año 1869, había arrojado cifras aterradoras de analfabetismo: casi el 80% de la población argentina no sabía leer y escribir.
Unas pocas décadas después, gracias a su proyecto educativo continuado como política de estado por los sucesivos gobiernos, se había obrado el milagro de reducir drásticamente el analfabetismo y de convertir a la Argentina en el modelo a seguir en materia educativa; casi un referente a nivel mundial como lo es hoy Finlandia. Las razones del retroceso que nos llevaron a esta penosa actualidad son motivo de otro análisis.
Esta columna no tiene por objetivo abordar los principales hitos del modelo educativo sarmientino, como lo fue la construcción masiva de escuelas en todo el país, la formación docente en las escuelas “normales” o el impulso a la ley 1420 de “Educación común”; mi intención es demostrar que para hacer tamaña transformación se requiere de hombres con sólidas convicciones dispuestos a defenderlas hasta sus últimas consecuencias.
En definitiva, se necesitan estadistas, y Sarmiento, lo fue. Su personalidad pasional, vehemente y hasta políticamente incorrecta le provocó ganarse múltiples enemigos e innumerables controversias; el hecho de que nunca abandonara su lucha por llevar a la práctica esos ideales de los cuales estaba convencido lo convirtieron en un estadista.
Un estadista piensa en las próximas generaciones, nunca en las próximas elecciones. Al terminar su gobierno, en 1874, escribió “…No deseo mejor que dejar por herencia millares en mejores condiciones intelectuales, tranquilizado nuestro país […] para que todos gocen del festín de la vida, de que yo gocé solo a hurtadillas…”
Un estadista se rodea siempre de los mejores hombres, de los más brillantes, nunca de los aduladores y serviles. Lo reafirmó en su último discurso como presidente dirigido al Congreso: “…Fui poderosamente secundado por ministros escogidos siempre por su estudio, por sus escritos y por su práctica…”
Un estadista alienta a los hombres honestos a que participen de la función pública y se rodea de ellos para gobernar. “…Cuando los hombres honrados se van a su casa -aseguró Sarmiento- los pillos entran en la de gobierno…”
Un estadista odia el amiguismo: “…Fui nombrado presidente de la República y no de mis amigos…” y el nepotismo: “…No está prohibido que un hermano del presidente fuese ministro, pero la decencia lo impide…”
Un estadista respeta el principio de igualdad ante la ley y se somete a sus dictados, dando el ejemplo. Cuenta Lugones en su biografía de Sarmiento, que una vecina de la isla de carapachay, en el Tigre litigó contra el entonces presidente por cuestiones de medianera y el juez le dio la razón. “…Este -por Sarmiento- acató la sentencia sin chistar…” escribió Lugones.
Un estadista tiene honestidad intelectual, es decir que puede reconocer errores y modificar sus ideas por convicción, nunca por conveniencia. En un primer momento Sarmiento destaca a los terratenientes ganaderos como un estamento fundamental para el progreso del país, pero luego, al observar los obstáculos que ponían para facilitar una reforma agraria que generara nuevos y pequeños propietarios, como lo observó con admiración en la sociedad norteamericana, terminó tildándolos de “oligarquía con olor a bosta”. En la actualidad, el ofrecimiento de un cargo o una candidatura alcanza para modificar convicciones. Parafraseando al cómico Groucho Marx, dirían sin sonrojarse “estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo otros”.
Un estadista no usa el empleo público como gracia o recompensa. El médico Wenceslao Tello dejó registrada una anécdota que muestra a Sarmiento de cuerpo entero. Cuenta Tello que cuando todavía era estudiante de medicina se acercó a la casa de gobierno y Sarmiento lo recibió enseguida y le preguntó en que podía ayudarlo. “General- dijo Tello- soy alumno de medicina y me haría falta un empleo para costearme los estudios”. “¡La empleomanía es la enfermedad nacional amigo mío! -respondió Sarmiento y añadió- ¡Nuestra patria no será un gran país hasta que los argentinos no sepan vivir del presupuesto público! Sarmiento terminó despidiendo a Tello aconsejándole que bajo ningún punto de vista deje sus estudios.
Un estadista apuesta a la educación y no al asistencialismo. Lugones lo ilustra también en la biografía mencionada citando esta frase de Sarmiento: “…El hombre civilizado necesita más ideas que pan; porque en el estado de civilización, las ideas suministran pan, pero nunca el pan produce ideas…”
Sería interesante comparar los valores propios de un estadista con la mediocridad imperante en gran parte de nuestra dirigencia política actual; quizás podamos sacar interesantes conclusiones. No es posible diseñar e impulsar un proyecto de país sin estadistas, sin hombres de estado que miren mucho más allá de una elección o de una coyuntura política. La educación necesita cambios de fondo, con una mirada de largo plazo que se proponga vencer todas las resistencias. Solo liderazgos con mirada de estadista podrán hacer realidad esta tan necesaria transformación.
Cuando en 1869 Sarmiento recibió la información brindada por el primer censo, reunió a sus ministros y les dijo “Señores ministros, ante los primeros datos del censo, voy a proclamar mi política de estado para un siglo: escuelas, escuelas, escuelas”
Hace unos meses atrás, y en referencia al último censo, el presidente Fernández afirmó “Es la primera vez que el estado argentino pregunta sobre la identidad de género de cada argentino, de cada argentina, de cada argentine. Y yo creo que son pasos enormes, que tienen que ver con la evolución de una sociedad”.
No más palabras.
(*) Profesor de Historia, Magister en dirección de instituciones educativas, Universidad Austral, vecino de Pilar