No compro la idea de que los periodistas son una especie de nouvelle noblesse. Esa fantasía, alimentada por la propia corporación de la prensa que se ve a sí misma como una avanzada en cuyo seno se halla la salvación de la democracia, es solo eso: una fantasía.
La prensa libre es, claro está, un bastión del mundo libre pero ella, como afirma Tocqueville, es más importante por los males que evita antes que por las certezas que entrega. Creer que detrás de cada periodista hay un emblema ideal que, arriesgando su propio pellejo, avanza en la defensa de la libertad, solo se corresponde con una idealización que no existe en la realidad.
Es más, muchas veces, los beneficios que surgen de su actividad se producen más como consecuencia de una sorda pelea de intereses que como resultado de prístinas investigaciones.
Los periodistas se mueven en un mundo muy parecido al de la rosca política. Tanto es así que la propia expresión “la rosca” es una de las favoritas de la jerga profesional. El verbo “rosquear” es muchas veces utilizado para describir las acciones que tienen que ver con la búsqueda de la información y, en esa tarea, hay tomas y dacas, lealtades y traiciones.
Las “fuentes” no son otra cosa que personajes ligados, muchas veces, a los sótanos de un sistema que, si por él fuera, terminaría como primera medida con la prensa libre. Y la búsqueda de la primicia, si bien puede tener alguna relación con lograr un destaque profesional, muchas veces está más emparentada con el impacto en las ventas que con la gloria romántica.
Dicho esto, no es concebible un país libre sin periodistas. La tarea de los gobiernos democráticos debería ser la de lograr una relación aséptica con los medios de prensa y con los periodistas y la de estos tratar de mantenerse al margen de la “rosca”. Pero ese es un ideal imposible: la información está en poder de quienes integran el gobierno y, desde antes de “Garganta Profunda”, se sabe que lo que sale a la luz sale porque alguien habla.
Entre los gobiernos y los periodistas hay una especie de pacto no escrito: unos tienen lo que el otro quiere. Los funcionarios saben que el canal para destruir un posible enemigo interior o alguien a quien no pueden ver o a otros respecto de los cuales, simplemente, están celosos, son los periodistas. Y los periodistas saben que los funcionarios son los que tienen acceso a la información reservada que ellos buscan, ya sea para pasar a figurar en el mundo de la prensa, para hacer buena letra en la redacción, para conseguir raiting o, incluso, para ser los románticos defensores de la verdad.
La historia demuestra que ningún gobierno -digamos- democrático ha “ganado” un enfrentamiento con la prensa. Los periodistas, guste o no, siguen contando a su favor con esa aura que proviene de la creencia de que efectivamente son una especie de protectores de la sociedad libre. Cuando un conflicto entre un gobierno, un presidente o una figura pública se prolonga en el tiempo, el gobierno, el presidente o la figura pública no tienen manera de ganar esa partida.
Ese resultado final no variará aun cuando secretamente se sepa que hay periodistas que son una especie de mercenarios disponibles para el mejor postor.
La Argentina es un mercado que no les permitiría a ciertos periodistas haber alcanzado el nivel de vida que alcanzaron si su ingreso hubiera estado integrado solo por las retribuciones de su trabajo. La “rosca” explica muchos de esos lujos que, en otros países, solo alcanzan quienes dedican su vida a la innovación tecnológica, a la ciencia o a alguna industria que multiplique el valor agregado del PIB.
Por eso ningún gobierno que levante la bandera de esa corrupción logrará la simpatía social. Sí puede abrir los ojos de muchos que solo tienen la versión romántica del periodismo, pero sus logros terminarán allí: cuando realmente se ponga a prueba el apoyo popular, el periodismo siempre ganará la pulseada.
En la Argentina, particularmente, la relación funcionarios-periodistas se ha visto profundamente distorsionada por un hecho fortuito. Desde hace más o menos unos cincuenta años, los medios gráficos comenzaron a pagar mal. En compensación liberaron a los periodistas de la relación de exclusividad y les permitieron encarar sus proyectos independientes en plataformas diferentes a las del diario.
El paralelo desarrollo de las tecnologías de la información (TV por cable, las frecuencias FM, Internet, Streaming, Podcasts, etcétera) hizo que muchos periodistas conformaran “productoras periodísticas” que alquilan o compran “aire” a esos “nuevos” medios para desarrollar sus propios programas. La idea es que el periodista gane “chapa” con su firma en los diarios y canalice el “valor monetario” de su nombre en el mercado publicitario.
Hasta ahí todo bien, máxime cuando, en la mayoría de los casos, no es el periodista el que sale a vender sus espacios al mercado anunciador sino que es un productor comercial.
Sinceramente no veo nada de malo en que un periodista de renombre pueda ser retribuido por el mercado, cuando el mercado comparte la línea editorial (por así decirlo) del periodista.
El problema surgió -cuándo no- cuando se metió el Estado (o los gobiernos). Al poner los gobiernos pauta pública en juego (es decir dinero de todos los argentinos que los gobiernos disponen como si fuera propio) no pasó mucho tiempo antes de que hubiera periodistas solo mantenidos por la pauta pública.
Esa dependencia generó una nueva entidad a la que no tardó en reconocerse como “periodistas militantes”, es decir pseudo-periodistas que solo vivían de recibir dinero público a cambio de repetir los mantras que el gobierno les indicaba. Esa promiscuidad fue muy notoria en las dos décadas dominadas políticamente por los Kirchner.
Pero esta degeneración de la profesión también afectó a periodistas verdaderos (por ponerle un nombre a esta categoría) que tuvieron innegables contactos con distintos gobiernos y que fueron “retribuidos” oportunamente bajo alguno de los formatos de disimulación publicitaria.
Ello no obstó a que muchos medios y periodistas cumplieran con su trabajo. De hecho, gran parte del descubrimiento de la corrupción K y del entramado de delitos cometidos por los Kirchner se debió a esa tarea periodística. Por otro lado, la prueba de la “sociedad” del gobierno con algunos periodistas, fue la aparición de decenas de comunicadores que respaldaron a los Kirchner y a su gobierno aun cuando las evidencias del robo eran groseras.
Tampoco debe pasarse por alto, como indicio de lo que ocurre entre los gobiernos y la prensa, la irresistible tentación que muchos de los primeros tienen por desarrollar emporios “periodísticos”, financiados, muchas veces con dinero público. ¿Para qué lo harían si no creyeran que se puede influir en la gente desde los medios?
A mi juicio no sería inteligente de parte del presidente meterse en esta ensalada en la que todo es oscuro. Su mayor conquista sería responder con el resultado tangible de sus políticas. Sí reconozco que cuando la mala entraña se ensaña con temas personales debe ser difícil resistirse a la respuesta iracunda. Pero aun en esos extremos siempre llevará las de perder: la última palabra siempre quedará en manos de quien tiene un micrófono, una cámara o un teclado.
La tarea de gobernar un país como la Argentina es de por sí demasiado ardua como para agregar conflictos adicionales. Si parte de la tarea de gobernar implica manejarse con reglas claras que corten el vínculo económico del poder con la prensa y eso enoja a algunos, será una consecuencia a lamentar. Pero sería preferible que el enojo de algunos porque se acabó lo que se daba, no reste las energías que se necesitan para la enorme tarea de sacar al país de la miseria.
(*) Periodista de actualidad, economía y política. Editorialista. Abogado, profesor de Derecho Constitucional. Escritor