Columnistas

Libertad, libertad, libertad

Por Denes Martos (*)

«¿Eres tú alguien con derecho a librarse de un yugo?
Hay quienes pierden su último valor
al librarse de su dependencia.
¿Libre de qué?
¡Qué le importa eso a Zaratustra!…
Tu mirada debe anunciarme claramente:
¡libre para qué!
»
F. Nietzsche, Zaratustra

1) CONTEXTO

Cuando lo vi a Javier Milei corriendo sobre el escenario gritando como un desaforado «¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!» no pude menos que sonreír y pensar: «Ahí tenemos a otro payaso que trata de cosechar votos prometiendo lo que no puede cumplir«. Es que bastaba escuchar al buen hombre por cuatro o cinco minutos para tener la absoluta certeza de que no tenía ni la más palidísima idea del significado de la palabra «libertad» entendida en términos sociopolíticos.  Eso, sin mencionar que hablar acerca de un concepto filosófico fuertemente teórico y en buena medida abstracto – al menos como lo entienden los hijos del Iluminismo y la Revolución Francesa – es una de las maneras más sencillas de vender un humo de colores que todos miran con interés pero que no tiene un significado preciso para nadie.

Javier Milei recitando reiteradamente un verso del Himno Nacional me hizo recordar al Raúl Alfonsín de 1983 recitando a cada rato el preámbulo de la Constitución de 1853. Después, cuando tuvo que «resignar» su cargo anticipadamente, en medio de una hiperinflación fuera de todo control, de ese discurso constitucional no quedó ni el recuerdo. Como que, al abandonar el barco y pasarle el timón al riojano, tampoco se animó a repetir ese otro mantra electoral suyo sobre aquella democracia con la que supuestamente «se come, se educa y se cura.»

Pero después, tras revisar algunas encuestas y estadísticas, me vine a enterar de que la gran mayoría de los simpatizantes de Milei está formada por personas de entre 16 a 26 años.  O sea, personas nacidas entre 1996 y 2006. Es decir: personas que, fuera de las versiones políticamente correctas permitidas, no tienen ni idea de lo que sucedió en la Argentina bajo los gobiernos militares, la guerrilla, Martínez de Hoz, el Rodrigazo, la guerra de Malvinas, la hiper de Alfonsín y tantos otros desastres que vivimos quienes ya peinamos canas… o ya no tenemos nada para peinar…

Considerando la enorme desinformación que impera en la Argentina y en el mundo entero sobre los acontecimientos históricos del Siglo XX y de lo que va del XXI, es bastante obvio que los integrantes de esa franja etaria son relativamente fáciles de manipular. Es que no tienen puntos de referencia sólidos. Instruidos en una Historia falsificada y adoctrinados en ideologías utópicas compran fácilmente el mito de una Argentina fracasada por obra y gracia del fracaso de su economía y no por el fracaso de su política. De lo cual se deduciría que si arreglamos la economía que anda mal la política se podría enderezar con facilidad. Ése es el mito que Milei y sus afines le quieren vender a esa generación y a través de ella a todo Fuenteovejuna.

El mito no es nada nuevo. Pero no solo es obsoleto; encima es falso. Siempre lo fue y lo sigue siendo. La Argentina no anda mal porque su economía anda mal. La economía argentina anda mal porque su política anda mucho peor. Por supuesto que los operadores económicos no son angelitos. Muchos ni siquiera son personas más o menos decentes. Pero el hecho es que no hacen nada imprevisible. Hacen lo que previsiblemente haría cualquiera en una situación en la que todos los días hay que tomar decisiones bajo condiciones de altísima incertidumbre dado que ni siquiera un augur romano podría adivinar con un grado aceptable de certeza qué soberana estupidez se le va a ocurrir en la Argentina al benemérito político, (o a la benemérita política) de turno.

De modo que tratemos de poner un poco en su lugar aunque más no sea algunas cosas básicas. Por ejemplo el tema de la Libertad (así con mayúscula) para ir despejando un poco las cortinas de humo que nos quieren vender con la idea que terminemos aceptando una situación que no tenemos por qué aceptar.

2)- EL LIBRE ALBEDRÍO

Respecto del principio de todo hay dos versiones de la misma historia.

Una de ellas dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza concediéndole el poder del libre albedrío; es decir: básicamente la facultad de elegir.

La otra versión cuenta que en la tierra primigenia se formó por pura casualidad un charco en el cual por pura casualidad se encontraron ciertas sustancias que, en condiciones ambientales formadas por pura casualidad, se ordenaron por casualidad y por pura casualidad generaron una célula que, por pura casualidad, tuvo la capacidad de reproducirse. Después, luego de toda una serie de millones de puras casualidades, esta célula mutó transformándose en una especie de ameba o algo parecido y luego terminó formando peces, plantas y toda clase de bichos hasta que – luego de más millones y millones de casualidades – apareció un antropoide del cual por selección natural y sexual más otra serie de mutaciones casuales descendemos nosotros, los seres humanos… también por pura casualidad.

En términos generales, me quedo con la primera historia. La segunda contiene demasiadas casualidades para mi gusto. Prefiero considerarme creado por un Dios que me dio la posibilidad de elegir. Ser el producto de un cachito de materia con propiedades mágicas desatadas por una serie de casuales carambolas cósmicas no solo no me atrae para nada sino que me resulta totalmente imposible de creer después de haber estudiado cálculo de probabilidades y haberlo aplicado durante más de 30 años como analista de riesgos.

Créanme: que la vida haya surgido por casualidad tiene más o menos la misma probabilidad de ocurrencia que pasar una edición de las Obras Completas de Marx por la máquina de triturar papeles, tirar los pedacitos al viento y esperar que, cuando caigan, formen las páginas del Antiguo Testamento. Quizás algunos economistas fuertemente ateos prefieran creer en esa cadena de casualidades. Yo no. Y en realidad de verdad, ni Milei debería creer en eso si le hace caso a las enseñanzas que su rabino Axel Wahnish le imparte semanalmente sobre la Torá y el Talmud. [[1]]

Sea como fuere, lo concreto es que tenemos algo llamado libre albedrío que nos otorga la facultad de elegir; algo que nos habilita para tomar decisiones ya que, en la enorme mayoría de los casos, tomar una decisión implica elegir un curso de acción entre varios otros que – al menos en teoría – hubieran sido igualmente elegibles.

Aquí y en esto, varias filosofías políticas cometen toda una serie de errores. Algunas admiten determinismos; otras llevan su relativismo al extremo de la imprevisibilidad; otras son tan parciales y miopes que solo se ocupan del corto y a lo sumo del mediano plazo. La filosofía demoliberal que ha inundado a Occidente desde hace unos 300 años, con su afán de desterrar del ámbito público cualquier cosa tan solo parecida a la religiosidad – cristiana en general y católica en especial – ha terminado impulsando varias idolatrías. Una de ellas es la idolatría del racionalismo materialista heredado de los «filósofos» ateos y masones de la Ilustración y la Enciclopedia del Siglo XVIII.

Con eso, los neoliberales actuales han caído en el error de suponer que tomamos nuestras decisiones – o que necesariamente deberíamos tomar decisiones – utilizando siempre nuestra razón. El fervor cuasi religioso que los liberales le tributan a la Diosa Razón desde los albores de la Ilustración les hace olvidar que, en una enorme cantidad de situaciones, nuestras decisiones se basan en lo que simplemente se nos da  la santísima real gana – para expresarlo en términos bien típicos del capricho hispano que el lunfardo del barrio ha traducido en el mucho menos académico «porque se nos canta…».

La idea del Hombre como «animal racional», científico, objetivo, imparcial y ecuánime es una idea que halaga a muchos Egos – especialmente en el campo de las ciencias exactas como, por ejemplo, las económicas – pero es una idea que no se condice con la realidad. Es una construcción abstracta que no expresa al Hombre real.  Porque el ser humano no es un animal racional. Es un animal con capacidad de raciocinio. Una capacidad que por lo general – pero no siempre – usa para tomar decisiones. La prueba está en que las decisiones que toma no siempre son obviamente – aunque más no sea aparentemente – beneficiosas como sería de esperar de las decisiones razonables. Eso es justamente porque en la toma de decisiones intervienen varios factores, de los cuales no todos son racionales y mucho menos todos son éticamente aceptables desde el punto de vista de las necesidades naturales de una comunidad políticamente bien organizada.

Por ejemplo un egoísmo exacerbado que puede llevar a la codicia, que a su vez conduce a la corrupción que, si es exitosa y va acompañada de voluntad de poder, conduce a la plutocracia. O bien el hedonismo que, por afán desmedido de placer, puede conducir a vicios como la drogodependencia que conduce a la autodestrucción y, eventualmente, hasta a la muerte. Sea desde el punto de vista social o desde el punto de vista personal, ninguno de estos comportamientos voluntariamente decididos es racional. El problema con los economistas en general, pero con los liberales en particular, es que tendrán mucha biblioteca pero también tienen muy poca calle. Mucha elucubración lógica abstracta pero demasiado lejos de las realidades cotidianas concretas.

Si fuésemos realmente racionales elegiríamos siempre el Bien. Hace falta ser muy tonto para elegir el Mal. Y sin embargo lo hacemos. Con tal de disfrutar de ciertos placeres estamos hasta destruyendo el mundo humano que tardamos siglos en construir:  destruimos la familia, matamos a nuestros bebés, ensuciamos el medioambiente, hacemos la apología del ateísmo, aceptamos cualquier degeneración sexual como algo normal, algunos ya están proponiendo la eutanasia para los ancianos, en las grandes megalópolis vivimos hacinados unos arriba de otros en verdaderas jaulas para seres humanos y sin embargo uno de los mayores problemas que tenemos es la soledad que combatimos con horas y más horas de televisión imbécil; nuestras escuelas son un desastre….  Estamos demoliendo nuestra cultura llenando los huecos con una fría, desnuda e inhumana tecnología firmemente controlada por quienes la producen, la implementan y la venden a precio de oro.

Y encima, ahora vienen sujetos como Javier Milei gritando por ahí que necesitamos más libertad para hacer más de eso mismo.

3)- LA UNIÓN HACE LA FUERZA

Hay una visión infantil de la libertad. Es la del «déjenme en paz, que nadie se meta conmigo; que nadie me diga lo que tengo que hacer». Es un poco lo que se llama la libertad de Robinson Crusoe. El hombre solo en la isla desierta que durante mucho tiempo fue un mito cultivado por cierta «filosofía» del «Siglo de las Luces», idealizado en la figura del «noble salvaje» de Rousseau según el cual el ser humano fuera de la civilización sería más libre que la persona de nuestras sociedades actuales.

Lo que estos mitos dejan de ver es que la libertad es un poder. Soy libre mientras puedo y en la medida en que puedo. Ser libre significa poder optar, decidir, dedicarme, aprender, tener, procurarme y, sobre todo, hacer.  No es un derecho graciosamente concedido por una Constitución. No es algo teóricamente «garantizado» por la supuesta vigencia de unos «Derechos Humanos». Todas las garantías, todas las promesas y todas las teorías no sirven para absolutamente nada si después y al final resulta que no puedo hacer lo que supuestamente me han garantizado debido a múltiples razones entre las cuales la falta de dinero para pagar el costo es una de las más frecuentes.  Porque resulta que unas cuantas (muchísimas) «libertades» vienen con factura a fin de mes. Y el que no puede pagar la factura tampoco tiene el poder de disponer de alguna de esas hermosas libertades y, por lo tanto, no es libre para ejercerlas por más que haya por allí alguna ley hermosamente redactada que las «garantice».

Además, lo que la mitología liberal calla es que el ser humano integrado a una comunidad organizada puede más y por lo tanto es más libre que el famoso individuo que goza de total «libertad» pero está librado a sí mismo. Porque tampoco en esa situación la libertad deja de ser un poder. Incluso el individuo librado a sí mismo, lejos de toda autoridad y sin responsabilidades, tampoco va a hacer «lo que quiera«; va a hacer lo que pueda.

Y va a poder muy poco justamente porque, librado a sus solas fuerzas, no va a poder elegir ni hacer todas aquellas cosas que dependen de la existencia del trabajo de los demás. El hombre solo en la isla desierta sería tan «libre» que lo más probable es que moriría de hambre en muy poco tiempo. Y, aun si consiguiese alimentarse de alguna manera, bastaría una gripe fuerte, una infección intestinal o una herida grave para transportarlo al más allá. No es muy difícil ver que el individuo solitario tiene menos libertades concretas que el individuo integrado a una comunidad en la cual puede contar con la cooperación, directa o indirecta, de muchas personas. El dicho popular «la unión hace la fuerza» expresa una gran verdad, aunque para la cuestión que venimos tratando sería más apropiado decir que la unión multiplica el poder, siendo que ese poder aumentado permite una mayor cantidad y calidad de opciones, lo cual representa más oportunidades de crear espacios para más libertades concretas.

Porque hay otra cosa que la «libertad» liberal pasa por alto. Es el hecho que «la» Libertad – con mayúscula y en singular – simplemente no existe. En el mejor de los casos la expresión formulada de esa manera es un concepto abstracto que puede servir para la generalización una realidad muy compleja. Pero de hecho, concretamente, no existe como tal. En la vida real las personas no gozan de la libertad; gozan de una pluralidad de libertades. Incluso en distintas sociedades, civilizaciones y culturas, esa gama de libertades varía y puede llegar a variar mucho de una cultura a otra.

Es que los seres humanos, así como no vivimos en absoluta soledad, tampoco vivimos en simples amontonamientos de individuos sino en comunidades sociales organizadas y no todas las comunidades están organizadas de la misma manera, ni sobre los mismos principios morales, ni tampoco sobre los mismos valores sociales principales. El entorno natural del Homo Sapiens es la comunidad, desde la comunidad tribal (que no es tan simple como la mayoría cree) hasta la comunidad imperial (que tampoco es necesariamente tan autocrática y dictatorial como se nos quiere hacer creer). Y esa comunidad, sea del nivel de complejidad que sea, tiene reglas, normas – escritas y tradicionales – que regulan su funcionamiento. No hay sociedad humana en permanente anomia, anarquía o caos. Y no la hay porque no es posible que la haya; no la hay porque una sociedad así no se condice con la condición humana.

