Columnistas
La noche en que Mick Jagger pudo ser víctima de motoqueros asesinos
Por Ricardo Ragendorfer (*)
El asunto arrancó en Montauk, una aldea del extremo oriental de Long Island, en el estado de Nueva York, mientras sus dos mil habitantes dormían. El cielo estaba encapotado y corría una brisa helada. En consecuencia, no se trataba de una madrugada propicia para la náutica. Pero esos tipos no lo pensaban así.
Eran ocho y habían llegado en dos camionetas. Seguidamente, sobre el pedregal costero, a la altura del faro, cargaron armas largas –ametralladoras y fusiles de asalto– en un gomón militar con motor fuera de borda. Sin embargo, no tenían aspecto castrense. En realidad, parecían vikingos extraviados en un viaje a través del tiempo. Concluía enero de 1970. Minutos después zarparon con sigilo.
La pequeña embarcación se abría paso a los tumbos entre las aguas muy encrespadas del Atlántico. Su destino era East Hampton, a casi 19 millas. Una zona de mansiones. Y aquella patota se dirigía hacia una en particular. Lo que se dice, una visita sorpresa.
El lugar había sido estudiado con esmero. Era una propiedad distante a 200 metros de la playa donde desembarcarían.
El plan era ingresar por un jardín ubicado sobre el lado posterior de la residencia –una antigua construcción de dos plantas con techo a cuatro aguas–, para así eludir la custodia apostada en el sector delantero. El propietario de ese paraíso terrenal era un millonario neoyorkino. Pero quien debía ser ejecutado era su huésped de honor. Y a esa hora –según el cálculo de los sicarios– aquel sujeto descansaba en una suite del primer piso. No era otro que de Mick Jagger.
La inseguridad en la era de acuario
Aún hoy es posible conseguir en alguna subasta –y por un precio no inferior a los tres mil dólares– un afiche del concierto ofrecido por los Rolling Stones en el viejo autódromo californiano de Altamont el 6 de diciembre de 1969. Una reliquia de papel en la cual, debajo de una foto de Jagger, se lee: “Security by Hell’s Angels” (“Seguridad a cargo de los Ángeles del Infierno”). En esa frase palpitaba el presagio de un crimen.
Pero en su momento ello resultaba inimaginable. De hecho, el propio Mick supo anunciar ese recital gratuito –una iniciativa suya– con la siguiente frase: “Crearemos una sociedad microcósmica que le demuestre al resto de América que es posible comportarse bien en los grandes eventos”.
Lo cierto es que los Rolling Stones acariciaban el firme propósito de pasar a la historia. Y lo de Altamont –concebido como la réplica del festival de Woodstock, efectuado aquel mismo año– era un peldaño para esa finalidad. Y no se dejó detalle librado al azar.
Pues bien, ya se sabe que los Hell’s Angels fueron una pieza clave de su planificación. Era la cofradía motoquera más reputada de los Estados Unidos, y su signo distintivo eran las Harley Davidson.
Ellos solían definirse como muchachos “libres de espíritu, ligados por la lealtad y la fraternidad”. Para el FBI era una “pandilla de facinerosos”. Y para hippies y rockeros, unos “salvajes con buena onda”. Desde aquella pintoresca condición se perfilaban –en algunas circunstancias masivas– como una suerte del cuerpo policial de la “new age”.
Fue la banda californiana Greteful Dead, nada menos que pionera de la psicodelia musical, la que vislumbró semejante veta en los Hell’s Angels, sin dudar en contratarlos para la seguridad de sus recitales. Y los Rolling Stones también lo hicieron esa vez. La paga: 500 dólares por cabeza y toda la cerveza que quisieran tomar.
Alan David Passaro, de 21 años y oriundo de Pennsylvania, fue uno de los contratados. Y eso le hizo sentir que tocaba el cielo con las manos. Ya con sus cinco billetes verdes en un bolsillo de su campera de cuero, pensaba que aquella sería para él una jornada memorable. No se equivocó.
El día del recital hubo un centenar de Hell’s Angels para resguardar el orden de medio millón de espectadores con múltiples ánimos y ensoñaciones por la ingesta de diversas pócimas espirituosas.
El programa también incluía las siguientes atracciones: Santana, The Flying Burrito Brothers, Jefferson Airplane, Crosby, Stills, Nash & Young y Greteful Dead. Pero esta banda –como ya se dijo, la empleadora habitual de los Hell’s Angels– se fue de allí sin tocar al enrarecerse el ambiente. Una paradoja.
Ocurre que los organizadores habían incurrido en varias desprolijidades: no había instalaciones sanitarias, la potencia del sonido no estaba a la altura de las circunstancias y el escenario era muy chico. Cientos de personas rebasaban la valla perimetral trazada con las choperas de los Hell’s Angels.
Para colmo, muchos circulaban sin control por los camarines de los músicos, mientras las trifulcas se multiplicaban al igual que los heridos. Uno de ellos fue el cantante de Jefferson Airplane, Marty Balin, quien quedó inconsciente por un puñatazo en la cara propinado por un Hell’s Angel. Y el propio Jagger fue agredido por un espectador tras arribar en helicóptero al predio. Ya entonces había batallas campales entre la gente y los motoqueros, quienes blandían tacos de billar con la punta afilada. Entre los más aguerridos resaltaba el joven Passaro.
Al caer la noche comenzó el show de los Rolling Stones. En aquel momento, los Hell’s Angels acordonaron otra vez el escenario con sus cuerpos y motocicletas.
Passaro estaba en esa hilera. Y tal vez no haya visto la súbita irrupción de un muchacho afroamericano vestido de verde. Fuera de sí, intentaba subir al escenario para llegar hasta Jagger. Un palazo en la cabeza lo frenó. El tipo fue retirado entre varios motoqueros.
Su nombre: Meredith Hunter; tenía 18 años y estudiaba en la Escuela de Artes, en Berkeley. Su novia, Patty Bredehoff, intentaba calmarlo. Pero no le resultó fácil, ya que el pibe estaba atiborrado de anfetaminas.
El concierto de Altamont y la muerte de Meredith Hunter
En ese instante, la banda interpretaba “Simpathy for The Devil” en un escenario ya invadido por el público. La gente apretujaba a Jagger. Era como si cantara en un vagón de subterráneo colmado de pasajeros.
En medio de ese clima, empezaron a sonar los acordes de “Under my Thumb”. Pero, de pronto, todas las miradas se desviaron hacia la izquierda.
Entonces se vio otra arremetida de Hunter, esta vez empuñando un revolver. También se vio una sombra saltándole encima, antes de apuñalarlo dos veces en la espalda. Dicen que Hunter murió en el acto. Passaro fue su matador. Y ese día terminó en la cárcel.
Esa escena breve y relampagueante quedo registrada en el documental del concierto, “Gimme Shelter”. Pocos en ese momento se dieron cuenta de lo sucedido. Y la banda no estaba entre ellos. Jagger seguía cantando.
El cadáver exquisito
Un mes más tarde, el gomón seguía avanzando entre la oscuridad y el frío. Los vikingos no eran sino Hell’s Angels ofuscados con Jagger por haberles soltado la mano tras el luctuoso episodio.
Ellos ya estaban a dos millas del objetivo y ponían a punto sus armas. A tal efecto, redujeron la velocidad mientras se aproximaban a la costa. Entonces, se les vino encima una enorme ola y la embarcación inflable dio una vuelta de campana.
Sus ocho tripulantes alcanzaron a nado la playa. Y esa venganza quedó definitivamente cancelada. Alan Passaro, tras dos años de cárcel, fue absuelto por “defensa propia”. En 1985, su cadáver fue hallado en una laguna de Pennsylvania. Vestía un traje muy elegante. Y en un bolsillo llevaba un fajo de 10 mil dólares.
La historia de ese frustrado atentado salió a la luz en mayo de 2008 por boca de un ex agente del FBI llamado Mark Young.
Recién entonces, Mick Jagger supo que en, aquella remota madrugada de 1970, la providencia le había salvado el pellejo.
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales