A la hora de votar, las próximas elecciones legislativas estarán atravesadas por distintos sentimientos. Una minoría que oscila entre el 30 y el 35% de la ciudadanía, votará sin dudar por el oficialismo. Es el voto duro que siempre elige al candidato ungido por el líder o la “lideresa” de turno, así sea un “potus”, como aseveró irónicamente el analista y consultor político Jorge Giacobbe.
El periodista Pablo Sirvén, en su columna dominical del diario La Nación, describió magistralmente lo que encierra este voto de carácter religioso: “Como en los cultos judeocristianos, pero en escala abismalmente más precaria y diminuta, la tradición peronista –que ya lleva 76 años de vigencia- no garantiza confort inmediato, sino la esperanza de una vida mejor a futuro. Para el feligrés es suficiente esa promesa. Y vota en consecuencia”.
Por supuesto, también entra en ese porcentaje un puñado de funcionarios, asesores, sindicalistas y empresarios prebendarios que con fe de conversos, se aferran a la franquicia peronista para hacer negocios desde y con el Estado, arrogándose el patrimonio público como si fuera propio.
Sería ideal que al menos ese 65% restante elija convencido a candidatos confiables que aporten propuestas creativas para sacar al país del laberinto en el que se encuentra. Sin embargo, esta expresión de deseos dista mucho de nuestra realidad política, por lo que el ciudadano “infiel” terminará optando por el “voto castigo”, eligiendo a la lista opositora que a priori tiene más posibilidades de ganarle al oficialismo, o tal vez por el “voto bronca”, que expresa un cuestionamiento al gobierno de turno pero también a la clase política en general. Este último tipo de voto podría quedar evidenciado en un alto porcentaje de abstención electoral o de voto en blanco, pero también en el apoyo a listas encabezadas por algún outsider de la política que escape de la dirigencia tradicional.
El término “voto castigo” fue acuñado a manera de interpretación del resultado de las elecciones presidenciales de 1989. El 14 de mayo de ese año, la fórmula presidencial encabezada por Carlos Menem se impuso con el 47% de los votos sobre el candidato radical Eduardo Angeloz. La propuesta del candidato peronista respondía a la vieja tradición del movimiento de Perón y estaba plagada de eslóganes vacíos de neto corte populista: “Síganme, no los voy a defraudar” o “Revolución productiva” eran sus caballitos de batalla en la campaña electoral. No obstante, la sociedad consideró que había que hacerle saber su enojo al gobierno radical, y lo hizo votando al candidato que ofrecía mayores posibilidades de derrotarlo en las urnas. Para ese entonces, todos los logros que había obtenido el alfonsinismo en relación a la ampliación de la democracia y a la defensa de los derechos humanos, habían quedado opacados por la espantosa situación económica y social del momento. La Argentina se había quedado sin crédito externo en el marco de una gran corrida cambiaria y posterior devaluación que se llevó puesto a los ministros Sourrouille, Jesús Rodríguez y Juan Carlos Pugliese, este último autor de la recordada frase “les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”.
El país había alcanzado una triste notoriedad a nivel internacional al caer en hiperinflación, algo propio de una nación en guerra. En mayo, mes en el que se realizaron las elecciones, el porcentaje de inflación alcanzó el 104,5% mensual. Obviamente la pobreza aumentó drásticamente, por lo que se produjeron saqueos a supermercados y a otros comercios con el consecuente saldo de muertos y heridos. Se tenía la sensación de que se había tocado fondo…
¿Puede extrapolarse la situación de 1989 a la actualidad? ¿Puede la sociedad volver a optar por el “voto castigo”? Es probable, si nos atenemos a los pavorosos indicadores en el ámbito económico, social, sanitario y educativo. El saldo negativo de los dos primeros años del gobierno de Fernández es elocuente: una caída de la economía de un 11% en 2020, miles de negocios y pymes quebradas, pérdida de empleo, pobreza equiparable a la de países africanos, más de 106.000 muertos por covid (oscilando entre el puesto 10 y 12 en muertos por millón de habitantes), un año y medio sin clases y un millón de alumnos que desertaron de la escuela. Todo esto sin entrar en detalles vinculados a la cuarentena eterna y sin sentido, los embates contra la propiedad privada, el apoyo a las dictaduras latinoamericanas, las arbitrariedades que se impusieron bajo la excusa de la pandemia y los escándalos éticos como el vacunatorio VIP y las visitas de privilegio en Olivos.
Para encontrar el origen del concepto de “voto bronca”, debemos remitirnos a las elecciones legislativas de octubre de 2001, durante el gobierno de De la Rua. Estos comicios reflejaron la desconfianza de la sociedad no solo hacia el gobierno sino también hacia la clase política en general. La grave recesión económica de entonces, más la corrupción y la falta de empatía de la dirigencia con los problemas de la gente abonaron esa desconfianza. El PJ, la fuerza ganadora, obtuvo un magro 26,6% y la Alianza, la coalición gobernante, alcanzó apenas el 16,9% de los votos. Los verdaderos “ganadores” de la elección fueron el voto en blanco (9,4%), las abstenciones (24%) y los votos impugnados (12,5%). Mucho de estos últimos votos llevaban en el sobre consignas antipolítica o imágenes como las del personaje de Caloi, Clemente: “es al único que votaría porque no tiene manos y por lo tanto no puede robar” era la asociación de ideas que tejían muchos de los disconformes. Estaba naciendo el “Que se vayan todos”, consigna bajo la cual se produjo la caída de De la Rua en el marco de la crisis de 2001.
¿Puede extrapolarse al presente la situación de 2001? ¿Puede la sociedad volver a utilizar el “voto bronca” para expresar lo que siente? También es posible, sobre todo si tenemos en cuenta la misma falta de empatía de gran parte de la dirigencia con sus representados, preocupada por temas muy alejados de los que la sociedad demanda en este contexto de crisis tan grave.
Mientras la gente cerraba sus negocios, los funcionarios no resignaban un peso de su sueldo. Mientras la gente no podía salir de su domicilio, había dirigentes que recibían visitas y participaban de actos políticos y de asados. Mientras los políticos, sus familiares y amigos se vacunaban, la gran mayoría aún esperamos la prometida segunda dosis. Mientras el país se incendia, la propia oposición se entretiene en internas por las candidaturas, roscas y chicanas políticas.
Es probable también entonces que el “voto bronca” esté representado en septiembre con abstención, voto en blanco, impugnaciones o, y esto representaría una diferencia respecto de 2001, votando a listas que no representen el status quo de la política “profesional”. Es este el caso de los libertarios Espert y Milei o de los díscolos dentro de “Juntos” como Manes y Lopez Murphy. Si bien este último tuvo actuación política, tiene una fuerte presencia en su lista de gente muy capacitada que nunca lo hizo. Estos candidatos podrían ser la gran sorpresa de estas elecciones.
Lamentablemente, y más allá de estas elucubraciones, cientos de jóvenes desencantados ya están expresando su “voto bronca” yéndose del país o soñando con hacerlo, como también ocurrió en 1989 y en 2001.
¿Podrá el Frente de Todos conservar su feligresía?
¿Prevalecerá el “voto castigo” o el “voto bronca”? ¿O se dará una mezcla de ambos sentimientos a la hora de votar?
El resultado es incierto. Por el bien de la Argentina, sepa el pueblo votar…
(*) Profesor de Historia, vecino de Pilar