
Quiso deslumbrar al mundo, pero terminó poniendo en juego su propia carrera. Las claves de la escandalosa trama protagonizada por Julieta Makintach en el juicio que concita la atención del país.
El 22 de agosto de 1996, durante la emisión del programa En la mira, conducido por Nelson Castro por el canal CVN, un cincuentón muy elegante se acomodó el nudo de la corbata, antes de soltar: «Hay un concepto desprestigiado en la administración de la Justicia. Por eso es necesario transparentar la metodología en la elección de magistrados para que el ciudadano común sepa quién es el juez en los casos que padeció».
Tan sabias palabras habían sido pronunciadas por el entonces juez en lo Criminal y Correccional de San Isidro, Juan Makintach, nada menos que el papá de la ahora célebre jueza del mismo apellido.
Una paradoja. Porque la carrera de la doctora Julieta Makintach acaba de desplomarse de manera estrepitosa ante los ojos del mundo entero, al cual ella quiso deslumbrar. Y no es exagerado decir que estuvo a centímetros de lograrlo en razón de un regalo que le dio la vida: presidir (como subrogante) el Tribunal Oral en lo Criminal N°3 de San Isidro, sorteado para el juicio por la muerte de Diego Armando Maradona, un evento que, lógicamente, concitaba la atención de la prensa internacional. Sin embargo, algo falló. Al punto de provocar la nulidad absoluta del proceso en sí..
Pero vayamos por partes.
Las dos películas
La locación cardinal de este thriller fue una no muy espaciosa sala de los Tribunales de San Isidro. Allí, durante las 19 audiencias que llegó a tener el juicio –en las que declararon 44 testigos–, se desarrolló el comienzo y el final de estas tramas. Sí, en plural, ya que fue, digamos, una película dentro de otra.
En este punto, hay que remontarse a la mañana del 11 de marzo pasado con un plano de alto impacto: el del fiscal Patricio Ferrari al exhibir una enorme fotografía del cuerpo de Maradona a poco de morir. Así se inició el debate.
El estupor de las hijas del ídolo fue imaginable, al igual que la impresión de casi todos los allí presentes. En ese minuto, que pareció eterno, no hubo otro sonido que el murmullo de los abogados, mientras el médico Leopoldo Luque y la psiquiatra Agustina Cosachov (dos de los siete acusados) desviaban los ojos hacia puntos indefinidos, quizás para rehuir la mirada severa, mezclada con una inexplicable sonrisa que desde el estrado les lanzaba la jueza Makintach.
En el sector del público, alguien apuntaba una cámara hacia ella, a metros de una mujer que también la filmaba valiéndose de gafas con una cámara espía.
Es ahí donde se entrelazan ambas historias: la que narraría esta dupla en un documental producido en forma clandestina (violando así la prohibición de filmar en esa sala), y la del juicio propiamente dicho.
De hecho, el súbito epílogo del proceso oral transcurrió a toda orquesta durante el atardecer del 27 de mayo, nuevamente con un plano de alto impacto: el del fiscal Ferrari al exhibir esta vez unas hojas mecanografiadas. Era el guión del capítulo inicial de la obra en cuestión, intitulada Justicia divina, además de proyectar un tráiler de un minuto y medio, junto a otras escenas sueltas, en las cuales Makintach interpreta al personaje que más admira: ella misma.
Entre esas dos fechas, el carácter secreto de tal realización fílmica se fue cayendo a pedazos. Ocurre que, en la sala de audiencias, sus hacedores no eran invisibles. Ya se sabe que ello, primero, generó comentarios; luego, denuncias y, por último, varios allanamientos ordenados por la fiscalía. Así fue incautado el material exhibido por Ferrari ante las partes. Así quedó en la mira Lía Vidal Aleman (una vieja amiga de la magistrada, quien, según ella, «solo quiso grabar un video casero»). Así fue identificado el camarógrafo profesional Jorge Huarte (quien había cobrado 500.000 pesos por cada jornada de rodaje). Así saltaron a la luz las productoras Feel Co y La Doble SA, junto a sus propietarios, Manuel Juan D’Emilio y José Arnal (quienes se gastaron medio millón de dólares en el capítulo inicial y tenían otros cuatro millones para los cinco capítulos restantes).
Durante la progresión de esta pesquisa, Makintach proclamaba con suma vehemencia su ajenidad al asunto. Y al quedar todo a la intemperie, incurrió por enésima vez en el pecado de la contumacia con una obstinación atroz. Y ya muy ofendida, sorprendió con las siguientes palabras: «No van a creer lo que yo les diga. Lamento mucho que no me crean. Yo no conocía ese material, nunca vi este guion, no es mío, no me pertenece. Espero que este juicio pueda seguir sin mí».
En los últimos fotogramas del juicio, el remate de Ferrari fue:
«La doctora ofició de actriz y no de jueza».
Los sueños de la vanidad
En los días que precedieron a la caída en desgracia de aquella mujer, la prensa, de manera coral, repetía un resumen de sus datos biográficos: que tiene 45 años, que es casada y madre de dos adolescentes, que hace cinco lustros trabaja en la Justicia, que hace una década es magistrada, que es profesora de Derecho en la Universidad Austral y que, por si fuera poco, también es coach ontológica, la rama de la metafísica que ayuda a las personas a encontrar sus metas.
Con respecto a esto último, hay que reconocer que, pese al fracaso de su plan, la buena de Julieta se había hecho famosa.
Pero, además, quizás su nombre sea evocado en el futuro por su legado artístico; específicamente, en el campo de las ficciones procesales. Porque allí supo descubrir una síntesis perfecta entre la imaginación y el Código Penal. El juicio donde la crucificaron fue, al respecto, su espacio de experimentación.
Tanto es así que el libreto requería –a priori– la culpabilidad de todos los acusados (aunque al final tal vez lo fueran) debido a una razón argumental: que Makintach se erigiera en heroína de sus condenas. Por esa razón, en muchas de sus actitudes durante las audiencias –desde el tono implacable de sus preguntas a los testigos hasta su forma de mirar– latía semejante propósito.
Por lo pronto, fue notable su acting al ordenar la detención de Julio César Coria, quien fue guardaespaldas de Maradona, por un presunto falso testimonio. Su abogado asegura que ese arresto fue para darle «acción» al documental.
No es la primera vez, claro, que un juicio oral se contamina por intereses espurios. Cuando eso sucede, sus móviles suelen oscilar entre razones de poder o de dinero. Pero esta es la primera vez –quizás en la historia jurídica mundial– que ese direccionamiento está al servicio de una dramaturgia ficcional.
Por otra parte, desde luego que entre los cómplices de Makintach en esta maniobra anidaba el propósito de colocar Justicia divina en plataformas como Netflix o Amazon, a cambio de una montaña de billetes verdes. No obstante, la motivación de ella era más pura: glorificar su amor propio.
Pero, a veces, los sueños de la vanidad crean monstruos.
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales