La primera vez que vi su cara angulosa, como de cera, con ojos desorbitados y un tajo por boca, fue en una noche de 1987, durante la emisión de Hora Clave. Mariano Grondona había tenido la truculenta ocurrencia de sentarlo allí con el maestro y fundador del gremio docente, Alfredo Bravo, a quien supo torturar sin piedad cuando este languidecía en las mazmorras de La Bonaerense. Un verdadero show de la revictimización.
Aquella vez, en el gesto del ex comisario Miguel Etchecolatz no había ni un ápice de rubor.
– ¿Quién le dio la libertad a usted? –inquirió, a los gritos.
Perplejo, Bravo lo miró.
– ¡Massera le dio a usted la libertad! –supo fabular, siempre a los gritos.
En tales circunstancias transcurrió su presentación en sociedad. Ahora, mientras –a los 93 años– empieza a tomar sus primeras lecciones de arpa, es la ocasión propicia para evocar un añejo episodio que lo pinta por entero. Y no solo a él sino a otros esbirros que compartieron su ominosa cruzada.
El ex jefe de La Bonaerense, general Ramón Camps, solía alternar sus tareas estrictamente represivas con la escritura de sus andanzas. Lo atestigua su libro Caso Timerman, punto final (editorial Roca, 1982). Allí agradecía al entonces gobernador provincial Ibérico Saint-Jean, a su ministro de Gobierno, Jaime Lamont Smart, y a otros funcionarios, por la asistencia brindada en “la investigación y los interrogatorios tendientes a establecer el trasfondo del diario La Opinión”. En varias de sus páginas se refiere a la bestial eficacia de su segundo. Este era nada menos Etchecolatz.
Los datos que volcó de aquel libelo no solo fueron el punto de partida del procesamiento de Lamont Smart (quien en mayo de 2008 tuvo el mérito de ser el primer civil detenido por crímenes de lesa humanidad), pero también fueron claves para fundamentar ocho condenas a perpetuidad que Etchecolatz cumplía al momento de crepar.
Es al respecto necesario situarnos en una mañana invernal de 1976. Fue cuando, durante un acto en la jefatura policial de La Plata, un tipo esmirriado que lucía traje gris arengaba a la tropa. De tanto en tanto, su mirada buscaba la aprobación Etchecolatz, mientras sacudía la mandíbula al compás de sus dichos. Ese orador no era otro que Lamont Smart.
Etchecolatz aplaudía a rabiar.
Al concluir el acto, se prestó a la requisitoria periodística, y dijo:
–La subversión, señores, es ideológica. Sus infiltrados están agazapados en el ámbito cultural. Todo esto fue a causa de personas, llámense políticos, sacerdotes, profesores y periodistas.
Ahora era Lamont Smart quien lo oía con deleite. Y él, envalentonado por ello, remató:
–Hay mucho que averiguar en el país.
Pocos entonces comprendieron que aquella declaración de guerra tenía un destinatario excluyente: Jacobo Timerman.
Su gran inquina hacia el director del diario La Opinión se debía a que, en realidad, los hombres del gobernador Saint Jean (el mismo que pretendía liquidar a «los tímidos”) soñaban con apropiarse del dinero de David Graiver, el principal accionista de aquel matutino, que acababa de morir en un accidente aéreo. En eso estaba Camps y también Etchecolatz.
Timerman fue secuestrado en su casa durante la noche del 15 de abril de 1977. Idéntica suerte corrieron otras 20 personas vinculadas con Graiver. El director de La Opinión fue llevado primero a Campo de Mayo, antes de pasar por otros centros clandestinos. Y fue torturado con particular saña debido a su condición de judío, mientras Etchecolatz le inquiría sobre temas tan variados como la relación entre el diario y la guerrilla, el sionismo, la teoría marxista y, desde luego, el dinero de Graiver.
Ahora se sabe que Lamont Smart no fue ajeno a tales preguntas. Y que visitaba con frecuencia las mazmorras de La Bonaerense, por donde pasaron miles de secuestrados, siempre en compañía de Etchecolatz.
De aquello fue testigo Mariano Montemayor, un periodista amigo del almirante Emilio Eduardo Massera, en oportunidad de ser arrestado por los muchachos de Etchecolatz debido a un lamentable malentendido que él no tardó en remediar con una ronda de whisky.
La escena tuvo lugar en una oficina de Puesto Vasco, un chupadero bajo su mando. Y refiriéndose a las personas allí alojadas, dijo:
–Quiero que vea con sus propios ojos la peligrosidad de esta gente.
Entonces, con el fervor de un coleccionista, hizo desfilar ante ellos a los detenidos por el caso Graiver; entre otros, el padre del financista, Isidoro, y su viuda, Lidia Papaleo.
Montemayor no salía de su asombro. Lamont Smart también estaba allí. Y Etchecolatz, henchido en orgullo, sonreía de oreja a oreja.
Esos fueron los momentos de gloria del verdugo ahora en tránsito hacia el infierno.
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales