Columnistas

Líos de polleras

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Fue un encuentro casual. Y consistió en un apretón de manos, seguido por un breve intercambio de palabras. Pura formalidad. La escena ocurrió en una sala de embarque del aeropuerto de Ezeiza, ante las miradas de otros pasajeros que abordarían el Boeing 747, de Aerolíneas Argentinas, hacía París. Era la mañana del 11 de julio de 1989.

Tres días antes, aquellos hombres habían tenido otro encuentro; esa vez, al salir del Salón Blanco de la Casa Rosada, luego de que Carlos Saúl Menem asumiera la presidencia de la Nación. Ambos estaban con sus señoras; la de Ítalo Argentino Lúder, doña Isolda Fabris, lucía exultante, a sabiendas de que su esposo sería el nuevo embajador en Francia; la de Augusto César Belluscio, doña Mabel Bavio, lucía un rictus amargo. Vaya uno a saber la razón.

La cuestión es que, 72 horas después, ambos coincidieron en ese mismo vuelo. El candidato peronista derrotado por Raúl Alfonsín en las elecciones de 1983, para iniciar su misión diplomática. Y el integrante de la Corte Suprema, sin otro fin que aprovechar la feria judicial para una escapadita a la Ciudad Luz, justo cuando allí se celebraba el bicentenario de la Revolución Francesa. –Mi esposa se me unirá cuando yo ya esté instalado– soltó Luder, así como al pasar, con tono circunspecto.

Belluscio, en cambio, no hizo alusión alguna a la ausencia de su esposa. Ni a las dos personas que viajaban con él: un tipo de aspecto serio –quien, así como se sabría después, resultó ser su amigo y colega, Moisés Esevich– y una mujer trigueña, atractiva, pero un poco ajada –quien, como también se sabría después, resultó ser Mirtha Schwartzman, su socia en un estudio jurídico–.

Luder los observaba de soslayo.

Volvería a ver al trío durante la mañana del 14 de julio, desde el palco reservado al cuerpo diplomático, durante el desfile militar por la avenida de los Campos Elíseos en homenaje a la toma de la Bastilla.

A lo lejos, entre la multitud, la doctora Mirtha agitaba con entusiasmo una banderita tricolor, junto a Esevich; en tanto, Belluscio permanecía a unos metros con expresión impávida.

Aquella vez, Luder no tomó contacto con él.

Diez días más tarde, un asunto –diríase– oficial los volvería a reunir. Ocurrió tras atender una llamada urgente de Esevich.

Ley de la gravedad

Durante la mañana de aquel lunes, Margane Berinchy, de 15 años, quien vivía enfrente del apart hotel Orión, situado en la Rue des Innocents 75001, vio por su ventana algo que jamás olvidaría: una mujer trigueña, únicamente vestida con bombacha y corpiño, colocándose, con movimientos muy lentos, un collar de perlas en el balcón del segundo piso; también tenía una pulsera que parecía de oro. Luego se sentó en la baranda. Y, de pronto, volteó la cabeza al advertir una silueta que salía del dormitorio. Entonces cruzaron algunas palabras. En el siguiente instante ella se arrojó al vacío.

Tal fue el relato que, horas después, la adolescente hizo en la Sección 8a de la Policía de París.

La silueta en cuestión era la de Belluscio.

Este, a su vez, describió el episodio con una leve variación.

–Mientras leía, la señora Schwartzman me llamó a su dormitorio. Fui, y ella estaba en el balcón. Me dijo que su lapicera había caído al exterior. En ese momento, ella aún no había pasado la baranda. Y yo regrese al interior del departamento. Entonces, pasó lo que pasó.

Mientras ofrecía su declaración, Luder llegó a la sede policial. Por un rato, mientras esperaba, pensó que el juez quedaría detenido.

Eso al final no sucedió.

De manera que, tras llevar a Belluscio a su lugar de alojamiento, derivó a un cónsul el papeleo para la repatriación del cuerpo. Pero tampoco fue ajeno a que la prensa argentina derramara ríos de tinta sobre esta historia, ya que supo filtrar algunos detalles.

Al día siguiente, siempre envuelto en su coraza de impavidez, Belluscio regresó a Buenos Aires.

En París habían quedado las cartas que la doctora Schwartzman, de 40 años, escribió antes de morir. En su caligrafía palpitaba el ADN de su tragedia personal.

El galán de los juzgados 

Augusto, tú me has humillado demasiado –se lee en una de aquellas misivas– es hora de que pagues con tu conciencia por haberme ofendido tanto. Me voy con Dios, he pecado bastante. Mi hija tiene necesidad de que le determines su patrimonio, lo mismo en el estudio de abogados.”

Este y otros textos del mismo tenor hicieron que la División Judicial de la Sûreté (Policía Nacional de Francia) cerrara el sumario correspondiente con la siguiente conclusión: “La pesquisa ha permitido establecer que el deceso de la señora Schwartzman es consecuencia de un suicidio por defenestración. La misma no soportaba más la doble vida sentimental que llevaba desde hacía tres años con su pareja el señor Gelis, padre de su hija, y la relación con el señor Ministro Belluscio”.

Tales pormenores no tardaron en filtrarse a la esfera pública, causándole a Belluscio inconvenientes en varios frentes, tanto es así que su esposa Mabel decidió ponerle fin a la vida marital. Pero dado que Belluscio –cuya especialidad era el Derecho de Familia– poseía convicciones antidivorcistas, únicamente optaron por la separación.

Claro que, en paralelo, los pedidos de juicio político llovieron sobre su cabeza. Hubo uno en particular, el de María Cristina Guzmán, del Movimiento Popular Jujeño (MPJ), que lo sacó de las casillas, y en su defensa, argumentó: “¿Qué culpa tengo de que se me peguen todas las locas? Primero fue Mirtha, arrojándose semidesnuda por la ventana de un hotel. Ahora la Guzmán, con la que tuve hasta hace poco un trato cordial. ¿Sera que quería otra cosa y yo no la entendí?”. Un caballero.

Al final, el sujeto en cuestión –que permaneció en la Corte entre 1983 y 2004– salió airoso de este y otros temporales.

Ahora, a los 93 años, tal vez ni recuerde sus macabros líos de polleras.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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