
Según datos de la Dirección nacional de Migraciones, 60 mil personas abandonaron el país entre 2020 y 2021, a razón de unos 200 argentinos por día. A lo largo del 2022 y con el cese de las restricciones que impuso la pandemia, el ritmo migratorio se incrementó. Una investigación reciente, cuyo trabajo de campo estuvo a cargo del politólogo de la Universidad Austral Mario Riorda, concluyó que, ocho de cada diez jóvenes, la mayoría con estudios universitarios completos o en curso, aspiran a seguir sus vidas fuera del país.
Hasta aquí, los datos duros, producto de una realidad que agobia y de un futuro que no se vislumbra esperanzador. La falta de oportunidades, la incertidumbre económica, la sensación creciente de anomia y la certeza de que el esfuerzo y el mérito no son debidamente recompensados, expulsan diariamente del país a centenares de jóvenes, abonando de este modo la remanida y dolorosa frase que asegura que la única salida es Ezeiza.
Las políticas populistas y estatistas que venimos soportando y consintiendo con el voto desde hace ya muchos años, han generado la tormenta perfecta. Fueron impulsadas por una clase dirigente mayoritariamente mediocre, prebendaria y corrupta que, a diferencia del mitológico Rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba, destruyó aquello que pasó por sus manos.
No solo destruyeron lo tangible, como la economía, las escuelas o los hospitales, sino que también y sobre todo destruyeron lo intangible, es decir, aquellos valores a partir de los cuales se edificó nuestro país. La cultura del trabajo, el valor del esfuerzo, la meritocracia y la honestidad fueron las grandes víctimas; sin embargo, el peor de los daños consistió en robarles la esperanza de un futuro mejor a nuestros jóvenes. Por eso se van, dejándonos sin argumentos para pedirles que se queden.
Es más, a diferencia de fenómenos migratorios de otras épocas, donde siempre estaba la expectativa de volver porque cabía la esperanza de que “las cosas iban a mejorar”, ahora los que se van lo hacen con la convicción de que no van a volver, porque tienen la certeza de que “el país no tiene arreglo”.
El éxodo de los jóvenes mejor formados y dotados de un enorme potencial, confirman la teoría, hasta que algún gobierno demuestre lo contario, de que nuestro país se tornó inviable. Aunque más no sea por omisión, todos los adultos fuimos un poco responsables. Mientras observábamos que el país se hundía en la decadencia solo atinamos a resguardar nuestro metro cuadrado, haciendo grandes esfuerzos personales para suplir la educación, la salud y la seguridad que un Estado ausente no brindaba. Hasta que la desidia, la mediocridad y la corrupción estatal tocó nuestro metro cuadrado. Y nuestros hijos y nietos comenzaron a irse…
Es hoy un secreto a voces el dolor que experimentan muchos padres y abuelos argentinos que sienten el corazón desgarrarse por la partida de sus hijos y nietos. Todos conocemos algún caso en nuestro entorno cercano, o tal vez, ya lo estemos experimentando en nuestro propio núcleo familiar.
Nuestra idiosincrasia nacional que se jacta de “familiera”, sintetizada en aquella escena donde abuelos, hijos y nietos encuentran siempre un motivo para compartir una misma mesa, ha sido herida de muerte.
Por la sensibilidad propia de su género, son las madres quienes más sufren el distanciamiento geográfico de sus hijos; sufrimiento que se torna doblemente doloroso si existen nietos de por medio. Esas abuelas no podrán disfrutar de sus nietos como hubieran querido, no podrán verlos crecer día a día, ni prepararles sus mejores recetas. El daño provocado por lo macro llegó a nuestra esfera más íntima, llenándonos de angustia e impotencia.
Impotencia frente al proceso de desarraigo que van a sufrir los hijos y sobre todo, los nietos. Ellos hablarán otros idiomas, manejarán códigos diferentes y tendrán un “mundo interno” distinto, por lo que los abuelos temerán no poder construir esa relación que siempre soñaron.
Varios trabajos realizados por distintas asociaciones psicoanalíticas han comprobado que los padres y abuelos de exiliados han somatizado su dolor convirtiendo el mismo en afecciones de salud, algunas de ellas severas. Por tal motivo se han conformado en los últimos tiempos grupos de reflexión para compartir experiencias y sostenerse mutuamente frente a los picos de tristeza que los ponen a prueba.
En una de sus columnas, el periodista de La Nación Luciano Román. describió de manera brillante el sentimiento que embarga a estos padres y abuelos: “Son padres que viven con impotencia, con dolor y con temores la partida de sus hijos. Pero también con comprensión y con cierta resignación. Aun en la tristeza y el desgarro, alientan la esperanza de un futuro mejor para la nueva generación, lejos de un país que ofrece demasiada inestabilidad e incertidumbre, que se tambalea una y otra vez en la cornisa, que tropieza mil veces con la misma piedra y que, en pleno siglo XXI, es capaz de poner en duda el respeto a la propiedad privada, el valor del mérito o la libertad de expresión. Sienten, en definitiva, que la agenda de la Argentina ya no atrasa una o dos décadas; atrasa dos siglos […] Los padres se quedan con la amargura (y en muchos casos el enojo) de ver que es el fracaso argentino el que expulsa a sus hijos. Se van con el propósito de echar raíces y desarrollarse en otro lado; no para capacitarse, hacer una experiencia y volver. Criarán a sus hijos en otra cultura; se amoldarán a una nueva idiosincrasia. Es un fenómeno que descoloca a las familias y a un sector de la sociedad. Muchos ven frustrado, con el alejamiento de sus nietos, un proyecto vital. La distancia transforma el vínculo familiar. Para los que se quedan, también empieza un viaje a lo desconocido…”
Reconfigurando un conocido texto del escritor alemán Bertol Brecht, aquellos argentinos que soñamos con una apacible vejez rodeados de nuestros hijos y nietos, hoy podríamos decir, arrepentidos y angustiados:
“Destruyeron la economía y la educación pública, pero a mí no me importó. Saquearon al Estado, pero a mí tampoco me importó. Menospreciaron la cultura del trabajo, el esfuerzo y el mérito, pero a mí tampoco me importó. Nos robaron la esperanza y empecé a preocuparme. Recién cuando el país expulsó a mis hijos me di cuenta de que era demasiado tarde”.
(*) Profesor de Historia, Magister en dirección de instituciones educativas, Universidad Austral, vecino de Pilar