Columnistas

Agresión (reflexiones como introducción al libro «La Agresión» de Konrad Lorenz)

Por Denes Martos (*)

El ser humano es un animal muy complicado. Tremendamente complicado. En realidad, una de las cosas más complejas y difíciles de determinar es el punto exacto en que deja de ser animal para convertirse en humano.

Hablando en términos estrictamente biológicos el Homo Sapiens se distingue, sin duda alguna, de los seres del mundo animal por toda una serie de características. Pero, así como tiene características propias, no menos obvio es que no hay una estructura biológica absolutamente única creada específicamente para el género Homo. Tenemos columna vertebral al igual que todos los vertebrados, tenemos corazón y aparato circulatorio como todos los seres de sangre caliente; hígado, riñones, músculos, nervios… son cosas que tienen todos los mamíferos. Platón supo alguna vez definir al Hombre como un «bípedo implume»; aunque también se dice que, para contradecirlo, otro griego desplumó un gallo y salió por las calles de Atenas gritando: «¡Aquí está el Hombre de Platón!»… Con todo, tampoco nos separa del mundo animal el otro criterio antropológico según el cual seríamos «primates sin vello corporal».

Pero ¿es cierto que somos animales? Lamentablemente la respuesta es confusa. Vendría a ser: «Sí y no». Probablemente porque la pregunta está mal formulada. Quizás la pregunta correcta sería: «¿somos solamente animales con apenas algunas características propias»? Únicamente algún ateo materialista fanático – de ésos que afirman muy sueltos de cuerpo que la vida no es más que una «propiedad de la materia» –  contestaría esta pregunta de modo afirmativo. Aunque tampoco hace falta ser un religioso igual de fanático para afirmar lo contrario. Cualquier persona de mente abierta, científicamente adiestrada y con tan solo una mínima sensibilidad para la metafísica de lo humano, consideraría inaceptable encasillar al ser humano en la jaula zoológica de un modo terminante. Es bastante obvio que somos algo más que «simples» (para nada tan simples) animales.

Pero tampoco es tan fácil resolver el problema de determinar en qué exactamente – es decir: en qué punto de la serie de nuestras características – dejamos de ser «animales» para convertirnos en «humanos». Una aproximación posible al tema es estudiar nuestro comportamiento para ver en qué nos diferenciamos. Afortunadamente tenemos una disciplina científica que estudia precisamente el comportamiento animal y humano: es la etología.

Después de que en  1965 Konrad Lorenz, uno de los padres de la etología, publicara «El Comportamiento Animal y Humano» y, al año siguiente, su libro específico «Sobre la Agresión» durante unos años circularon muchos libros de difusión sobre el tema de la etología – como p.ej. los de Vitus B. Dröscher – en los que la motivación general era la de difundir la idea románticamente antropocéntrica de «qué parecidos que son los animales a los seres humanos» cuando los trabajos de Lorenz y sus colaboradores apuntaban justamente a lo contrario, es decir: a demostrar científicamente – por medio de la observación directa y hasta de experimentación – cómo toda una serie de comportamientos humanos eran muy similares y hasta prácticamente iguales a los de muchos animales.

Con todo, la idea de «dulcificar» las conclusiones de Lorentz obedeció de un modo bastante obvio al hecho que sus conceptos fundamentales no coincidían demasiado bien con la «corrección política» exigida por el ámbito académico de la segunda postguerra europea y siguen siendo aceptados a regañadientes hasta el día de hoy, incluso a pesar de un Premio Nobel de Medicina que le otorgaron en 1973.

La dificultad de fondo de muchas controversias sobre el comportamiento de los seres vivos es muy fácil de detectar y es realmente asombroso que, por una simple cuestión de soberbia cientificista, esa dificultad no se haya planteado abiertamente casi nunca. Es que no sabemos qué es la vida.

La pura verdad es que no tenemos ni la más ínfima remotísimamente pálida idea acerca de qué es eso que llamamos «vida».  Sabemos describirla, sabemos detectarla, hasta sabemos precisarla bastante bien con la viejísima definición aquella que caracteriza a los seres que «nacen, crecen, se reproducen y mueren». Lo cual, por supuesto, es una pasable explicación de qué hacen los seres vivos – en oposición a las cosas inanimadas. Pero no nos dice absolutamente nada sobre qué es lo que hace que los seres vivos nazcan, crezcan, se reproduzcan y mueran y qué es lo que no tienen las cosas incapaces de hacer eso. Lo llamamos «vida». Y si seguimos preguntando nos encontramos con definiciones que no definen nada o explicaciones que no explican nada. Algunos hablan de «energía», Henri Bergson hablaba de «élan vital«, otros se despachan con la ya mencionada «propiedad de la materia».

