Columnistas

Cristina Menem y Alberto De la Rua

Por Gastón Bivort (*)

El verticalismo, a la hora de organizar y conducir un partido político, es un rasgo típico de aquellos movimientos que se erigen en torno a un líder carismático que posee la habilidad de seducir y entusiasmar a sus seguidores hasta los límites del fanatismo. Es el caso del Justicialismo en nuestro país, que como todo partido verticalista que se precie, ha llevado el nombre de su fundador y/o de quienes, tras su muerte, ejercieron o ejercen un liderazgo fuerte y perdurable en el tiempo: hablamos de Perón, Menem y los Kirchner; hablamos de peronismo, menemismo y kirchnerismo.

El peronismo puro se terminó con la muerte de su líder en 1974; sin embargo el movimiento de Perón sobrevivió hasta nuestros días, atravesando profundas crisis de liderazgo en determinados momentos, pero, al mismo tiempo, encontrando líderes reconocidos como intérpretes de la herencia de Perón en otros: el neoliberal o centroderechista Menem, entre 1989 y 1999, y los centroizquierdistas o progresistas Kirchner, entre 2005 (cuando se libraron de la tutela política de Duhalde) y la actualidad. Ya no estaba Perón para decidir cual era el verdadero peronismo, por lo cual este se convirtió en una franquicia para llegar y detentar el poder que podía acoger cualquier ideología que propusieran los nuevos líderes.

A diferencia del varguismo, movimiento político brasileño similar y contemporáneo que desapareció con la muerte de Getulio Vargas, el peronismo ha seguido vigente hasta hoy. Sin embargo sus liderazgos tuvieron su fin de ciclo, ya sea por razones biológicas como los casos de Perón y Néstor Kirchner o por razones políticas, como es el caso de Carlos Menem. Teniendo en cuenta el contexto actual, ¿estaremos ante el final del liderazgo de Cristina Kirchner dentro del peronismo?

Cuando optó por Alberto Fernández como candidato, estaba claro que Cristina había tomado nota de la experiencia de Carlos Menem. Este había terminado su segundo mandato en un contexto fuertemente recesivo, con recortes salariales de sueldos estatales y jubilaciones y una alta tasa de desempleo. A todo ello había que sumarle las denuncias por corrupción que preocupan especialmente a la población en tiempos de crisis. Con los problemas económicos cada vez más acuciantes las antes consideradas “picardías” de Menem se habían tornado intolerables para muchos de sus antiguos seguidores.

En 2003, cuando compitió nuevamente por la presidencia, ganó la primera vuelta con casi el 25% de los votos: sabía que ese era su piso y su techo a la vez. La convicción de que en una segunda vuelta no iba a sacar un voto más porque la ciudadanía había decidido apoyar a cualquier candidato que tuviese enfrente, lo empujó a bajarse del ballotage. Era el fin de ciclo para el liderazgo menemista.

En 2019 Cristina sabía que el final de su segundo mandato, envuelto en escándalos de corrupción, alta inflación y cepo al dólar le había hecho perder una parte importante de su capital político: el 54% de 2011 se había reducido a un núcleo duro que oscilaba entre el 30 y el 35% de los votantes: sin ella no se podía ganar pero con ella sola no alcanzaba. Con la designación de Alberto Fernández se aseguraba sumar a los votos propios los de los desencantados con el gobierno de Macri: la estrategia dio resultado. Cristina volvió al poder con Alberto presidente y siguió detentando el liderazgo dentro de un peronismo que seguía siendo kirchnerista.

Los primeros meses el plan funcionó. Alberto Fernández llegó a tener una imagen positiva cercana al 60% pero ni aún así sacó los pies del plato ni rompió con Cristina, algo con lo que fantaseaban sus votantes blandos. Pero detrás de la lealtad a Cristina se ocultaba su debilidad: se terminó mimetizando con ella sobreactuando cada discurso o decisión para complacerla. Poco a poco la imagen de Alberto fue cayendo en picada, incluso por debajo del piso cristinista.

El resultado de las PASO hizo visible lo evidente: el peronismo obtuvo un 30% de los votos a nivel nacional. Las últimas encuestas indican que el domingo 14 serán solo los fanáticos kirchneristas los que votarán al gobierno, no habrá un solo voto más de quién no abreve en esta facción. Es probable incluso que su piso y su techo haya descendido al 25%. Sería, tal cual le ocurrió a Menem en 2003, un nuevo fin de ciclo.

Si Cristina finalmente se convierte en Menem, es también porque Alberto se convirtió en De la Rúa: su pésima gestión de gobierno se emparenta con la del aliancista entre los años 1999 y 2001. Ambos ganaron con un porcentaje cercano al 48% de los votos y en el término de dos años dilapidaron su caudal electoral. A los dos, sus vicepresidentes los abandonaron desgastando su ya escaso poder. Los dislates en el ejercicio del gobierno y sus furcios discursivos, hicieron de Alberto Fernández una fuente inagotable de memes y chanzas en las redes. Algo similar le ocurrió a De la Rúa al transitar por el programa de Tinelli que lo parodió hasta el ridículo. En la elección de medio término el gobierno de De la Rúa recibió una paliza; lo mismo se espera para el gobierno de Alberto en los próximos días.

En definitiva, no es tan grave que Cristina sea Menem y Alberto De la Rúa; peor aún sería que luego de las elecciones se acentúen el desgobierno y que la economía vuele por los aires, como en el “rodrigazo” de 1975.

En este caso, ambos terminarían siendo “Isabelita”.

 

(*) Profesor de Historia, vecino de Pilar

 

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