Columnistas

Informe especial: cómo fingir ser libre con plata del Estado

Por Iván Nolazco (*)

La complicidad entre la prensa y el poder en la Tierra de las Voces Compradas.

Durante décadas, en los corredores polvorientos de la Tierra de las Voces Compradas, donde los diarios llegaban envueltos en promesas rotas y los noticieros servían más como espejos que como ventanas, la prensa y el poder tejieron una complicidad tan densa como el humo de los cafés donde se pactaban titulares. Nadie sabía ya qué era verdad y qué era un acuerdo. Lo sabían todos, pero se fingía no saber. Como en ese pueblo sin nombre del norte seco, donde una vez se olvidaron los nombres de las cosas, en esta tierra también se olvidó cómo se llama la verdad cuando no viene con logotipo ni presupuesto publicitario.

Y entonces llegó Javier Milei. Llegó como una tormenta de verano que arranca techos, como un hombre salido de los márgenes de una novela vieja. Tenía el cabello desordenado por la electricidad de sus propias palabras, hablaba con la furia de los que no fueron invitados al banquete y cargaba sobre sus espaldas no solo sus perros clonados, sino una historia que nadie en el periodismo supo prever. Desde su irrupción, el lenguaje político se quebró como una copa de cristal en un brindis traicionado. Y en ese silencio forzado por el estruendo, los periodistas, tan acostumbrados a mirar hacia el poder con una mezcla de miedo y nostalgia, se vieron de pronto sin libreto y sin pauta.

Porque fue la pauta oficial —esa palabra elegante para decir soborno legalizado— la que modeló durante años la voz de la prensa. Con dinero estatal se compraban no solo páginas sino convicciones, no solo minutos al aire sino voluntades. Se financiaron silencios que costaron más que muchas palabras. Lo que debía ser fiscalización se convirtió en coreografía. Lo que debía ser verdad, en utilería. Así, el periodismo en la Tierra de las Voces Compradas construyó un idioma bastardo, nacido no del rigor ni la urgencia, sino de la obediencia.

Y Milei, que entendió que el lenguaje roto es territorio fértil para el ruido, eligió no restaurarlo. No negoció entrevistas, no organizó conferencias de prensa, no buscó reconciliación. Prefirió el monólogo por redes sociales, los insultos como respuestas, la provocación como política. Y en ese gesto encontró eco: un país que había dejado de creer en sus diarios encontró en su presidente el reflejo de su hartazgo.

Es inevitable pensar, ante esta escena, en aquella novela del sur lejano donde una mujer pierde la voz y un hombre, la vista. En La clase de griego, Han Kang, Nobel de Literatura, dibuja el mapa de una relación hecha de fracturas, donde hablar es peligroso y callar, también. Así se parece esta tierra a ese espacio quieto y herido: los medios no hablan con legitimidad, y el poder no escucha con respeto. Hay entre ambos una lengua muerta, como ese griego antiguo que nadie entiende pero todos intuyen que alguna vez sirvió para decir cosas esenciales.

Durante años, los periódicos de la Tierra de las Voces Compradas escribieron lo que les dictaban desde los palacios. Recibían llamadas más importantes que las noticias, y presupuestos más voluminosos que los titulares. Las redacciones eran templos a la obediencia y al eufemismo. Hasta que un día, sin aviso, alguien cerró el grifo. Y como en los pueblos donde el agua llega por milagro, el corte desnudó la sequía real: muchos medios no sabían informar si no cobraban por hacerlo.

Milei no inventó esa corrupción, pero la convirtió en excusa. La usó como látigo. Cada vez que insulta a un periodista, cada vez que descalifica una pregunta, lo hace con el aire de quien revela una hipocresía antigua. Y no le faltan pruebas. Pero también, en ese rechazo, hay una negación peligrosa: sin preguntas no hay democracia. Sin prensa libre —aunque imperfecta— no hay balanza que pese al poder.

Como en esa novela olvidada del altiplano donde un carpintero solitario fabricaba crucifijos para santos en los que ya no creía, el periodismo de esta tierra debe preguntarse para qué trabaja. Si para contar la verdad o para disfrazarla. Si para incomodar al poder o para servirle el café. La etapa de la pauta fácil terminó. Ahora toca hablar con voz propia, o aceptar el silencio como castigo.

La mujer sin voz de Han Kang encuentra, en el griego muerto, una forma de sanar. Tal vez el periodismo del sur deba hacer lo mismo: buscar en las palabras olvidadas —rigor, independencia, valentía— una manera de volver a decir. Y Javier Milei, por más que grite, también tendrá que escuchar. Porque gobernar no es monologar. Y porque el país no es un auditorio, sino un espejo lleno de grietas.

Si la Tierra de las Voces Compradas quiere una nueva historia, no bastará con cambiar los nombres. Habrá que recuperar el sentido. Y recordar que decir la verdad, en tierra de gritos y pactos rotos, es el acto más revolucionario de todos.

 

(*) Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias. Columnista de opinión

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