
En la primera parte de esta columna, publicada el domingo pasado, quedó pendiente mi compromiso de ensayar algunas respuestas que permitan comprender que nos pasó como país en este último siglo; es decir, que ocurrió entre ese venturoso 1922 y este decadente 2022.
En su libro “Escenas de un año turbulento”, de reciente publicación, el escritor británico Nick Rennison intenta explicar lo que aconteció en el mundo hace exactamente un siglo atrás. Su objeto de estudio es el año 1922, año donde encuentra los antecedentes de la tragedia mundial que pronto iba a enlutar a Europa. Es el año del surgimiento y consolidación de ideas y regímenes totalitarios que van a terminar ahogando libertades y destruyendo instituciones republicanas y democráticas en todo el mundo. 1922significó el preludio de los horrores que van a desangrar a gran parte de la humanidad.
Si bien la Argentina va a quedar al margen de la guerra, la influencia de las ideas totalitarias y antiliberales provenientes de ambos extremos ideológicos se van a hacer sentir con fuerza en nuestro país. Fue también en 1922 cuando el mundo comenzaba a dejar atrás la pandemia de la gripe española mientras observaba como la Rusia de Lenin se aprestaba a invadir Ucrania. Paradójicamente, los ataques a las libertades democráticas, el fin de una pandemia y el afán imperialista ruso sobre Ucrania, se replican en 2022 como hace cien años atrás.
En 1922 Lenin fundaba la URSS, agrupando a Rusia, Ucrania y Bielorrusia bajo un régimen tiránico de izquierda que más tarde va a extender su influencia a toda Europa oriental y a otras regiones del planeta, incluso a países de América latina como Cuba. El sueño del “hombre nuevo” caducó en 1991 pero dejó a su paso, y en su nombre, un tendal de violencia, sufrimiento y muerte. La Argentina sufrió en carne propia los dislates del delirio armado de la guerrilla prohijada por la URSS y el régimen cubano. El mismo Perón, víctima de sus propias ambigüedades y contradicciones, alentó y luego combatió la tendencia socialista y revolucionaria de su movimiento. La soberbia armada montonera, hija del leninismo ruso y el guevarismo cubano, dejó marcas profundas en nuestra sociedad durante los años 70.
También en 1922, Benito Mussolini, quién sería el gran aliado de Hitler durante la 2da guerra mundial, marchó sobre Roma con sus camisas pardas haciendo una enorme demostración de fuerza que le valió ser designado presidente del Consejo de ministros de Italia. Nacía el fascismo, régimen de corte antidemocrático, nacionalista y corporativo. Un año más tarde, Hitler, pretendiendo emular a Mussolini, encabezó el putsch de Munich, un primer intento fallido de golpe contra la república de Weimar. Este paso en falso, lejos de amedrentarlo, lo alentó a seguir adelante con su objetivo: en 1933 se hizo con el poder absoluto en Alemania y comenzó a desplegar su ideología nacionalista, antiliberal y antisemita.
Estas doctrinas totalitarias, nacidas en Italia y Alemania durante los años 20, encontraron en la Argentina un campo propicio para su difusión. Militares de orientación fascista como el Gral. Uriburu e intelectuales nacionalistas y antiliberales como los hermanos Irazusta, se fueron enamorando de estas ideas. El escritor Leopoldo Lugones, decepcionado de la democracia liberal, preanunció el primer golpe de estado con su famosa frase, “Ha sonado otra vez, para el bien del mundo, la hora de la espada”. El golpe cívico-militar de 1930, con el apoyo o en el mejor de los casos, con la indiferencia de una parte importante de la población, significó un serio retroceso para un país que desde 1853 había sido respetuoso de las instituciones creadas por la Constitución y que a partir de la sanción de la ley electoral de 1912 había dado un salto de calidad en su sistema electoral. A partir de entonces, y hasta 1983, los golpes de estado comenzaron a ser convalidados por una ciudadanía que veía en ellos un atajo frente a un mal gobierno. La interrupción de la continuidad institucional, el desprecio a la Constitución nacional y la desvalorización de la democracia explican en parte el inicio de la decadencia argentina.
Desde 1930 a 1983 la Argentina asistió a seis golpes de estado (1930,1943,1955,1962,1966 y 1976); veintitrés años de gobiernos de facto/dictaduras militares (Uriburu, Ramírez, Farrell, Lonardi, Aramburu, Guido, Onganía, Levingston, Lanusse, Videla, Viola, Galtieri, Bignone); once años de gobiernos viciados de fraude electoral (Justo, Ortiz, Castillo); nueve años de un gobierno que ganó lícitamente las elecciones pero que una vez en el poder se tornó autoritario (primera y segunda presidencia de Perón); siete años de gobiernos democráticos con el peronismo proscripto (Frondizi e Illia) y tres años, entre 1973 y 1976, atravesados por las sangrientas disputas internas dentro del peronismo (Cámpora, Perón e Isabel). Imposible que en este contexto político la Argentina opulenta de Alvear tuviera continuidad en el tiempo. Encontramos aquí un primer “huevo de la serpiente”.
El otro “huevo de la serpiente” que explica la decadencia argentina fue el peronismo, movimiento político nacido al calor del golpe profascista de 1943 que signó toda la vida política argentina hasta el presente. Las ideas peronistas, siempre a contramano de los valores que hicieron grande a la nación, calaron muy hondo en una parte sustancial de la sociedad. El peronismo volvió a introducir en el imaginario social la necesidad de contar con un gobernante providente y mesiánico, que nos retrotrae a la etapa preconstitucional donde la ley debía ajustarse a la la voluntad del caudillo. Y si bien es cierto que el peronismo contribuyó con una legislación laboral más acorde a los tiempos que corrían e impulsó el merecido y necesario voto femenino, no debe soslayarse que desde principios del siglo XX venían dándose avances en materia laboral y que muchas de los decretos que impulsó Perón como secretario de trabajo de las dictaduras de Ramírez y Farrell, se basaron en proyectos impulsados por diputados socialistas: los proyectos de Alfredo Palacios durmieron en los cajones del Congreso hasta entonces. Lo mismo con respecto al sufragio femenino: mujeres sufragistas como Julieta Lanteri o Alicia Moreau de Justo venían pidiendo desde los años 20 el reconocimiento de este derecho. Uno de los peores pecados del líder de este movimiento radicó en convencer a la población de que esos derechos eran una concesión graciosa del Estado peronista.
Por otra parte, el peronismo alentó la formación de un sindicalismo cooptado por el mismo gobierno, convirtiéndose en una rama más del partido, sin espacio para moverse con independencia en función de su principal objetivo que debería ser la defensa de los derechos de los trabajadores. Debe ser uno de los pocos casos en el mundo donde el sindicalismo es parte de un partido político con el cual no confronta (son socios) cuando este está en el poder. Solo así puede explicarse la existencia, hasta hoy, de sindicalistas que son a la vez empresarios y millonarios.
La cultura del trabajo, el esfuerzo y el mérito, que había generado una portentosa clase media, fue desalentada progresivamente por la idea del Estado providente.
Las instituciones de la República fueron pisoteadas con las restricciones a la libertad de expresión, las persecuciones a la oposición y el manoseo de la Corte Suprema y la Constitución nacional.
Las políticas populistas de corto plazo desaprovecharon el viento de cola que ofrecía la segunda posguerra. La extraordinaria balanza comercial favorable con la que se encontró Perón en 1946 fue rápidamente dilapidada en subsidios, prebendas a los empresarios amigos y estatizaciones, muchas de ellas presentadas como un triunfo de la soberanía nacional cuando en realidad encubría un pésimo negocio (como el caso de los ferrocarriles). Se perdió una oportunidad histórica que hubiera permitido diseñar un proyecto de país sustentable. En la década del 50, el cambio del contexto económico internacional y un par de sequías, dejaron en evidencia que ya era tarde para lograrlo.
El pretorianismo mesiánico de los militares que pretendió instalar el orden con sangrientas dictaduras violatorias de los derechos humanos más elementales, complementaron esta decadencia autoinfligida.
Si bien a partir de 1983 la sociedad argentina, bajo el liderazgo de Alfonsín, renovó el pacto democrático que había abandonado, tenemos la sensación de que muchos de los problemas surgidos a partir de 1930 no han sido resueltos y no solo eso, se han incorporado otros gravísimos como la pobreza y la corrupción. En 1972 solo el 5% del total de la población era pobre y hoy 4,5 de cada 10 argentinos son pobres o indigentes. Situación inversamente proporcional a la que se observa en la clase política: hasta los años 60 un político medio compartía la austeridad de Illia, hoy la mayor parte de la clase política conforma una nueva oligarquía.
Hoy se valora la pobreza como si fuera una virtud, en lugar de buscar respuestas que permitan sacar a los argentinos de ella. Hoy se ataca el mérito y la cultura del trabajo y del esfuerzo que alguna vez nos hizo grandes. Hoy la dirigencia política se mueve con total impunidad creyéndose dueña del Estado y no administradora circunstancial puesta allí por el voto popular. Hoy se socavan las instituciones republicanas desde adentro atacando el principio fundamental de la división de poderes.
Sin embargo, y a pesar del desasosiego que nos embarga, no debemos perder la esperanza de volver a tener presidentes de la talla de quien gobernaba en 1922. No olvidemos que Alvear, como otros estadistas que hicieron grande a nuestro país, eran tan argentinos como cualquiera de nosotros. Quizás algún día la historia nos sorprenda retomando por caminos conocidos...
(*) Profesor de Historia, Magister en dirección de instituciones educativas, Universidad Austral, vecino de Pilar