Una comunidad social sin normas, anárquica y sumida en el caos simplemente se desintegra. La comunidad es organizada o no es. Y la organización social no se produce en forma espontánea. Jamás en 10.000 años de Historia conocida se registró el caso de un organismo social surgido por generación espontánea y que se sostuviera en el tiempo sin autoridades, sin normas, sin principios morales y sin jerarquías sociales. El anarquismo es una propuesta utópica imposible de construir. No es la única, pero el desarrollo de ese tema no cabe aquí.

Lo importante a retener es que una comunidad social funcional es, necesariamente una Comunidad Organizada. Lo que sucede es que a la comunidad no la organiza la economía; la organiza la política. No son las empresas las que establecen la Comunidad Organizada; es el Estado. Y para que la comunidad esté bien organizada lo que se precisa es un Estado que no esté pensado ni dispuesto para gobernar a la Comunidad sino para gobernar en nombre de la comunidad. Lo cual significa que debe ser un Estado que actúe en el interés de toda la comunidad como organismo y no el interés de algunos individuos, algún grupo o sector, en detrimento del resto.

El criterio de que el interés de la comunidad como conjunto debe prevalecer por sobre el interés personal de individuos, grupos, estamentos o sectores es el único criterio que permite construir comunidades bien organizadas. Ese criterio es el que permite separar de la sociedad a quienes le hacen daño; promover a quienes benefician al conjunto, y establecer una verdadera justicia social en función de los aportes que benefician a la comunidad. Un Estado así – concentrado en sus funciones específicas de síntesis de divergencias, planificación a largo plazo y conducción de procesos vitales – decididamente puede construir un marco organizativo para el desarrollo de una economía sana y productiva en un ambiente con el mayor poder de libertad objetivamente posible.

Al revés es completamente inútil intentarlo como ha quedado demostrado en múltiples ocasiones. La economía por sí misma no genera organismos políticos ni sistemas de organización política. La economía da por establecido que el organismo social dentro del cual se desenvuelve ya está organizado por la política. Y, si esa organización política no le conviene, los operadores económicos seguramente presionarán para que la organización política se estructure favoreciendo los intereses económicos afectados. Y justo allí es donde todo depende de la actitud y de las decisiones que tome el Estado.

Si el Estado somete su función política a los intereses de economía, su misión de defender los intereses de la totalidad de la comunidad queda como mínimo seriamente comprometida. A la corta o a la larga, los factores económicos usurparán los puestos políticos o controlarán las decisiones políticas mediante la corrupción – o ambas cosas a la vez – y el poder que debería ejercer el Estado en favor de toda la comunidad se convierte en un poder económico que se ejerce prioritariamente en beneficio de sí mismo. Desde el momento en que el principal motor de la economía capitalista en la actualidad es el dinero, el resultado de la usurpación del poder político por parte del poder económico es la plutocracia.

Eso es exactamente lo que tenemos hoy con diversos matices en una gran parte del mundo. La Argentina en ese sentido es directamente un caso de manual para explicar e ilustrar el proceso mediante el cual un estamento de funcionarios políticos incompetentes y corruptos, que se ha mantenido durante muchos años robándole plata al Estado, ahora no puede poner en vereda al poder económico en parte porque abdicó de sus funciones esenciales y en parte porque, al menos el 75% del estrato dirigente de todo el país – tanto el económico como el político – tendría que ir a prisión si se destapa la olla de las corruptelas, fraudes, sobornos, cohechos, robos, lavados de dinero y delitos varios que han ido carcomiendo y desintegrando las estructuras del país.

La opción no es entre el capitalismo de Estado bolchevique o el anarco-capitalismo liberal. La opción no es entre un Estado que ahoga la economía o un Estado dependiente de la economía. La única opción posible es un Estado políticamente soberano que represente y defienda los intereses de la comunidad entendida como un todo políticamente bien organizado.

[1] )- https://identidades.com.ar/javier-milei-una-de-las-cosas-que-a-mi-me-aparece-maravilloso-del-judaismo-es-que-vos-todos-los-dias-te-levantas-y-agradeces-por-la-libertad-porque-se-recuerda-la-salida-de-egipto/

Javier Milei en ACILBA de la Comunidad Marroquí Judeo Argentina ante el Rabino Axel Wahnish

 

(*) Politólogo, consultor nacional e internacional, analista de riesgos, escritor e investigador

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