Columnistas

Los Schoklender, de parricidas a estafadores, una larga carrera delictiva

Por Ricardo Ragendorfer (*)

La pesquisa por los crímenes del abogado José Enrique del Río y de su esposa, Mercedes Alonso, ocurridos el 24 de agosto pasado, dio dos semanas después un giro escalofriante, al ser detenido por ello nada menos que el hijo menor de las víctimas, Martín Santiago del Río.

Ese jueves los noticieros transmitieron sus coberturas del asunto a todo el país. Y, desde luego, la pequeña ciudad santafecina de Pérez, ubicada a 12 kilómetros de Rosario, no fue una excepción.

Es posible que allí, en una casa situada en las afueras del casco urbano, su único morador fuera uno de los espectadores. De ser así, quizás quedara absorto ante esas imágenes o que, súbitamente asaltado por una remembranza funesta, haya apagado el televisor.

Se trataba de Sergio Mauricio Schoklender.

Noche de furia

El primer signo de esta historia fue un goteo que, desde el baúl de un Dodge Polara estacionado en la avenida Coronel Díaz al 2400, formaba un charquito de sangre. Allí, envueltos en una sábana, estaban los cadáveres del ingeniero Mauricio Schoklender y de su esposa, Marta Silva. Era el 1º de junio de 1981.

La noche anterior, Sergio, el hijo mayor del matrimonio –quien ese día había cumplido 23 años– y su hermano Pablo –de 20– habían asesinado a sus padres. El método: golpes en la cabeza con un caño de acero macizo, seguido de estrangulamiento con una soga que insertaron a modo de torniquete en ese caño. La hermana menor, Valeria, dormía en su habitación. Y fue Sergio quien trasladó los cuerpos en el vehículo hacia al sitio donde que serían hallados.

Pues bien, esa era a todas luces una familia algo disfuncional. El papá, quien dirigía la firma Pittsburg & Cardiff, representante en la Argentina de la compañía alemana Thyssen (que negoció por su intermedio la venta de cinco fragatas misilísticas a la Armada, escamoteando el retorno que había pactado con el almirante Emilio Eduardo Massera), tenía problemas conyugales debido a su homosexualidad. Y la mamá, una actriz teatral frustrada, se había volcado al alcohol, a las drogas y a los placeres de la carne, siendo Pablo víctima de su apetito en tal sentido.

Aquel escenario era relatado de manera profusa por la prensa, mientras la División Homicidios de la Policía Federal buscaba a los parricidas. Ellos ya habían puesto los pies en polvorosa.

Al respecto, hay un episodio que lo pinta por entero.

Era el 3 de junio de 1981 cuando el publicista Abraham Vinski tuvo una reunión con dos jóvenes empresarios en el hotel Dorá, de Mar del Plata, que se anunciaron como representantes de una firma naviera. Ofrecían 12 millones de dólares por una campaña que incluía la contratación de 15 modelos famosas, varios spots televisivos y una fiesta para 400 personas. Los “ejecutivos” eran Sergio y Pablo, que habían llegado a la Ciudad Feliz con documentos falsos. Y no tuvieron mejor ocurrencia que mitigar su condición de prófugos con esa disparatada puesta en escena.

Lo notable es que en tamaña fantasía con ribetes megalómanos, urdida por Sergio, estaba la desmesura que tendrían sus actos posteriores.

Los hermanos Schoklender decidieron separarse para así entorpecer el rastreo policial. Aunque sin dejar de llamar la atención. Tanto es así que Sergio terminó detenido a 29 kilómetros de Mar del Plata, en un viejo almacén de campo: había llegado allí a caballo y vestido de gaucho.

Pablo, por su parte, también a caballo, pudo alejarse más, dado que fue arrestado en la localidad tucumana de Ranchillos, mientras se dirigía hacia el norte para cruzar la frontera con Bolivia.

En 1985, Sergio fue condenado a perpetuidad. Y Pablo fue absuelto, ya que su hermano se había hecho cargo de los asesinatos. Al año, la Cámara del Crimen le revocó el fallo para también dictarle la prisión perpetua. El problema fue que Pablo ya había huido del país.  

Sergio Languidecía en la cárcel de Caseros. En 1983 fue mudado a la de Villa Devoto. Y en su futuro había otro vidrioso capítulo por delante.

La redención inconclusa

Esta segunda historia tuvo su inicio en una mañana otoñal de 1993, cuando la fundadora y presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, conoció a Sergio durante una visita a la cárcel de Devoto.

Aquel muchacho con aspecto de animalillo apaleado supo conmoverla a primera vista. Tal sentimiento se vio favorecido al saber que él había fundado el centro universitario del penal, que ya era abogado, que estaba por recibirse de psicólogo y que luchaba por humanizar el trato de los presos. Desde ese momento, ella lo quiso como a un hijo, le abrió las puertas de su corazón y también –al ser liberado fines de 1995– las de su hogar.

Para entonces, Pablo –al que Interpol detuvo en Bolivia– ya estaba tras las rejas de Caseros. Hebe también fue solidaria con él.
No era la primera vez que las mujeres del pañuelo blanco prohijaban a quienes parecían tan vulnerables como ellas: “identificación con las víctimas”, diría un psicoanalista. Tampoco era la primera vez que se equivocaban.

Lo notable es que esto último haya tardado casi 20 años en cristalizarse; recién entonces, Hebe soltó: “No soy la única madre a la que un hijo le hace una cagada”. Y el remate fue: “Schoklender es un estafador”. Corría el 26 de mayo de 2011.

Ese día había saltado a la luz el desvío de fondos millonarios –aportados por el Estado para construir viviendas populares– hacia un entramado de empresas fantasmas creadas con ese fin por Sergio y Pablo, junto a un selecto grupo de cómplices, y que después llegaban en efectivo a sus bolsillos con cheques cobrados por ellos en una sucursal bancaria de Villa Crespo. La operatoria –ejecutada satisfactoriamente desde 2005– se completaba con el correspondiente lavado del botín a través de inversiones ficticias.

Más allá de los detalles específicos de esa maniobra, aún hoy persiste un enigma en torno a la figura del mayor de los Schoklender: ¿Acaso ese hombre oscuro y brillante fue nada menos que un maestro en el arte de la impostura o, simplemente, un sujeto esclavizado por una psiquis complicada?

Decenas de inmuebles, sociedades anónimas, autos de alta gama, yates y aviones fueron por esos aquellos la parte no visible de su cosecha; un trofeo oculto de alguien que hizo de la frugalidad una marca personal. Su estilo monástico, acentuado por la ropa negra que solía adquirir con descuento en las tiendas de la calle Pasteur, proyectaba –quizás, en exceso– la luminosidad interior de un temperamento austero, casi espartano e inmune a todo estímulo material. Así se mostraba él ante sus semejantes.

Sergio en realidad vivía confinado en su papel actoral, y eso le imponía límites de consumo: se había regalado una Ferrari Testarossa, pero circulaba en taxis y remises; disponía de sumas millonarias, pero abonaba con billetes arrugados sus almuerzos en las fondas de Congreso y, a pesar de sus dos jets con tecnología de punta, sólo pudo viajar tres veces de vacaciones a Bariloche con pasajes aéreos en clase turista. Hasta que sus manejos delictivos quedaron a la intemperie. En ese instante, todo cambió. También su imagen. Finalmente, pudo despojarse de su añejo disfraz.

La siguiente aparición pública de Sergio fue a bordo de una Kawasaki Ninja negra, vestido con traje de pana color azabache y corbata de seda gris. Así se lo vio al llegar a un canal de televisión tras adquirir estado público su estafa serial. Siempre con el mismo traje y aquella corbata concurrió a otros compromisos mediáticos. Y con esa espeluznante pulcritud también fue a los tribunales de Comodoro Py. ¿Exhibía ahora su verdadera identidad? Imposible saberlo. Tal vez esa mutación compulsiva haya sido únicamente fruto de una fatalidad laboral: fingir por lapsos prolongados ser otra persona.

Los fuegos de artificio que animaron los últimos 16 años de su vida se habían apagado para siempre. Pero ahora tampoco podía disponer libremente de su fortuna. El doctor Schoklender seguía siendo un fantasma ante su propio patrimonio. Un fantasma económico. Con sus bienes inhibidos por la Justicia y la prohibición de salir del país, solo le quedaba el consuelo de alguna noche sin límites en el casino flotante de Puerto Madero. Y su traje de pana con la corbata de seda gris. Gajes del oficio.

Su lugar en el mundo

El 6 de agosto de 2016 estuvo a centímetros de pasar a la historia como el día en el que Hebe de Bonafini fue detenida. Sobre ella pesaba una antojadiza orden de captura del juez federal Marcelo Martínez de Giorgi por no asistir a su indagatoria sobre el imaginario rol que se le indilgaba en las irregularidades del plan de viviendas Sueños Compartidos. Pero una marea humana salió a las calles para impedir el aparatoso operativo policial desplegado con el único propósito de encarcelar a esa mujer de 87 años.

En medio de tales circunstancias, el informativo de Radio Uno puso al aire una opinión al respecto: “Hebe logró lo que quería: escándalo y cámaras. Con eso cree que gana políticamente”. A continuación, aquella misma voz se permitió un encendido elogio hacia el gobierno de Mauricio Macri por “abrir espacios de diálogo”. Y enfatizó: “El macrismo no persigue a nadie”.

Esa voz quebraba un silencio de años. Pertenecía al ex apoderado de la Fundación Madres de Plaza de Mayo, Sergio Mauricio Schoklender, quien aún encabeza el lote de procesados por dichas trapisondas.

Luego se corrió definitivamente de la escena.

Ahora, mientras su hermano Pablo se oculta del pasado en algún rincón del Paraguay, él ve pasar los días desde su escondite santafecino.

Estando aún todos sus bienes embargados, Sergio, a los 64 años, reside en esa casita del poblado de Pérez. Y paga el alquiler con sus ingresos como maestro mayor de obras. Aquella es su ocupación actual. Allí, mientras trata de olvidar y ser olvidado, convive con sus espantosos fantasmas.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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