Por otro lado, a veces la única forma de entender algunos misterios es con otro misterio y el misterio de la vida es el misterio de la Creación.  Porque la visión religiosa nos dice que la vida es una creación. Más aún: según el sentido profundo de la metáfora adoptada por la religión cristiana, la vida proviene directamente del aliento del Creador: «Y formó Yahvé Dios al hombre (del) polvo de la tierra e insufló en sus narices aliento de vida, de modo que el hombre vino a ser alma viviente.»  Preguntar por la vida sería entonces equivalente a preguntar por la Creación del Universo entero. Y si se pregunta exactamente en dónde el Hombre se separa del animal, la respuesta es: «En ese aliento.» Donde lo realmente asombroso es que la idea sea muy anterior a la aparición del  Génesis hebreo. [1]

¿Me dirán que esa respuesta teológica es científicamente poco satisfactoria? Quizás, pero depende de qué entendamos por «ciencia». Si por ciencia entendemos el conocimiento que nos da una respuesta a todo, obviamente nos estaremos equivocando por la simple razón de que la ciencia no nos da respuestas a todo. Hay infinidad de cosas que la ciencia ignora por completo y que, en el mejor de los casos solo sabe describir y, a lo sumo, manipular hasta cierto punto. Y en muchos casos ni siquiera eso. Por otro lado, si nos dejamos arrastrar por el optimismo cognitivo del Iluminismo  y  por ciencia decidimos entender la actividad racional que algún día nos dará todas las respuestas, lo que estaremos formulando es un simple dogma de fe que, en esencia, no difiere de un dogma religioso o de una utopía ideológica. Si alguien me viniera con el consabido:

— Con el progreso constante de nuestro conocimiento algún día la ciencia entenderá qué es la vida.
Le respondería:
— No tendrás que esperar tanto. Solo espera a morirte. Ahí entenderás.

Mientras tanto vamos a tener que seguir considerando que habrá – y yo creo que hay – una trascendencia específica para el ser humano, pero  no hay una vida especialmente diseñada solo para nosotros. Tenemos que bajarnos del caballo de nuestra soberbia y entender que la vida sobre el planeta es algo compartido por una innumerable cantidad de seres vivos; desde la más humilde brizna de pasto hasta el genio más insigne del género humano. Si hay algo que verdaderamente nos diferencia de los animales y de los vegetales, solo puede ser ese aliento o hálito con el que el Creador hizo al Hombre y que, además de la vida,  le otorgó al ser humano el atributo de la trascendencia.

Por lo demás, la vida sobre el planeta no es para nada un monopolio nuestro. La prueba más palmaria de eso es que ni siquiera somos necesarios para que exista. Ninguna flor dejaría de florecer si nos extinguimos; ningún colibrí dejaría de visitarla si desaparecemos; ninguna abeja dejaría de hacer miel y ningún águila dejaría de volar.

Somos parte integrante de la naturaleza viva tal como ésta existe en el Universo. Por eso haríamos muy bien en abandonar teorías estúpidas y utopías inviables para volvernos otra vez al Orden Natural al cual pertenecemos y cuyas reglas y leyes no vamos a violar impunemente sin sufrir las debidas consecuencias.

Es más: ya las estamos sufriendo.

Toda una constelación de romanticismos, filosofías utópicas y soberbias antropocéntricas nos ha hecho olvidar leyes naturales básicas. En materia de agresión ya ni tenemos en cuenta – y en muchos casos hasta ignoramos – que la naturaleza conoce al menos dos clases de agresión: la extraespecífica, que es la que una especie ejerce sobre miembros de otra especie; y la intraespecífica que es la que el miembro de una especie ejerce sobre otro miembro de su misma especie.

Para una especie dada, la agresión extraespecífica se refiere normalmente a cuestiones de supervivencia. Un depredador normalmente ataca a su presa para comérsela; también, ocasionalmente, podrá quizás atacar al depredador para no ser su almuerzo. Una yarará atacará a un sapo para comérselo, como que también podrá atacar a un hombre porque se siente amenazada.

