Hace unos días, en consonancia con la conmemoración del vigésimo aniversario de los trágicos atentados del 11-S, se estrenó en Netflix una película que deja al descubierto, el dilema al que estuvo expuesto el perito designado por el gobierno norteamericano para valuar la vida de las víctimas y resarcir económicamente a sus familiares.
En ¿Cuánto vale la vida? el perito abogado, interpelado en su interior, debe elegir entre dos opciones posibles: ¿Se debe fijar un valor común para cada una de las víctimas ajustándolo en más o en menos de acuerdo a una tabla prefijada? o ¿ se debe atender cada caso en particular teniendo en cuenta la historia personal de cada una de las vidas truncadas?
La película, basada en hechos reales, nos muestra el recorrido de este abogado que inicia su trabajo apelando a la fría letra de la ley y los números, y lo concluye con éxito optando finalmente por escuchar a cada uno de los familiares de las víctimas. Entendió que para muchos de ellos era más importante que se sepa quién fue esa persona que perdió la vida en los atentados que la compensación monetaria que podrían percibir.
Todo esto viene a cuento de lo ocurrido en las elecciones del domingo pasado, donde la mayoría de la población concurrió a votar embargada por un profundo sentimiento de angustia que venía arrastrando desde marzo de 2020. El gobierno, tal como lo hizo el abogado de la película al comienzo, había optado por dar el mismo tratamiento a todos.
A fines de mayo de 2020, al prorrogar por enésima vez la cuarentena, el Presidente Alberto Fernández fustigó a una periodista que en plena conferencia de prensa hizo referencia a la angustia que provocaba un encierro que ya llevaba casi tres meses. Su reacción careció de la más mínima empatía con las situaciones traumáticas que estaban afectando emocionalmente a cada uno de nosotros y a nuestras familias. “¿Es angustiante salvarse? Angustiante es que el Estado te abandone”, dijo el Presidente, apropiándose del “angustiómetro” social y optando por dar a situaciones distintas, una misma respuesta: quedate en casa y no te angusties porque el Estado te cuida.
Mientras el Presidente se aferraba a este discurso, se iban acumulando miles y miles de historias personales que hablaban de comerciantes que cerraban su negocio familiar de toda la vida. Que hablaban de pequeños empresarios que quebraban dejando en la calle a sus empleados. Que hablaban de cuentapropistas, empleadas domésticas, obreros de la construcción y mozos de bares y restaurantes que de golpe se habían quedado sin el sustento diario para sus hijos. Que daban cuenta de padres que veían con enorme preocupación los efectos pedagógicos y psicológicos que sobrevendrían sobre sus hijos como consecuencia de las escuelas cerradas. Que mostraban como miles de familiares no podían despedir dignamente a sus seres queridos. Que nos hacían pensar que muchas personas fallecidas, si hubieran sido vacunadas en tiempo y forma, quizás hoy estarían vivas. Que nos contaban de personas que fueron víctimas de delincuentes que quedaron en libertad con la excusa de la pandemia. Que nos hablaban de la incertidumbre y el pánico de miles de argentinos ante un rumbo que nos llevaba a Venezuela. Que reflejaban la tristeza de aquellos padres que despedían a sus hijos en Ezeiza.
Sin embargo para el gobierno, no había motivo para que la población esté angustiada. El Estado te cuidaba proveyéndote del IFE, del ATP y de la tarjeta Alimentar. Las plataformas educativas virtuales para muy pocos y los mensajitos de Whatsapp para la mayoría, podían reemplazar a la escuela. Por supuesto, el sueldo de los funcionarios y los empleados estatales no corría ningún tipo de riesgo…
Hubo señales que el gobierno, mostrando una total falta de conexión con la ciudadanía, no quiso ver: cacerolazos en contra de la excarcelación de los presos y de la reforma judicial. Marchas para defender la propiedad privada y condenar el vacunatorio VIP. Movilizaciones de padres y estudiantes pidiendo el retorno a la presencialidad escolar. Reclamos por vacunas para niños con comorbilidades. Marchas para hacer visibles los 114.000 muertos producto de una política sanitaria deficiente…
Miles de historias a las que el gobierno quiso darle el mismo tratamiento: montañas de pesos devaluados que no sirvieron para atenuar las penurias económicas de gran parte de la población y menos aún para dar respuesta a otros reclamos que en su imaginación, eran producto de odiadores y antivacunas.
Mientras las fotos de Olivos reforzaban la certeza de la falta de empatía, una rebelión silenciosa se iba gestando en cada uno de los ciudadanos que decidieron utilizar el voto como castigo. En cada sobre, además de la boleta opositora utilizada como instrumento, había también una factura imaginaria y personal que cada ciudadano le estaba pasando al gobierno.
Ahora es responsabilidad de la oposición capitalizar este voto castigo respondiendo al mensaje de las urnas. Debe transformar este límite, que el pueblo le supo poner al oficialismo, en el cimiento necesario para comenzar a reconstruir un país agobiado por la pobreza, la inflación y la falta de oportunidades.
Al momento de escribir esta columna todo indica que el gobierno va a insistir con el mismo tratamiento terapéutico. Va a volver a imprimir millones de pesos para aumentar nominalmente las jubilaciones, los planes sociales y las asignaciones por hijo. Creen que de este modo podrían dar vuelta el resultado en noviembre.
No entendieron nada. Siguen sin darse cuenta que detrás de cada voto había una situación personal angustiante con la que nunca empatizaron.
(*) Profesor de Historia, vecino de Pilar