Columnistas

Las dos muertes de Jorge Pinchevsky y los perros cimarrones de La Plata

Por Ricardo Ragendorfer (*)

El mítico violinista del rock argentino tuvo un nacimiento en Rosario y dos decesos: el primero, en la glamorosa París; el segundo -y definitivo- ocurrió en pleno centro platense, y del cual no fue ajena una jauría que ya había derramado sangre en el zoológico de la ciudad.

De él se puede decir que fue un hombre que murió dos veces.

A mediados de 1979, la revista Expreso Imaginario –que por entonces dirigía Roberto Pettinato– anunció en un extenso artículo que el músico Jorge Pinchevsky había fallecido en París. Esa necrológica incluía detalles sobre su trayectoria, que lo situaba como una figura fundacional del rock argentino.

De hecho, había integrado La Cofradía de la Flor Solar y La Pesada del Rock and Roll, además de figurar como músico invitado en la grabación del disco “Instituciones”, de Sui Generis. Ya en aquellos días su nombre estaba instalado en la historia del género por haber sido el primer violinista que llevó su disciplinada formación clásica a una banda rockera.

Había empezado a tocar ese instrumento a los cinco años por iniciativa de su padre. Y a los 16 ya cautivaba en la orquesta del Teatro Argentino de La Plata, antes de pasar a la Sinfónica de aquella ciudad. Pero una noche se topó con bajista de Manal, Alejandro Medina. Y ello, claro, le torció el horizonte.

En el crudo otoño de 1976 partió hacia Europa con un pasaje regalado por su gran amigo, el “Gordo” Pierre, un emblemático productor musical de la época. Allí llegó a formar parte de Gong, un grupo anglo-francés que, en su álbum “Shamai”, incluye un tema en el cual se escucha su inconfundible voz recitando algo en castellano.

Pero en esa etapa no descuidó su persistente coqueteo con los excesos, junto con uno de sus compañeros de correrías: Miguel Abuelo.

El obituario en cuestión llegó incluso a deslizar que precisamente eso habría sido la causa de su muerte. “Pin” –-como todos lo llamaban–  tenía apenas 35 años.

El violinista en el tejado

Recuerdo que esa noticia me causó cierta tristeza, pese  a no haberlo tratado nunca ni oído en profundidad. Justamente por aquel motivo, no menor fue mi sorpresa cuando –en algún momento de los años ’90– Alejandro Medina me lo presentó en el Samovar de Rasputín.

Entonces supe que lo de su muerte había sido una humorada de Miguel Abuelo, quien, por cierto, ya no estaba entre nosotros.
Esa noche Pinchevsky se lució con su pequeño instrumento. Parecía un personaje de Tolkien. Al compás de su violín, la melena blanca le bailoteaba sobre los hombros, y su rostro ajado aún conservaba un brillo infantil. El tipo, durante una o, tal vez, dos efímeras horas; tocaba dando la impresión de estar en un trance celestial, que interrumpía cada tanto para besar su copa.

Desde entonces, yo iba a escucharlo con asiduidad. A veces también lo encontraba en los bares del centro y, en los últimos tiempos, en El Británico, ya que él vivía frente al Parque Lezama. A veces terminábamos en su hogar, riéndonos hasta la madrugada, porque era imposible no divertirse con él.

A mediados de 2002 se mudó a La Plata. Y nuestra amistad se hizo más espaciada. Un par de veces nos vimos allí. Nuestro último encuentro ocurrió en un bar situado frente a la Plaza Dorrego, donde él ofrecía un concierto. En esa oportunidad, su violín logró irradiar una energía desestabilizante.

El 23 de junio de 2003, mientras hojeaba el diario, tuve por única vez la oportunidad de leer la segunda necrológica sobre una misma persona. En esta ocasión, a Pin la muerte lo sorprendió a los 59 años. Y a raíz de un accidente tan absurdo como su humor.

Festival de canes

Los hilos invisibles que anudaron aquel epílogo fatal quizás hayan empezado a anudarse tres meses antes, cuando los perros cimarrones que circulaban de manera furtiva por el Zoológico de La Plata asesinaron a cuatro canguros.

El hecho sucedió durante la madrugada del 27 de marzo, luego de que la salvaje jauría pasara por debajo del alambrado perimetral. Desde luego, fue curioso constatar que la banda perruna –ya en el interior de dicho parque de 14 hectáreas que aloja a 600 animales– haya ido directamente hacia la jaula de los canguros. Éstos habían llegado hacía sólo dos semanas, enviados por  el zoológico de Roma a cambio de diez flamencos. Y eran la atracción del lugar.

De hecho, los simpáticos mamíferos fueron alojados en una jaula que fue especialmente remodelada con barandas de apenas un metro, como para permitir el contacto con el público.

