
No hay ficha limpia cuando el verdadero objetivo es ensuciar la voluntad popular”. Así comienza el rezo laico del Partido Justicialista. Con tono de cruzada. Con fe militante. Cristina no es una política con causas. Es Evita reencarnada en tribunales. No es una ex presidenta condenada: es la encarnación doliente de una Argentina que se niega a juzgar a sus ídolos, incluso cuando los bolsos rebotan en las paredes.
La Ficha Limpia es, para el PJ, un intento más de proscripción. Una operación del “poder real” para dejar fuera del juego a la Jefa. Porque así la llaman: la Jefa. No como símbolo institucional, sino como figura de poder total. Dueña de los silencios, de las listas, de las llaves de la caja. Nadie asciende sin su guiño, nadie sobrevive sin su perdón. Es la madre protectora de los leales y la madrastra implacable de los tibios. Una especie de matriarca política que no gobierna desde un cargo, sino desde el mito.
Pero dejemos la mística y hablemos del barro.
La corrupción en la Argentina no es un accidente, es una metodología. Una forma de vincularse con el poder, de construir lealtades, de financiar militancia. No es una mancha: es el cemento que une las partes del Estado. Sin ella, muchos no sabrían cómo llegar ni cómo quedarse.
Ayer, el Senado tenía la oportunidad de cambiar eso, aunque sea mínimamente. De aprobar una ley que impidiera a los condenados por corrupción ser candidatos. Nada extraordinario. Algo que en países más serios se da por hecho. Pero acá no. Acá hay que debatirlo como si fuera un dilema filosófico.
Y eligieron el camino de siempre: no aprobarla.
Lo hicieron con manos temblorosas, con ausencias coordinadas, con discursos inflamados de falsa épica. Dijeron que era una trampa, una persecución, un intento de borrar a la Jefa de la historia. Dijeron que “el pueblo debe elegir, incluso si elige a un corrupto”. Porque en este país, el delito deja de ser delito si lo comete alguien que dice amar al pueblo.
Y ahí es donde aparece la lógica criolla del poder. No la del príncipe renacentista, frío y calculador, sino la del caudillo doméstico que reparte cargos, acomoda jueces, y se rodea de fieles que confunden lealtad con servidumbre.
La Jefa no necesita ser inocente: le alcanza con que el aparato la defienda. No necesita ganar elecciones: le basta con que nadie se anime a desafiarla. El poder no está en las urnas, está en las listas. Y las listas las hace ella, o no se hacen.
Y así, el poder de la corrupción opera a plena luz. No se esconde, no se disculpa, no se arrepiente. Se justifica. Se abraza. Se institucionaliza. Se convierte en “modelo”. Y quien lo denuncia, es golpista. O funcional. O facho.
El jueves el Senado no solo votó contra Ficha Limpia: votó por mantener ese modelo.
Votó por permitir que un condenado sea candidato, que un empresario arrepentido siga siendo proveedor del Estado, que los sobreprecios se llamen “soberanía”, que los pactos de impunidad se vendan como “gobernabilidad”.
Y mientras tanto, la Jefa sonríe. No necesita hablar. Ya lo hacen otros por ella. El PJ, los gobernadores, los senadores, los fieles del culto. Todos en fila, repitiendo que la ley busca prohibir lo que el pueblo quiere. Pero nunca dicen por qué el pueblo debería querer a alguien condenado por robarle.
El poder de la corrupción ayer quedó confirmado. No como un rumor, sino como una doctrina. No como un resabio, sino como una forma de hacer política. La lógica es simple: mejor un corrupto propio que un honesto ajeno. Porque el corrupto se deja negociar. Porque el corrupto no se revela. Porque el corrupto debe favores. Y los favores, en la política argentina, valen más que las leyes.
No es casual que no se haya aprobado Ficha Limpia. Es consecuencia directa de décadas de complicidad, de una cultura política que premia la astucia y castiga la decencia. Donde el mérito no es tener las manos limpias, sino saber cuándo ensuciarlas por “la causa”.
Hoy la patria sigue sucia. Pero no por falta de detergente legal, sino porque los que deben limpiar tienen miedo de quedar afuera del banquete. Porque nadie quiere ser el primero en denunciar a la Jefa. Porque el que lo hace, sabe que lo borran de la historia.
Y así seguimos: con relatos que encubren delitos, con homenajes que tapan estafas, con leyes que no se votan para no incomodar a los intocables.
Cristina no fue proscripta. Fue reafirmada. Por un Senado que prefiere proteger el statu quo antes que cambiarlo. Por una dirigencia que eligió el barro antes que la limpieza. Por un país que ya no se indigna: se resigna. La mugre volvió a ganar. Y lo hizo con mayoría simple.
(*) Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias. Columnista de opinión