En cambio, la agresión intraespecífica responde a otras motivaciones. Puede tratarse de una cuestión de territorialidad, de pelea por una posibilidad de reproducción, de lucha por un puesto de prestigio dentro de la manada, etc. Con todo, en la naturaleza, la agresión intraespecífica tiene una cualidad notable: salvo rarísimos casos accidentales, nunca mata. Como Lorenz señala, ocasionalmente un cuerno puede meterse en un ojo o perforar una yugular, pero se trata de accidentes. El objetivo es vencer pero no matar. Y esta agresión no mata porque en el comportamiento natural de los animales hay incorporada toda una serie de inhibidores que le impiden dar muerte a un semejante.

Por ejemplo, un lobo jamás matará a una loba, sea o no de su misma manada. Tampoco matará jamás a un cachorro. Más todavía; cuando un lobo opta por rendirse en una pelea, lo que hace es adoptar «la posición del cachorro»: se echa de espaldas con las patas en el aire y ofrece su garganta al lobo vencedor. Eso detiene la pelea de inmediato.

En el Hombre estos mecanismos inhibitorios están debilitados y, desde que nuestra cultura ha entrado en una ya inocultable decadencia, no solo se han debilitado sino que amenazan con extinguirse. Por un lado, el ser humano ha llegado a dominar su entorno natural de tal manera que ya no tiene depredadores extraespecíficos que constituyan una amenaza vitalmente seria. Un tigre de Bengala, uno Oso Grizzly, un lobo hambriento, podrán amenazar y hasta vencer a un individuo o a un par de individuos desarmados, pero ya bastarán un par de lanzas para hacer dudosa la victoria de esos animales y un arma de fuego decididamente puede volcar la pelea a favor del Hombre. Así como están las cosas desde hace bastantes milenios, los únicos «depredadores» extraespecíficos que enfrenta la especie humana son microbios, bacilos, virus y microscópicos seres similares.

Esto ha impactado muy fuerte sobre los mecanismos de inhibición intraespecífica. Desde hace algo así como al menos 50.000 años, el Hombre se ha convertido en el único serio competidor del Hombre. Los demás animales simplemente no tienen chances reales frente a un ser humano. Solo al Hombre puede aplicarse la famosa frase de Homo homini lupus – «El hombre es un lobo para el hombre» – acuñada por Thomas Hobbes en el siglo XVIII. Solo él puede desplegar una agresión intraespecífica de una magnitud completamente imposible para cualquier otro animal en estado natural. La prueba está en la infinidad de guerras y de masacres de todo tipo de tan solo los últimos 10.000 años de Historia documentada.

Sin embargo, aun así, hasta hace relativamente poco la humanidad de la Cultura Occidental había logrado avances notoriamente significativos en la tarea de reducir la violencia de la agresividad intraespecífica humana. Por de pronto, como señala Carl Schmitt: «Después de las guerras napoleónicas, la guerra irregular había quedado desplazada de la conciencia general de los teólogos, filósofos y juristas europeos. […] Realmente existieron pacifistas que vieron en la exclusión y condena de la guerra convencional, contenida en la regulación de la guerra terrestre de La Haya, el fin de la guerra en absoluto; y existieron juristas que consideraron a la doctrina de la guerra justa como algo »eo ipso« justo porque ya Santo Tomás había enseñado algo similar». [2]

El hombre europeo llegó hasta a reglamentar la guerra que pasó a ser un asunto entre Estados, llevado a cabo por profesionales militares especializados, con exclusión absoluta de civiles [3] y con el fin de lograr la rendición del enemigo (y no necesariamente su muerte).

Pero esta regulación de la violencia bélica descansaba, en realidad, sobre un sustrato moral y ético muy anterior.  Es que la Cultura Occidental mantuvo durante mucho tiempo – prácticamente hasta la primera mitad del siglo XX –normas sumamente estrictas de inhibición a la agresión intraespecífica en la sociedad civil misma. Todos los miembros de esa cultura estaban de acuerdo en reglas de comportamiento simples pero efectivas tales como: no se le pega a una mujer; no se maltrata a un niño; no se le pega a un oponente caído o herido que ya no puede pelear; en caso de peligro las mujeres y los niños tienen prioridad, el duelo solo se admite entre pares y no siempre ni necesariamente es a muerte, etc.

