Columnistas

La batalla necrofílica

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Poco después de la muerte de Perón, se desató una disputa que incluyó robo de cadáveres y una profunda pelea política. Los cuerpos de Perón, su mujer Eva y del General Pedro Eugenio Aramburu fueron el botín de guerra de esa macabra disputa.

Pasado el mediodía del 1 de julio de 1974, un lunes exageradamente otoñal, la muerte del presidente Juan Domingo Perón se desplomó sobre buena parte de los argentinos con el mismo peso que una gigantesca roca en el océano.

En medio de aquella circunstancia, la plana mayor de Noticias –el diario de la Tendencia Revolucionaria del peronismo– discutió la tapa de su próxima edición sin, al principio, encontrarle la vuelta al título. Hasta que de los labios de su director, Miguel Bonasso, salió una palabra: “Dolor”.

Su segundo, Francisco “Paco” Urondo, levantó entonces una mano en señal de aprobación, y el resto de los presentes lo imitó.

Pues bien, aquellas cinco letras, con una tipografía enorme, ocuparían tres cuartas partes de la tapa en cuestión, seguida por la siguiente bajada: “El general Perón, figura central de la política argentina en los últimos 30 años, murió ayer a las 13.15. En la conciencia de millones de hombres y mujeres la noticia tardará en volverse tolerable. Más allá del fragor de la lucha política que lo envolvió, la Argentina llora a un líder excepcional”.

Tal frase había sido escrita en una Olivetti Lettera por Rodolfo Walsh.

Pasión de ultratumba 

Tres meses y medio después, exactamente durante la tarde del 15 de octubre, Walsh estaba en un balcón del último piso de un edificio situado enfrente del cementerio de la Recoleta, escrutando con binoculares unas siluetas que allí, desde diferentes direcciones, convergían lentamente, pero no sin una estudiada sincronía, hacia la bóveda que atesoraba el féretro del teniente general Pedro Eugenio Aramburu.

Mientras tanto, los restos de Perón estaban en la Quinta de Olivos.

¿Acaso su alma se habría reencontrado con la de Evita, así como, quizás a modo de consuelo, conjeturaban sus partidarios más creyentes?

Lo cierto es que, en el aspecto terrenal, ambos yacían en dos continentes distintos puesto que el cuerpo embalsamado de ella reposaba en la residencia madrileña de Perón, luego de un macabro derrotero.

Ya se sabe que, durante la autopercibida “Revolución Libertadora”, su ataúd fue secuestrado del edificio de la CGT por orden de Aramburu, con la idea de borrar todo vestigio simbólico del gobierno depuesto. Eso ocurrió el 23 de noviembre de 1955, en un operativo encabezado por el jefe del Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), teniente coronel Carlos Moori Koening.

Bien vale reparar en este personaje de estampa intimidante, cuyo rostro ancho y tostado, al sonreír, se contraía en una mueca atroz.

Impulsivo y algo demente, había planificado tal apropiación con lógica castrense, pero sin considerar dónde ocultar el cuerpo. De modo que, primero, quiso dejarlo en una unidad de la Marina, pero sin lograrlo. Entonces, lo llevó a su propio hogar, pero su esposa, doña María, casi lo echa a él.

“Mamá se puso muy celosa”, reconocería años después su hija, Susana, en un documental de la RAI. Y la mamá agregó: “Cuando lo trajo, yo dije que no. En casa el cadáver no. ¡Todo tiene un límite!”.

¿Acaso fue ella la primera en detectar la pulsión necrofílica del militar?

Ello, dicho sea de paso, sería luego un secreto a voces en los pasillos del Ejército. Pero vayamos por partes.

Tras deambular sin rumbo con el ataúd en una furgoneta de florería, al final lo dejó en la casa de su lugarteniente, el mayor Eduardo Arandía.

Este sujeto –que lo secundó en el secuestro del cadáver– también poseía una psicología complicada; específicamente, lo suyo era la paranoia. Tanto es así que dormía abrazado a su pistola Ballester Molina.

Una noche creyó oír ruidos provenientes del altillo y, convencido de que se trataba de un comando peronista que venía en recate de Evita, subió hasta allí con sigilo, y le vació el cargador a una sombra que se desplazaba entre la oscuridad. Era su esposa, quien murió antes de caer al piso.

A raíz de esta tragedia, Moori Koening trasladó el cuerpo de la otrora primera dama a su despacho en la sede del SIE, sobre la esquina de Viamonte y Callao, y lo puso en posición vertical. Cabe destacar que su cercanía con ella intensificó sus bajos instintos. Eso no tardó en llegar a los oídos de Aramburu, quien lo reemplazó por el coronel Héctor Cabanillas.

Este militar organizó el envío del ataúd a Italia. Allí fue enterrado bajo el nombre de María Maggi Magistris en un cementerio de Milán.

En septiembre de 1971, ya bajo la dictadura de Alejandro Lanusse, los restos de Evita fueron devueltos al General, quien los inhumó en su residencia del barrio Puerta de Hierro. Y quedaron en Madrid cuando él retornó al país.

Walsh conocía al dedillo esta historia, al punto de escribir, en 1966, el relato “Esa mujer”, donde se refiere, sin nombrarlos, a Evita y a Moori Koening.

Con la misma moneda 

Regresemos al 15 de octubre de 1974, cuando Walsh monitoreaba desde un balcón el avance de unas siluetas hacia el sepulcro de Aramburu.

Se trataba de un comando montonero dividido en tres grupos y lo dirigía “Paco” Urondo. El secuestro de los restos del fusilador tuvo el propósito de presionar al gobierno de María Estela Martínez de Perón, ya controlado por José López Rega, para que cumpliera con su promesa de repatriar los de Evita.

Ya al filo de la medianoche, luego de varios imprevistos, lograron sacar el féretro en una carretilla cargada de coronas florales, a través de un hueco que daba a la calle Vicente López, donde los esperaba un camión.

La noticia sorprendió a “Isabel” a la mañana siguiente, al regresar de su primera gira por el interior del país. López Rega trinaba de furia.

Los restos de Evita fueron repatriados el 17 de noviembre. Tras el paso del cortejo desde el Aeroparque, las calles quedaron tapizadas de flores.

Ella fue llevada a la Quinta de Olivos, para reposar allí junto al General.

El cadáver de Aramburu fue devuelto al día siguiente.

Al año y medio, después del golpe de 1976, los restos de Evita fueron trasladados a la bóveda de la familia Duarte en la Recoleta, y los de Perón al cementerio de la Chacarita.

El 29 de junio de 1987, su cuerpo embalsamado sufrió la mutilación de sus manos. Ese hecho quedó
sin esclarecer.

Pero aquella ya es otra historia.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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