Para llegar allí, los perros recorrieron unos 500 metros. Uno de los empleados –designado para recorrer el predio en horas de la noche y cuidar a los nuevos ejemplares– advirtió que unos seis perros habían ingresado en ese hábitat y comenzaron a atacar a los canguros. El tipo intentó buscar ayuda, pero, en pocos minutos, las cuatro víctimas fueron destrozadas por los cimarrones enfurecidos que, después de devorar a sus presas, se dieron a la fuga. Sólo sobrevivió al ataque una cría de cinco meses, que salió de la bolsa materna de una de las hembras asesinadas. Los veterinarios lograron salvarla.

Lo sucedido conmocionó profundamente a la sociedad platense, que entonces se movilizó contra la inseguridad. Las autoridades prometieron tomar cartas en el asunto.

Pero los ataques nocturnos de la banda canina siguieron. A veces, los perros volvían a ingresar a través de pozos que hacían con las patas. Y otras, directamente, se escondían en algún sitio del zoológico. Tanto es así que, en las semanas posteriores, la escalada de violencia desatada por ellos cobró otras 13 víctimas: siete muflones de Córcega, dos ciervos y cuatro ñandúes.

En su momento, el director del zoológico, Carlos Gallari, aseguró que se había formado “un comité de crisis para evitar nuevos ataques”. Y con el correr de los días, el férreo dispositivo de seguridad obtuvo sus resultados: los cimarrones se replegaron definitivamente de ese lugar.

Pero comenzaron a merodear por el vasto Paseo del Bosque, atacando a docentes del Observatorio, a estudiantes del Museo de Ciencias Naturales y a simples peatones. Luego extendieron su accionar hacia zonas más urbanas.

Así fue que, en la noche del 18 de junio, un ciclista que iba por la calle 7, a media cuadra de la legislatura, comenzó a ser perseguido por esa jauría. De ello se tiene la certeza porque al frente de la misma se encontraba el dogo mestizo que había encabezado el ataque a los canguros.

El ciclista, entonces, se sumió en un desaforado pedaleo que culminó al estrellarse contra alguien que esperaba un colectivo.
La fuerza del impacto hizo que aquel hombre cayera al suelo de cabeza. No era otro que Jorge Pinchevsky.

El accidente ahuyentó a los atacantes, que siguieron de largo. Pin despertó cuando lo llevaban al Policlínico. Pero enseguida volvió a sumergirse en el sopor. No pudo recuperarse del impacto. Y murió tres días después.

Amores perros

Mientras yo aún intentaba asimilar la noticia de ese fallecimiento, acodado en una mesa del El Británico, un amigo en común me puso al tanto de sus irreales circunstancias. Y no pude dejar de pensar en los perros cimarrones.

Como se sabe, se trata de animales domésticos que fueron abandonados, adoptando así el comportamiento de sus ancestros, los lobos. Casi una metáfora de la condición humana. Entonces me hice una pregunta: ¿todo perro mordedor fue alguna vez un cachorro agredido? Y me acordé de un ya añejo episodio.

Fue durante un viaje en taxi que yo compartía con Juan Carlos Novoa, un gran cronista de Policiales. Hablábamos sobre cosas del oficio, cuando, de pronto, el taxista –quien no pudo evitar oír nuestra conversación–, volteó la cabeza, para decir:

–Ayer me di cuenta de que puedo matar a un ser humano.

No atinamos a contestar. Y tras un silencio  breve pero tenso, agregó:

–Ayer sacrifiqué a mi perro.

–¿Estaba enfermo? –pregunté.

–No. Para nada. Pasa que me salió arisco. Siempre me gruñía, pero ayer me tiró un tarascón. No era fiel: le dabas de comer, se llenaba la panza, y no te daba más bola. Eso, vaya y pase. Pero que ataque al amo, es demasiado.

No encontré palabras. Y Novoa tampoco.

Entonces hubo otro silencio, finalmente roto por el taxista, quien ahora, quizás a manera de desahogo, se abocó al relato del asunto:

–Primero lo traté de ahorcar. Como el bicho resistía, traté de ahogarlo en la pileta del patio. Pero no llegué. En el caminó me clavó los colmillos…

Y subrayó sus palabras mostrando una mano vendada.

–Ahí me puse como loco, y le aplasté la cabeza a golpes.

Entonces quise saber el nombre del difunto.

–Bandido –respondió.

Su voz había adquirido una resonancia algo culposa. Y Novoa –quien tenía fama de entrevistador sublime– tomó la posta, preguntándole si lo había criado de cachorro, y esas cosas.

Ese diálogo terminó por apuñalarle el alma. Después se quebró, comenzando a sollozar, justo antes de rozar con la trompa del taxi a otro vehículo.

Tras evocar aquella historia volví a pensar en la muerte de Pin. En ese instante sentí que la realidad a veces ladra.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

 

 

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