Columnistas

Del ciber a la cárcel

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Hace más de diez años la moda de los ciber y los juegos en línea atraía a miles de jóvenes y adolescentes. En algunos casos esto fue aprovechado por grupos de abusadores sexuales.

Corría la tarde del 21 de julio de 2008 cuando unas 200 personas colmaban el Aula Magna de la Universidad de Palermo para apreciar sus reflexiones sobre “La construcción del género masculino y la violencia”. Tal exposición arrancó con una pregunta en tono retórico:

–¿Por qué es más fácil creerle al victimario que a la víctima?

Un pesado silencio remató la frase, mientras él, un sexagenario calvo y retacón, medía su impacto escrutando al público con un dejo inquisitivo.

Luego, con voz monocorde, prosiguió:

–Porque la víctima, que ha sufrido situaciones extremas de indefensión y angustia, se encuentra en inferioridad de condiciones para ser creído… en cambio, el victimario sindica como exageraciones los cargos en su contra.

Y volvió a medir al público, esta vez con una sonrisa sobradora.

Al fin y al cabo se trataba de un experto en el asunto. Y, tal vez, el más prestigioso del país.

El tipo era profesor titular en esa casa de altos estudios y dirigía una cátedra en la Facultad de Psicología de la UBA. También había fundado y presidido la Asociación Argentina de Prevención de la Violencia Familiar, además de ser el autor de cinco libros acerca de dicha problemática. Una auténtica eminencia.

Transcurrió una hora y media sin que la atención del auditorio mermara. Recién entonces el orador le puso el moño a su ponencia con una observación inquietante:

–El maltrato y el abuso no siempre son consecuencias de alteraciones psicopatológicas sino que, en las víctimas, son el origen de esas alteraciones.

Era un concepto difícil de tragar; no obstante, los presentes estallaron en un prolongado aplauso. Su sonrisa fue más sobradora que nunca.

¿Acaso habría basado aquella afirmación en ciertos “trabajos de campo” realizados por él? Un interrogante crucial en esta trama.

Para desentrañarla es conveniente un pequeño salto en el tiempo.

Juegos de guerra 

Durante el segundo lustro del siglo XXI los jueguitos en red habían convertido a los ciber en un espacio de socialización adolescente. Y el que funcionaba en el primer nivel del Shopping Abasto no era una excepción al respecto.

Al finalizar el verano de 2007 allí se disputaban encarnizados combates entre comandos terroristas y antiterroristas –con cinco jugadores por equipo– que disparaban sus armas en “cámara subjetiva” (es decir, con la acción vista a través de los ojos del protagonista) para, por ejemplo, liberar rehenes o evitar el estallido de una bomba nuclear. Aquel era el leitmotiv de Counter-Strike, el entretenimiento de la temporada. Su fascinación tenía un efecto casi adictivo, al punto de que las 20 computadoras del local estaban ocupadas todo el tiempo por clientes que permanecían ante las pantallas hasta la hora de cierre.

Por entonces ese sitio comenzó a ser frecuentado por dos pibes de 16 y 19 años (quienes en este texto serán llamados “José” y “Tommy”).    De entrada hiciero excelentes migas con otros habitués, todos de menos edad. Aquel fue el caso de un chico que acababa de cumplir los 13 –cuyas iniciales eran AG–. Este solía acudir al ciber junto a dos amigos. Entonces, después de las batallas virtuales, los cinco empezaron a celebrar una especie de “tercer tiempo” en el McDonald’s sobre la entrada del shopping que da a la avenida Corrientes.

A los pocos días ocurrió allí un encuentro presuntamente casual entre Tommy y su antiguo “profe” de música del secundario, quien tomó asiento con ellos. El tipo, que respondía al apodo de “Mache”, chorreaba simpatía. Su nombre era Marcelo Rocca Clement y tenía 33 años.

A partir de entonces, hubo otros tres o cuatro encuentros “casuales” con Mache en el Mc-Donald’s. En esas ocasiones también aparecía un colega suyo, el profesor de Educación Física Augusto Correa, de 26 años recién cumplidos; de hecho, fue allí donde lo felicitaron por la efeméride.

Esa vez ambos adultos abordaron, un poco en broma, temas de índole sexual. Luego, Mache propuso prolongar el festejo en el “departamento de un amigo”. Lejos de mostrar entusiasmo por la propuesta, los dos acompañantes de AG se retiraron. Pero él subió en un taxi con José y Tommy, mientras Mache y Augusto tomaban otro.

Poco después llegaron a un edificio de la calle Paraguay, en Palermo, donde no se encontraba su morador. Esa fue una velada liviana: en un clima de franca camaradería, los visitantes únicamente disfrutaron de algunos videos pornográficos. Finalmente, Mache acompañó a AG hasta su casa.

Hubo otras reuniones allí. En tales oportunidades, a los diálogos subidos de tono y los videos porno se sumaron ciertas situaciones eróticas – felatios y otras menudencias– entre Mache, José y Tommy. Y en el siguiente cónclave pasaron al coito propiamente dicho, ante la mirada absorta de AG.

Fue justamente en aquellas circunstancias cuando apareció el dueño de casa, quien se presentó como “Geo”. Era un sexagenario calvo y retacón.

En ese preciso momento AG comenzó a ser abusado.

Los captadores –José y Tommy– salieron de la escena, y el vínculo con la víctima quedó en manos de Geo, secundado por Mache, Augusto y “Pichi”, un estudiante de Ciencias de la Comunicación, identificado después como Agustín López Vidal, de 26 años.

El vía crucis de AG –que incluía la alternancia de expresiones cariñosas y regalos con actos despiadados– se prolongó hasta agosto de aquel año.

Fue cuando él les contó a sus padres lo que sucedía. Ellos no demoraron en efectuar la correspondiente denuncia.

La pesquisa se prolongó más de lo debido, pero al final dio sus frutos.

El pasado siempre vuelve 

El 21 de julio de 2008, tras finalizar su conferencia, el célebre psicólogo Jorge Corsi emergió de la sede universitaria para caminar por la calle Mario Bravo hacia un estacionamiento situado sobre la avenida Córdoba. Pero al llegar allí fue detenido por efectivos de la División Delitos contra Menores de la Policía Federal. Esa noche Geo durmió en una celda del Departamento Central.

En paralelo también caía el trío formado por Rocca Clement, Correa y López Vidal. Los “boy lovers”, tal como la prensa había bautizado a esta red de pedófilos, estaban ya a buen resguardo.

Sin embargo, la jueza María Fontbona de Pombo no se decidía a resolver la imputación de los dos captadores por ser menores de edad.

Mientras tanto, trascendía que Rocca Clement ya había estado preso por la violación de un chico de 12 años, ocurrida en 2000.

Quiso el destino que el profesor de música fuera sentenciado por aquella causa en un juicio oral realizado a solo dos meses de caer por el caso de AG.

Aquellos añejos abusos fueron cometidos en Mar del Plata, hacia donde llevó al niño con la autorización de su mamá, quien mantenía una relación de amistad con Mache. En el juicio, la mujer contó que le dio toda su confianza al victimario porque su hijo “veía en él la figura del padre que nunca tuvo”.

La propia víctima, ya de 19 años, efectuó ante el tribunal una detallada narración de sus padecimientos. No era otro que Tommy. Vueltas de la vida.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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