Cuando Claudio Ponce de León me ofreció generosamente la posibilidad de escribir una columna dominical en Infopilar, me propuso que lo haga sobre temas vinculados a mi profesión y a mi formación: educación, historia, política. Sin embargo, hacia el final de esa conversación telefónica que mantuvimos, Claudio me dio otro gran voto de confianza al indicarme que podía escribir con total libertad sobre lo que quisiera. Hasta aquí, todas las columnas dominicales versaron sobre los temas previstos originalmente, pero hoy voy a hacer una digresión, haciendo uso y abuso de esa libertad para escribir que me fuera concedida.
Lo que hoy voy a compartir con mis lectores es también historia, es en realidad una microhistoria que tiene que ver conmigo y con tres personas entrañables que vivían detrás de la puerta verde. La última de ellas, Luisa “la Negra” Domenech partió hace pocos días.
Esa puerta, conocida por una infinidad de vecinos de Pilar, está ubicada frente a la plaza 12 de octubre, en Hipólito Yrigoyen 681 para ser más preciso, al lado de la ex Farmacia “Domenech”, la farmacia de la emblemática puerta giratoria. La puerta verde y la puerta giratoria de la farmacia eran parte de la misma geografía.
Desde que tuve uso de razón conté con la certeza que, al atravesar esa puerta verde luego de recorrer un extenso zaguán, o al ingresar por la puerta giratoria de la farmacia, me iba a encontrar con las tres personas más generosas que conocí en mi vida: mis abuelos Lala y Tata y mi tía Ñaña, todos sobrenombres o apodos de mi creación, según me han confiado los testigos de mi niñez.
Lala siempre estaba dispuesta a conversar, a comprender, a aconsejar y a ayudar a resolver cualquier problema, desde el más insignificante al más grande que se pudiera presentar. Salía poco de la casa; todo lo podía resolver con el teléfono, su aliado indispensable. Eso sí, su ventana al mundo era la caja de la farmacia, que atendía con el mayor celo. Cuando yo era niño y hasta no tan niño, sabía que detrás de la puerta verde me esperaba un ángel.
Antes de empezar a charlar o de ponerme a leer el diario (allí se compraba el Clarín a la mañana y La Razón a la tarde), Lala me preguntaba si prefería ir a comprar las famosas tortitas negras de la Panadería de Marconcini que estaba en la esquina, o entrarle directamente a los sandwiches de pan lactal. Generalmente eran las dos cosas, en ese orden. Eso sí, la Coca Cola, un elixir que en la mayoría de las casas solo se tomaba los fines de semana, era abundante y diaria en la casa de la puerta verde.
Me gustaba quedarme los viernes a dormir en esa casa. Si ese día televisaban a San Lorenzo y había arroz con leche (nunca volví a probar otro igual), la fiesta era completa. En el final de mi adolescencia se convirtió en la “Celestina” que propiciaba en su casa mis encuentros con quién terminaría siendo mi esposa, teníamos apenas 18 años. La casa de la puerta verde era el lugar exacto donde sincronizábamos las escapadas furtivas de nuestros trabajos. Durante mis años de empleado bancario iba religiosamente todos los días a almorzar allí, eran 45 minutos de disfrute y por supuesto, de exquisita comida que me hizo engordar varios kilos. La generosidad de Lala para conmigo, se replicó con todas aquellas personas y familiares que la conocieron y trataron. Y por supuesto también con mis hijos, fruto de esa relación cobijada dentro la casa de la puerta verde.
Tata era un hombre muy especial, con carácter fuerte sí, pero con una capacidad de dar que doblaba largamente ese mal carácter que a veces afloraba. El “Negro” Domenech, así lo llamaba todo Pilar, fue un gran referente para toda la comunidad. Infinidad de anécdotas lo muestran como un hombre con una generosidad sin par: era el hombre de la gauchada permanente. Siempre daba una mano a sus amigos y conocidos y más de un cliente de su querida farmacia se llevó el medicamento que necesitaba para apaciguar su dolencia, aunque no contaba con el dinero para hacerlo. Su obra cumbre fue la fundación del Hogar de ancianos Silvio Braschi, en la intersección de las calles San Martín y Tucumán.
