
El 16 de febrero de 1835 Facundo Quiroga y su comitiva fueron asesinados. A pesar del intento de ocultar el crimen, la responsabilidad recayó sobre el gobernador cordobés José Reinafé.
Esa noticia no corrió como por un reguero de pólvora. De hecho, había tardado cinco días de galope tendido en llegar, desde Córdoba, a la estancia bonaerense Los Cerillos. Allí, sin pronunciar palabra alguna, un chasqui aindiado le entregó a Juan Manuel de Rosas la misiva que informaba tal cuestión. Su remitente era el gobernador de aquella provincia, don José Vicente Reinafé.
Solo una mirada le bastó al destinatario para quedar estupefacto; así supo que, al clarear el 16 de febrero de 1835, el caudillo riojano Facundo Quiroga había sido asesinado por una soldadesca aún no identificada. Pero en el último párrafo, se deslizaba una conjetura sobre su posible mandante: el gobernador de Santiago del Estero, Juan Felipe Ibarra.
Rosas, con un dejo de escepticismo, frunció el ceño, puesto que el finado no tenía con este ninguna cuenta que saldar. Y desechó esa hipótesis.
Durante los días siguientes, obtuvo más detalles de lo ocurrido. El “Tigre de Los Llanos” regresaba ese día del norte, donde –con instrucciones de Rosas– había mediado en la guerra civil entre Tucumán y Salta, enemistadas a raíz de la autonomía jujeña. Lo acompañaba su secretario, José Santos Ortiz. Ellos iban a bordo de una galera tirada por seis caballos, sin más escolta que cuatro peones, un par de correos y un postillón de apenas 12 años.
Ya en territorio cordobés, tras dejar la posta de Ojo del Agua, ocurrió la emboscada a la altura del paraje de Barranca Yaco. Fue cuando una treintena de jinetes emergió de los breñales a los tiros.
Quien parecía ser el jefe había logrado trepar, pistolón en mano, al techo del carruaje, y al advertir que Quiroga se asomaba por una ventanilla, gatilló. La bala le dio de lleno en el ojo derecho.
Y murió en el acto.
Luego despenó con su facón a Ortiz, mientras la tropa malograba a tiros y cuchilladas al resto de la comitiva. Ya sin vida, aquellos nueve cuerpos fueron lanceados con inexplicable saña.
Por el momento, tales eran todas las precisiones al respecto, cuya fuente seguía siendo la Gobernación cordobesa a través de algunos emisarios.
Pero, dado que supuestamente no hubo testigos del ataque, ¿cómo se supo el número aproximado de atacantes, y que el matador de Quiroga y Ortiz había sido quien comandaba la partida, y que este le disparó al primero desde el techo de la galera antes de liquidar al segundo ya dentro de la cabina?
Tales preguntas latían en la cabeza de Rosas.
Aunque también pensaba que no le faltaría la ocasión de encontrar las respuestas.
¿Acaso el magnicidio de Quiroga había sido un tiro por elevación hacia su propia figura? De ser así, ese tiro salió por la culata. Porque lejos de socavar su influencia política, hizo que el gobernador de Buenos Aires, Manuel Vicente Maza –un aliado suyo– renunciara, siendo reemplazado justamente por él, y con la suma del poder, así como lo dispuso la Legislatura. Eso sucedió el 7 de marzo.
Voces unitarias, entonces, comenzaron a señalar a Rosas como instigador de la matanza. Por lo que, para él, dar con los culpables se había convertido en un imperativo moral.
El azar, por cierto, le daría una mano.
El brindis inconcluso
Reinafé gobernaba Córdoba junto con sus hermanos Guillermo, José Antonio y Francisco. Ese clan era allí dueño absoluto de vidas y haciendas.
El mandatario, un hombre entrado en carnes, de carácter áspero y ladino, no era apreciado ni por sus aliados. Pero había sido una pieza clave para vencer al general unitario José María Paz en su ofensiva contra las provincias federales.
Horas después del asesinato de Quiroga, tras enviar aquella carta a Rosas, recibió en su residencia una visita que aguardaba con una pizca de nerviosismo.
El recién llegado, un sujeto de mala traza, respondía al nombre de Santos Pérez. Era el capitanejo de la milicia gaucha que solía secundar a su ejército. Y por todo saludo, le entregó dos pistolones y un poncho de vicuña; tales objetos habían pertenecido nada menos que a Quiroga. Entonces, dijo:
–He cumplido mi parte.
Reinafé soltó una risita algo tensa.
Santos Pérez había realizado su misión con eficacia.
Ahora asimilaba los elogios del gobernador con humildad, aceptando de buen grado la ginebra que este le iba volcando al vaso.
Pero, de pronto, una mueca le transfiguró el rostro al sentir un retorcijón en las tripas, seguido por un mareo y arcadas. El sudor empezó a correrle por la frente en medio de espasmos y temblores.
Aun así, a duras penas, logró ganar la calle. El arsénico no pudo con él.
Al sicario no le quedó otra que poner los pies en polvorosa. Y pudo huir a los pagos de su mocedad, en Los Timones, un caserío insignificante, al norte de la capital cordobesa. No obstante, se sabía condenado por partida doble.
La situación de los hermanos Reinafé no fue más tranquilizadora, ya que el prófugo era para ellos una bomba de tiempo.
Lo cierto es que todos los intentos de dar con él fueron vanos, incluso a pesar de que su existencia clandestina no era muy esmerada.
Tanto es así que solía mitigarla en los pueblos aledaños, donde, con suma discreción, se mezclaba con otros paisanos en diversiones etílicas, además de ser visto al oficiar como juez de raya en alguna cuadrera.
Con el paso de los meses, el ánimo de los Reinafé se fue normalizando. Pero en agosto les explotó una circunstancia no prevista: la súbita entrada en escena de José Santos Funes y Agustín Marín.
En este punto es necesario retroceder al alba del 16 de febrero, cuando Santos Pérez y los suyos consumaban su fatídica faena en Barranca Yaco sin advertir que, desde el monte, esos dos hombres los estaban observando.
Eran correos de Quiroga que cabalgaban retrasados.
Sus testimonios, aunque tardíos, propiciarían un giro en esta historia.
La caída de los dioses
El gobernador cordobés maldijo por lo bajo, mientras le prodigaba un puñetazo al escritorio.
Sus hermanos lo observaban en silencio.
El rol de los Reinafé en el complot contra Quiroga ya estaba en boca de todos. Entonces, casi por reflejo, el pobre José Vicente incurrió en un manotón de ahogado: renunciar al cargo, poniendo en su lugar al abogado Pedro Nolasco Rodríguez, un amigote suyo.
Aquello sucedió el 7 de agosto. Y su gestión duró siete semanas.
Durante ese lapso, el efímero mandatario hizo todo lo posible por desviar la pesquisa con el propósito de que los Reinafé no fueran acusados.
Pero sin evitar que Rosas, invocando un inciso del Pacto Federal, enviara un escuadrón de Caballería a Córdoba para llevarlos bajo arresto hacia Buenos Aires (salvo a Francisco, quien pudo huir a tiempo, exiliándose en Montevideo).
A su vez, la captura de Santos Pérez tuvo visos –diríase– románticos, ya que sucedió cuando era visitado en su escondrijo por la hija de un chacarero con la que mantenía un amorío. Y delatado por un paisano, esa mañana despertó a su lado, apuntado por un semicírculo de fusiles y trabucos.
También terminaron tras las rejas algunos integrantes de la partida que él había encabezado.
El proceso judicial duró casi veinte meses. El 27 de mayo de 1837 fueron condenados a muerte, con la excepción de José Antonio, quien, semanas antes, había exhalado en cautiverio su último suspiro.
Todos fueron fusilados durante el alba del último día de ese mes.
Ese domingo, hasta el anochecer, los cuerpos de los dos Reinafé y el de Santos Pérez fueron expuestos a los vecinos de Buenos Aires, colgados en una horca especialmente construida para aquella oportunidad. Y que, por cierto, no embellecía a la Plaza de la Victoria.
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales