Columnistas
El «Ángel Negro» de Villa Diamante que voló demasiado cerca de la corrupción judicial
Por Ricardo Ragendorfer (*)
El tipo tenía un singular ingenio para conjurar adversidades de toda índole. Al respecto, una de ellas fue memorable.
Corría un atardecer de febrero y él estaba con unos amigos tomando mate en el jardín de su casa. Todo discurría de manera apacible. Hasta que apareció su mascota, un doberman que respondía al nombre de Rufus; la bestia sujetaba suavemente entre las fauces un pequeño cuerpo inanimado cuyo verdor mostraba restos de barro.
En ese instante, el tipo palideció. Y dijo:
–¡Es el lorito de la vecina!
Sn perder tiempo, se lanzó a la tarea de encubrir semejante crimen. Primero alzó la vista por encima del ligustro. Y tras cerciorarse de que en la casa aledaña no estaba su única moradora, tomó a la víctima con la punta de los dedos, antes de ingresar allí por la ventana.
A su vuelta, confesó que la había depositado en su jaulita, simulando así una muerte natural.
La dueña del pájaro recién llegó al caer la noche.
Y empezó a proferir aterrorizados alaridos.
–¡Fue Satán! ¡Fue obra de Satán! –gritaba una y otra vez.
Alarmado por ello, el citado vecino acudió con prisa en su auxilio. A su vuelta, con una expresión piadosa, explicaría lo sucedido.
En realidad, la muerte del loro había ocurrido por la mañana. Poco después, la anciana lo enterró junto a un árbol. Y Rufus –posiblemente buscando uno de sus huesos– lo exhumó. La cuestión fue que el horror de la señora se desató al descubrir que el pájaro, en vez de descansar en su tumba, yacía nuevamente en aquella jaula.
El tipo relató esa situación sin mover un solo músculo del rostro. Lo cierto es que se trataba de un personaje algo extravagante.
Las pocas veces que fue fue mencionado por la prensa se le atribuía la profesión de narco, aunque sólo era un puntero de barrio, con una movilidad comercial de 500 gramos por semana.
Su zona de influencia se circunscribía a Villa Diamante, del partido de Lanús, donde le decían “Pato”. También tuvo otro mote un poco más pomposo: “El Ángel Negro”. Era, simplemente, una alusión al color de la ropa que comenzó a lucir luego de una tragedia familiar. Pero con el paso del tiempo, él hizo de ese duelo un estilo, quizás para poder justificar dicho apodo, que por otra parte le provocaba un orgullo casi infantil. Su nombre verdadero era Jorge Doppelgatz.
Yo lo conocí en el otoño de 2000. Por esos días me dedicaba a producir informes para mi columna televisiva en «Unidos y Dominados», conducido por el inolvidable Juan Castro, que emitía el canal América. Y es que se me había ocurrido hacer una investigación sobre como los jueces suelen usufructuar de modo abusivo algunos bienes secuestrados a los detenidos.
Supe entonces el caso de Doppelgatz, que venía de purgar algunos años tras las rejas y que ahora tramitaba sin éxito la devolución de su camioneta. El vehículo era alegremente usado por uno de los jueces que lo condenó.
Entonces lo fui a ver.
Pese al carácter sajón de su apellido, el Ángel Negro era un morocho retacón cuyo tórax hacía recordar al del “Demonio de Tasmania”; también impresionaba el brillo de sus ojos, en especial cuando narraba pasajes de su vida carcelaria. Era un individuo extraño: introvertido y a la vez charlatán, insondablemente oscuro y, al mismo tiempo, afectuoso. Parecía disfrutar de su vida, la cual transcurría –junto a su esposa, Lorena, y la hija de ambos, Fiama– en una modesta casita ubicada entre calles de tierra.
En ese mismo sitio, tres años antes, lo había ido a buscar la policía.
La Profecía
El comisario Mario Rodríguez –al que los suyos llamaban cariñosamente “El Chorizo”– era por entonces el jefe de la peligrosísima Regional Lanús. Y la doctora Raquel Morris Dloogatz estaba a cargo del Juzgado Federal de Morón.
Su aspecto era el de una señora obesa y entrada en años. No obstante, se trataba de la cómplice favorita del poderoso comisario en un hobby que ambos practicaban con fruición: el armado de causas inexistentes.
En eso estaban durante la noche del 9 de octubre de 1996. El Chorizo –que por entonces soñaba con suceder a Pedro Klodzcyk en la jefatura de la Fuerza– extendió hacia la mujer unas órdenes de allanamiento en blanco, con las que activaría un operativo antidroga nacido de su frondosa imaginación y planeado con el fervor de un verdadero dramaturgo. Lo cierto es que se deleitaba por anticipado con los réditos que le depararía tal montaje. De paso, le daría un merecido escarmiento a unos dealers que se resistían al diezmo que debían tributarle a cambio de seguir existiendo.
En ese mismo momento, Doppelgatz apuró el último trago de vino. Era una noche fresca y despejada. Pero por algún motivo, intuía que se avecinaba una tormenta. Y sin poder desprenderse de tal sensación, decidió ir a dormir.
Antes de acostarse, hizo una escala ante la cuna de su hija, que apenas tenía 11 meses. Entonces la contempló durante unos segundos en silencio.
Su imagen fue lo primero que vio poco después cuando, súbitamente, los párpados se le abrieron al compás de una sinfonía de gritos, sirenas y pasos de borceguíes. Luego escuchó un disparo.
Ante la cuna, una mujer gorda vestida con campera de La Bonaerense observaba con expresión estúpida la pistola aún humeante que sostenía entre sus dedos.
Un oficial entonces le ordenó:
–Andá a ver si la guachita está boleteada.
En esa fracción de segundo, Doppelgatz saltó hacia la cuna. El oficial ahora zamarreaba a la beba. Ésta, de la inmovilidad pasó milagrosamente a un llanto estridente.
El tiro había silbado a menos de un centímetro de su cara, y se incrustó en el colchón. El policía sonreía maliciosamente.
Y el Ángel Negro sólo atinó a pronunciar una frase que sonó a profecía:
–Dentro de poco a vos te van a matar.
El policía siguió sonriendo con malicia. Y apartó a la beba con un gesto entre sobrador y despectivo..Era el subinspector Roberto Félix.
Exactamente al mes, ese sujeto cayó con un balazo en la cabeza –según dicen, disparado por la propia policía–, en ocasión de aquel tiroteo que pasó a la historia como la “Masacre de Andreani”.
Doppelgatz se enteró de la novedad ya alojado en la cárcel de Devoto.
Tiempo de revancha
El Ángel Negro fue excarcelado en enero de 2000, tras ser anulada su causa. Para entonces, el Chorizo ya había sido apartado de la fuerza, mientras que la Morris Dloogatz tuvo el dudoso mérito de ser la primera jueza destituida por el Consejo de la Magistratura. Entre los expedientes que la arrojaron hacia el ostracismo estaba el de Doopelgatz.
–Yo nunca vendía en mi casa. Ni tenía la “merca” ahí –aclaró durante nuestra primera cita, para dejar en claro que le habían plantado las pruebas. Tampoco disimuló el deseo de recuperar su camioneta Ranger. A su alrededor correteaba Fiama, que ya tenía cuatro años.
Yo entonces le explique mi propuesta. Sabíamos que el vehículo era usado por un integrante del Tribunal Oral que intervino en su causa. Entonces pusimos en marcha nuestro plan.
El juez fue filmado desde una Traffic llegando a su casa de Recoleta a bordo de la Ranger del Doppelgatz. También fuimos con una cámara oculta al Palacio de Tribunales, donde, en la Secretaría de la Corte Suprema, un funcionario admitió que en ese lugar “se arbitra el destino de los bienes secuestrados”. Tales fueron sus palabras. Y se las dijo al mismísimo Doppelgatz, que se hacía pasar por el abogado de un detenido.
Esa mañana salimos eufóricos de Tribunales. Y entramos en un barcito de la calle Talcahuano, donde esperaba el resto del equipo. Pero grande fue nuestra desazón al comprobar que el sonido del tape había fallado. Por lo tanto, tuvimos que repetir el operativo.
En esa ocasión, fui yo quien se calzó la cámara oculta.
Por cierto, no era una de las más modernas: el mecanismo estaba en una caja que, mediante cintas adhesivas, iba colocada sobre la espalda, bajo un holgado saco de franela; la lente, a su vez, estaba disimulada en la corbata.
Así entré a esa oficina. Y fui atendido por el secretario general de la Corte. Éste, muy suelto de cuerpo, adujo:
–Si los vehículos secuestrados quedan en un playón, se oxidan. ¿Quién los va cuidar mejor que un juez?
Tal explicación fue emitida el domingo siguiente en nuestro programa.
Días después, el Ángel Negro tocó el timbre de mi casa. Me esperaba junto a Lorena y Fiama, al volante de su Ranger. Ese día el festejo se prolongó hasta altas horas de la noche en su restaurante de Puerto Madero.
Fue la última vez que nos vimos.
Aunque luego supe cosas de él por boca de terceros. Como que en su barrio era célebre por su generosidad, puesto que no había Día del Niño o Navidad en la que no distribuyera juguetes entre los pibes de las villas más cercanas. Y que también era leal con sus amigos, a cuyas familias solía dar una mano cada vez que ellos caían presos.
El 25 de junio de 2004 le dio unos billetes al padre de un muchacho detenido en una comisaría de Lomas. Luego, le dijo:
–Suba la bici a la camioneta, don. Que lo llevo a su casa.
En el trayecto, a la altura del cementerio, se le cruzó un Fiat Uno color rojo, del cual emergieron dos siluetas armadas.
El Ángel Negro logró abrir la puerta, antes de desplomarse sobre el volante partido en dos. La bocina quedó entonando una estridente letanía.
Al día siguiente, a modo de obituario, un recuadrito de “Crónica” habló de un ajuste de cuentas.
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales