
En un rincón polvoriento del archivo eterno, donde las causas duermen con un ojo abierto y los expedientes se apilan como escombros de una república en ruinas, la Corte Suprema hojea un nombre: Cristina. No hace falta apellido; en la Argentina del eterno retorno, el nombre propio se convierte en mito, tótem o cicatriz.
La escena parece sacada de una novela, pero no de las que terminan con justicia, ni con redención. Es más bien de esas donde todo huele a laberinto, como El proceso, ese libro inacabado que escribió Franz Kafka con las manos sucias de siglo XX y desesperanza.
Allí, un hombre cualquiera —Josef K.— es arrestado sin motivo. No sabe por qué, ni quién lo acusa, ni qué ley ha violado. El juicio es invisible, los jueces están detrás de puertas cerradas, y cada paso que da lo hunde más en la telaraña. Nadie lo absuelve, pero tampoco lo condena. La justicia no es ciega, es muda. Y sorda. Y perversa.
Pero esta vez, el espejo devuelve una imagen invertida: acá no es el ciudadano el que es arrastrado sin explicación, sino el Estado el que intenta, una vez más, aplicar la ley. Y tropieza. Y duda. Y pierde fuerza. Porque en la Argentina kafkiana de estos días, la víctima es el sistema, y la acusada —que camina libre, que se postula, que desafía— es una vieja protagonista de la historia nacional: la expresidenta, la líder, la amada y la odiada. Kristina.
Dicen que la Corte está por fallar. Que se viene la sentencia definitiva. Que tal vez no haya vuelta atrás. El expediente huele a tinta seca y a traición. Ya pasó por el tribunal oral, por la Casación, y ahora reposa en las manos más frías del país. No es que estén apurados: los fallos supremos bajan como nieve sobre la cabeza del condenado, tarde o temprano, pero sin ruido.
Mientras tanto, en la otra orilla del poder, Kristina hace campaña. Se postula. No por la cima, sino por el costado, por la legislatura, por ese rincón de la política donde aún puede habitar mientras la inhabilitación no se haga carne. Se sabe juzgada, pero no vencida. Ha vivido en medio del fuego tantas veces que ya camina sin quemarse.
Pero el fuego sigue. En 2022 la condenaron por administración fraudulenta. En 2024 la Casación confirmó. Y ahora, si la Corte dice sí, la inhabilitación será firme. Una cadena invisible le ataría las manos a la urna. El golpe no sería solo personal, sería histórico. Un terremoto en el PJ. Una grieta en la grieta.
En Kafka, Josef K es un símbolo: el individuo perdido frente al aparato, la soledad ante lo absurdo. En la Argentina de hoy, ese símbolo se disuelve en el aire: no hay soledad, hay multitudes; no hay absurdo, hay estrategia. No hay poder oculto, hay poder visible, que resiste. Que sabe cuándo callar, cuándo hablar y cuándo mostrarse víctima de una persecución.
En el cuento kafkiano, el proceso no tiene fin, porque nunca empezó del todo. Acá, en cambio, comenzó hace años, con papeles, fiscales, audiencias y apelaciones. Y ahora, cuando parece llegar al borde del desenlace, la historia se traba otra vez, como si la maquinaria judicial no supiera cómo detener a alguien que aprendió a vivir bajo sospecha.
La defensa de Kristina presentó recusaciones, denunció parcialidades, habló de lawfare. Nada nuevo bajo este sol marchito. Pero la Corte no se dejó distraer. Rechazó el intento de apartar a Lorenzetti, limpió el camino, y se dispone a escribir la última línea de un cuento que no es de hadas, sino de tribunales.
La política mira de reojo. Milei gobierna desde la cima de una montaña de escombros. El peronismo pelea por su alma. Y el país, como siempre, late al ritmo de sus heridas. Si Kristina cae, no caerá sola. Caerá con ella una época, una forma corrupta del ejercicio del poder, un relato.
Pero si no cae, si logra escapar una vez más del cerco legal, si se sienta en una banca mientras la sentencia duerme en un cajón, entonces el espejo se romperá del todo. Y ya no sabremos quién es Josef K, quién es el juez, quién la víctima y quién el verdugo.
Porque en este teatro que llamamos democracia, las máscaras se cambian rápido. Hoy es Kristina la acusada. Mañana puede ser cualquiera. El proceso no termina nunca. Solo cambia de protagonista.
Y mientras tanto, el pueblo asiste en silencio. Algunos aplauden. Otros insultan. La mayoría, como siempre, espera. Que la justicia llegue. O que al menos no se vaya. Porque en Argentina, a veces, la justicia también milita.
(*) Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias. Columnista de opinión