
Durante años, el populismo dominó la política latinoamericana. Líderes carismáticos, relatos binarios, concentración del poder, apelación emocional al pueblo y promesas de redención.
Frente a eso, creció un fenómeno que se presentó como su opuesto: el anti-populismo. Más racional, más institucional, más austero.
Pero en su versión actual, el anti-populismo no se limita a combatir al populismo. Lo imita. Y ahí nace la paradoja: el nuevo anti-populismo es populista. El enemigo sigue siendo central
Todo populismo necesita un “otro” malvado. En el relato clásico era “la oligarquía”, “el imperio”, “los medios hegemónicos”.
En el anti-populismo actual, el enemigo es el “Estado parasitario”, “la casta”, “los planeros”, “la corrección política”.
La lógica no cambió: la política se plantea como una cruzada moral, no como una negociación democrática.
No se trata de resolver conflictos. Se trata de eliminarlos. No hay adversarios. Hay enemigos.
El líder salvador
Otro rasgo compartido: la figura mesiánica. El anti-populismo también necesita un “supremo” que diga lo que nadie se anima, que rompa todo, que encarne el sentido común contra el sistema.
No importa si se presenta como libertario, conservador o republicano: el formato es el mismo. Un líder central, carismático, disruptivo, que no rinde cuentas ni delega poder.
Bukele y Milei son ejemplos extremos, pero no únicos. La necesidad de orden se canaliza en figuras fuertes. El cansancio con el sistema termina reforzando liderazgos unipersonales.
Las instituciones como obstáculo
El populismo clásico solía chocar con la Corte, el Congreso, los medios, los organismos de control. El anti-populismo también.
Los tilda de “corporaciones”, “privilegios”, “residuos del régimen anterior”. La diferencia está en el discurso, no en la actitud: la impaciencia con las reglas es la misma.
Ambos creen tener razón absoluta. Y si las instituciones molestan, hay que pasarles por encima.
Emoción, no programa
La base del populismo no es una ideología: es una emoción. Bronca, esperanza, miedo, fe. El anti-populismo contemporáneo también moviliza desde la emoción: indignación contra la corrupción, desprecio por la casta, furia contra los impuestos, ansiedad por el desorden.
No hay proyecto de largo plazo. Hay catarsis colectiva. Se denuncia el relato… con otro relato. Se combate la demagogia… con otro tipo de demagogia. Se critica el exceso del Estado… con exceso de personalismo.
¿Un nuevo ciclo?
Tal vez no estamos frente al fin del populismo, sino frente a su mutación. El populismo de izquierda ya no enamora. El de derecha avanza.
Pero el patrón se repite: sociedades heridas, liderazgos fuertes, polarización extrema, promesas grandilocuentes, desprecio por el sistema.
Lo que falta, todavía, es otra cosa: una cultura política menos emocional y más democrática. Menos centrada en héroes, más en instituciones. Menos obsesionada con destruir al otro, más dispuesta a convivir con él.
Hasta que eso no ocurra, el populismo, de izquierda o de derecha, va a seguir siendo la forma dominante de la política latinoamericana. Incluso cuando diga que lo viene a destruir.
(*) Licenciado en Ciencias Políticas. Consultor Político. Experto en Terrorismo y Crimen Organizado. Periodista. Analista Internacional.