Toda esta reglamentación, que para muchos hoy resulta hasta ridícula, quedó de lado con el advenimiento de la guerra irregular que instituyó la idea del enemigo absoluto y la guerra total. Cuando el guerrillero suplantó al militar profesional, otra vez según Schmitt: «Cuando, […] la teoría bélica de un revolucionario profesional como Lenin destruyó a diestra y siniestra todas las limitaciones tradicionales de la guerra, la guerra se volvió absoluta y el guerrillero terminó siendo el portador de la enemistad absoluta contra un enemigo absoluto.
Nadie sospechó lo que significaba el desencadenamiento de la guerra irregular. Nadie pensó en qué es lo que produce la victoria del civil sobre el soldado; nadie pensó en qué sucede cuando un buen día el ciudadano se pone el uniforme mientras el guerrillero se lo quita para seguir combatiendo sin ese uniforme.
Recién esta ausencia de pensamiento concreto ha completado la obra destructiva de los revolucionarios profesionales. Fue una gran desgracia porque, con el acotamiento de la guerra, la humanidad europea había conseguido algo muy raro: renunciar a la criminalización del oponente bélico, vale decir, relativizar la enemistad, negar la enemistad absoluta». [4]

En las guerras asimétricas de la enemistad absoluta ya no se trata de vencer a un enemigo. Se trata de matarlo; de destruir sus ciudades; de pulverizar cualquier cosa que le pueda servir tanto en lo material como en lo espiritual o psicológico. En las guerras de enemistad absoluta el enemigo es presentado como un criminal a eliminar de la faz de la tierra para lo cual todo, absolutamente todo – desde el napalm, pasando por armas químicas o biológicas, incluso nucleares – todo está permitido. Y, si algunas no se usan, no es por consideraciones éticas o morales sino por un simple cálculo de costo/beneficio limitado tan solo por estrategias de Destrucción Mutua Asegurada.

La decadencia general de las normas morales de Occidente que se inicia hacia del fin de la Primera Guerra Mundial y se intensifica claramente después de la Segunda, ha terminado arrastrando consigo no solo las normas bélicas sino, incluso, las normas civiles que regulan la vida en sociedad. No solo en los campos de batalla la vida humana ha perdido su valor. En la política, en las estrategias comerciales y hasta en el comportamiento civil normal, el respeto por la vida también está tremendamente devaluado.
Hemos llegado al punto en que hay menores de edad que salen a la calle para robar y matan por un celular o por un reloj. Incluso se mata por pura diversión a la salida de algún boliche. Fernando Baez Sosa, un joven de 18 años, murió el 18 de enero de 2020 a la salida de un local bailable, atacado por una banda 8 personas de su misma edad. Le pegaron entre varios, lo tiraron al suelo y le siguieron pegando; finalmente uno le pateó la cabeza. Murió antes que llegara la ambulancia. Tres años más tarde, el 6 de febrero de 2023, de los 8 atacantes, 5 fueron condenados a prisión perpetua y 3 a una prisión por 15 años. Todo por una pelea sin sentido a la salida de un local bailable.

¿Hecho aislado? Para nada. Notorio quizás por la condena y seguramente por la participación del abogado mediático – y ahora aspirante a candidato político – Fernando Burlando que montó el espectáculo de la acusación. Pero como hecho en sí, cualquiera que conoce la noche sabe que es algo completamente común y corriente todos los fines de semana en las grandes ciudades. Entre el 17 Diciembre de 2022 y el 22 de Enero 2023 – o sea, durante apenas 6 fines de semana y contabilizando solo lo que registró el periodismo –  se produjeron al menos 13 hechos muy similares con el resultado de 3 muertos y varios heridos en terapia intensiva.

Nota común de varios de estos hechos: agresión en manada y patadas en la cabeza una vez que el atacado cayó al suelo. Eso no es aceptable. De ninguna manera es aceptable. Si se pelean, al menos que la pelea sea limpia: si son ocho, que sean ocho contra ocho, o mejor todavía, uno contra uno; al hombre en el suelo no se le pega, menos todavía se le dan patadas en la cabeza; el signo de rendición se respeta; los de afuera son de palo. Así pensábamos hace apenas un siglo atrás. Una ideología demencial, dos guerras mundiales y docenas de guerras revolucionarias o localizadas barrieron con todo eso.

Porque no es solo la agresividad contenida de unos jóvenes con exceso de testosterona y falta de inhibiciones. Durante el transcurso del juicio por la muerte de Baez Sosa, las noticias periodísticas eclipsaron, cierto que por relativamente poco tiempo, el caso de Lucio Dupuy, violado, torturado y asesinado alevosamente por su madre y su amante lesbiana porque, según alegaron, el niño las «molestaba en su relación de pareja». El hecho, por supuesto, nos sacudió a muchos. Pero ¿es algo excepcional? Otra vez: para nada. Hay muchos otros casos de filicidios por parte de madres o padres reflejados por el periodismo. Y en última instancia, si hasta por ley está permitido matar a un hijo en gestación ¿por qué algunas personas no habrán de argumentar que también es lícito matarlo una vez gestado?

Si la vida y nuestro comportamiento ha de depender enteramente de «percepciones» o de «opiniones», la construcción de comunidades humanas sólidas, estables y equilibradas es completamente imposible. Los «mandatos culturales» existen y son inevitables. Más: son necesarios. Hasta los que critican a la familia basada en el matrimonio heterosexual alegando que se trata meramente de un «mandato cultural» pasan curiosamente por alto que el intento de imponer la relación homosexual y toda la teoría de género no es más que tratar de imponer otro mandato cultural directamente opuesto al primero. Solo que ese primero – el de la familia del varón, la mujer y los niños – es un mandato cultural que cuenta con el respaldo de toda la evolución de la especie y se condice con las reglas naturales de la vida, mientras que la llamada «teoría de género» es un «constructo» ideológico abstracto sin antecedentes en toda la Historia de la humanidad edificado sobre el capricho de un feminismo histérico que ni siquiera representa a todas las mujeres.

El egoísmo, el endiosamiento del placer, la anulación de las responsabilidades, la ceguera voluntaria ante las consecuencias, y la falta de límites que genera la negación de las inhibiciones naturales ante la agresión intraespecífica – entre muchas otras cosas –  nos está llevando a una decadencia cuyo final hará realidad la visión de Thomas Hobbes del Homo homini lupus.

Tenemos que volver al Orden Natural. Mejor dicho: no debemos permitir que nos saquen del mismo las teorías descabelladas que se les ocurren a ciertas mentes enfermizas potenciadas por intereses políticos que impulsan la agenda de convertir a la humanidad en un hato de ovejas fáciles de manipular. Nuestro habitat consagrado no es el que estamos construyendo; nuestro entorno social natural no es el que estamos soportando; nuestro comportamiento actual no es el que nos enseñó nuestra evolución. En la actualidad, nuestro habitat está contaminado; nuestro entorno social es injusto y corrupto; nuestro comportamiento es antinatural y destructivo.

Dentro de este amplio espacio temático, surge la pregunta de cuál es el comportamiento natural de los seres vivos en cuanto a la agresión intraespecífica. Las mejores respuestas las da la etología y, dentro de esta disciplina, los estudios más amplios los ofrece Konrad Lorenz que es el fundador de la disciplina. Desde los peces del banco de coral, pasando por los instintos de otros animales, hasta llegar al Hombre.

Tenemos que reflexionar y actuar sobre nuestra agresividad. No es necesario ni inevitable que ocurra, pero si el Hombre ha de ser el lobo del Hombre, al menos que sea un lobo auténtico, tal como son los lobos de verdad.

Porque, como lobos de verdad haríamos, y nos haríamos, menos daño que siendo – como vamos camino de ser – unos humanos degenerados y envilecidos tan solo medio parecidos a unos lobos tan dementes que hasta los lobos de verdad nos expulsarían de la manada.

NOTAS

1)- Génesis 2:7 Texto de la Biblia Straubinger.
El Primer capítulo del Génesis es de alrededor del siglo VII AC. Por su parte, el poema babilónico de Enûma Elish es del siglo XX AC sobre antecedentes sumerios mucho más lejanos aún. En ese poema se menciona que los dioses mezclan barro más la sangre del dios Kingu; luego, a la masa resultante le insuflan el aliento de la vida y de ahí nacen los hombres.

2)- Cf. Carl Schmitt «Teoría del Guerrillero«, título «Del enemigo verdadero al enemigo absoluto».

3)- Clausewitz supo decir: «El ejército combate al ejército enemigo. De los merodeadores y criminales se ocupa la policía.»

4)- Cf. Carl Schmitt Ibid.

 

(*) Politólogo, consultor nacional e internacional, analista de riesgos, escritor e investigador

 

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