Con la ayuda de otros vecinos de bien impulsó la construcción de un hogar pensado para los ancianos de la comunidad, sobre todo para aquellos sin recursos o que habían sido abandonados por su familia. Todo fue hecho a pulmón y con el mayor desinterés; mucho dinero salió de su generoso bolsillo para terminar y poner en funcionamiento su “cuarto” hijo. Hoy el Hogar, conducido por una congregación de religiosas, sigue adelante con el propósito de vida de don José.
Contó entre sus amigos a Raúl Alfonsín, amistad que cultivó por su pasado en Chascomús. Cuando Alfonsín fue presidente tuvo también el “honor” de traspasar la puerta verde. Fue una amistad sincera y entrañable, nunca utilizada para la jactancia y mucho menos, para sacar un rédito personal. Pocas personas conocí tan derechas e íntegras como el Tata.
Sus viajes interminables por tierra que lo llevaron a los lugares más recónditos son también uno de sus sellos distintivos. Era un viajero incansable; creo que de haber nacido en el siglo XVI hubiera sido alguno de esos marinos aventureros de los que nos hablan los libros de historia. He compartido algunos de esos viajes con él, mi hermano, mi tío Mimo y varios de sus amigos leales, incondicionales, de “fierro”, que supo tener. Su generosidad lo llevó a permitirme trabajar por un tiempo en su farmacia, presentándome con orgullo ante sus clientes. Fue la misma generosidad que derramó también sobre sus hijos y el resto de sus nietos. Junto con Lala supieron saborear el privilegio de ser bisabuelos; mi hijo mayor, por razones de edad, es quién más pudo disfrutarlos.
Finalmente, quería detenerme en la última de las protagonistas entrañables de esta microhistoria que transcurrió detrás de la puerta verde: mi tía Luisa, la “Negra”, la “Ñaña”. Mi tía Negra nos sorprendía todo el tiempo con sus ideas alocadas y su alegría a flor de piel, más allá de sus “domenechadas” marca registrada.
No se casó ni tuvo hijos, pero nos trató a los sobrinos como si lo fuéramos. Por mandato familiar se recibió de farmacéutica, pero trabajó a cuentagotas en la farmacia: su verdadera vocación era ayudar a los demás. No le importaba el dinero si este no servía para hacer alguna obra que la trascienda, vestía con sencillez y no dudaba en estar rodeada de quienes ella llamaba “mi gente”: los humildes, los chicos más necesitados, las madres solteras, los adictos a la droga, la gente indigente sin hogar.
Fundó, junto a personas valiosísimas que la acompañaron, una guardería-comedor para que las mamás más necesitadas pudieran dejar sus hijos para ir a trabajar, un jardín de infantes que fue la continuación de esa guardería, un lugar para madres solteras y un centro de rehabilitación para adictos. Realizó una notable tarea acompañando a las mamás que querían abortar alentándolas a tener su bebé. No dudaba en dar algo propio si otro lo necesitaba más que ella.
Fue mi madrina, fue quién me prestó por primera vez un auto, fue quién nos consiguió el cura para casarnos cuando a último momento se cayó el que lo iba a hacer. Fue también quién me recomendó, aprovechando la amistad con su amiga Isabel, para trabajar en el colegio que a esta altura de mi vida es mi segundo hogar. Cuando Luisa quedó a cargo de la farmacia, le dio trabajo a mis hijos para que tengan un ingreso mientras cursaban sus estudios; su alegría era enorme al tenerlos con ella. Con mi familia compartió un inolvidable viaje a Disney que recordó hasta el día que conservó su memoria.
La fe de Luisa era inquebrantable, con una devoción especial hacia la Virgen María que la llevó a fundar y difundir su querida “Legión de María”. Dos días antes de fallecer, cuando prácticamente ya no conocía, se hizo entender para que la llevaran a cruzar la plaza en silla de ruedas para despedirse de su Madre Iglesia.
Detrás de esa puerta verde vivían tres gigantes de la generosidad, la entrega y la solidaridad que dejaron una marca imborrable en muchos corazones y especialmente en el mío. El legado de su ejemplo nos ha dejado la vara muy alta a quienes los conocimos.
Estoy convencido que las puertas del cielo se abrieron rápidamente para ellos, pero el 4 de febrero pasado se fue la “Negra” y la puerta verde de la calle Yrigoyen 681 frente a la plaza de Pilar se cerró para siempre.
Se cerró también una parte inolvidable de mi historia y de la historia grande dela comunidad de Pilar.
(*) Profesor de Historia, Magister en dirección de instituciones educativas, Universidad Austral, vecino de Pilar