Columnistas

No hay crimen perfecto, ni para los parapoliciales de la Triple A

Por Ricardo Ragendorfer (*)

El vehículo que venía por la calle Malabia, un Torino azul ocupado por cuatro siluetas, dobló por Paraguay antes de estacionar junto a la vereda izquierda. El otro vehículo, un Falcon marrón, también con cuatro tipos, frenó en doble fila, y de su cabina saltó un sujeto mal entrazado que lucía un saco con demasiada fibra sintética, cuyo faldón no le tapaba del todo la pistola Browning encajada en la cintura. Una anciana que barría la vereda lo miró de soslayo, al igual que el diariero y un vecino que departía con él. Los tres al instante bajaron la vista.

Lo cierto es que su presencia pasaba tan desapercibida como una tarántula  en un plato repleto de leche. Aún así, caminaba con aire casual hacia la avenida Scalabrini Ortíz, y justo al pasar por el ventanal del bar Varela Varelita, volteó la cabeza para ver el interior del local. Entonces estiró los labios. Era su modo de sonreír.

En una mesa del fondo resaltaba la inconfundible figura del hombre que él y sus acompañantes buscaban; un individuo de porte atlético a sus 52 años, de pelo castaño, cara afilada, nariz grande y ojillos vivaces tras unas gafas con marco de carey. Sin sentirse observado, alternaba lentos sorbos de café con la lectura del diario “La Opinión”. Luego depositó dos billetes sobre la mesa y se dispuso a partir. Ya no había nadie junto al ventanal.

Desde el asiento delantero del Torino, el comisario Silvio Colotto vio a su presa salir del bar. Los dos vehículos lo alcanzaron al llegar a la esquina. Y, entre insultos y culatazos, terminó en el baúl del Falcon.
Eran las 10:25 del 1 de noviembre de 1974.

La máquina de la verdad

Tres meses antes, el diputado demócrata-cristiano Horacio Sueldo –que en las elecciones del 11 de marzo de 1973 secundó a Oscar Alende en la fórmula de la Alianza Popular Revolucionaria– había visitado en su despacho al jefe de la Policía Federal, Alberto Villar. El motivo: interesarse por la suerte del hijo de su empleada doméstica, pillado sin documentos durante una razia nocturna en un boliche de Constitución. Por semejante “delito” era torturado con descargas eléctricas. Aquella situación la supo comunicar a través de un compañero de calabozo ya liberado.

Sueldo, muy nervioso, se acomodaba una u otra vez sus gafas y también insistía en alisarse el cabello con la mano.
Pero en aquella ocasión, el comisario general –cuyo ascendente sobre la Triple A era de dominio público– se mostraba amable y dicharachero, al punto de revelar un secreto profesional. Y a tal efecto, erguido sobre su asiento, alzó un objeto que acababa de sacar de un cajón del escritorio. Era una picana.

Entonces se permitió una pregunta retórica:

–¿Alguien podría creer, doctor, que me sería posible mantener a raya la villa de Retiro sin este aparatito?

Y tras un breve silencio, como para calibrar la reacción del interlocutor, se embarcó en el siguiente monólogo:

–Mire, acá tengo 14 sumarios con delitos sin aclarar; son raterías, robos de chalets violentando persianas con barretas, hurtos de automotores, asaltos a parejas. Todo perpetrado por gente de la villa. Gente muy mañosa. Y hay que hacerlos cantar. No se trata de ensañarse; simplemente de apretar lo necesario para que hablen y firmen. Pero hay abogados y jueces que no comprenden.

En este punto se tomó otro respiro, mientras Sueldo se hundía cada vez más en su silla. Y al final, remató:

–Yo sé lo que podría costarme esta conversación. Pero ¡ojo! Usted sale de acá y este aparatito va a parar a un lugar más seguro. Si a usted se le ocurre denunciarme, será su palabra contra la mía. ¡Yo nunca estuve con usted! ¿Qué quiere, doctor? ¡Yo tengo que defenderme para defender a la sociedad!

Dos semanas después, Villar estalló en furia.

De eso, Colotto –su mano derecha– fue testigo al ser llamado con suma urgencia a su despacho.

–»¡Mirá esto!”, bramó el jerarca policial a modo de saludo.

Entonces puso ante su nariz un ejemplar del diario Noticias del 5 de agosto con una columna rubricada por el doctor Sueldo. Su título: “La picana del comisario Villar”.

“¡Es un hijo de puta! ¡Esto tiene vuelto! –bramaba, fuera de sí.

Colotto entendió. Y a los dos días, el nombre del diputado fue añadido a la lista de “condenados a muerte” por la Triple A. Dicha sentencia no demoró en ser consignada por el funesto semanario “El Caudillo”, que oficiaba como su órgano de difusión.

Pero Sueldo tomó la precaución de poner los pies en polvorosa. Y nadie sabía si había viajado al exterior; su salida no figuraba en ningún aeropuerto ni puesto fronterizo. Por eso se suponía que estaba escondido en algún lugar del país. Y Villar seguía interesado en dar con él. Era algo personal.

–Parece tragado por la tierra –se lamentaba Colotto.

–¡Sigan buscando, carajo! –respondía Villar.

Recién a fines de octubre,  uno de sus muchachos, el suboficial Edwin Farquharson, detectó a Sueldo en el Varela Varelita.

–Desayuna ahí todas las mañanas –fueron sus palabras.

Colotto se mostró incómodamente sorprendido. Villar lo observaba en silencio, con un dejo de reproche. El secuestro se fijó para el primer viernes de noviembre.

La lancha voladora

Aquel día, luego de escrutar el baúl del Falcon al cerrarse con un ruido seco, Colotto encendió un cigarrillo. Y se acomodó en la butaca del Torino.

Ambos automóviles avanzaron a toda velocidad por la calle Paraguay. Se dirigían a la sede de Coordinación Federal. Aún no era hora de matar al secuestrado. Antes tendría que vérselas con el comisario Villar.

Entonces se activó la Motorola. “¡Móvil Jefatura! ¡Comando llama!”.

La voz del operador sonaba agitada. Y él estiró una mano para reportarse.

Lo que escuchó a continuación le heló la sangre: el comisario Villar y su señora esposa acababan de morir en un arroyo del Tigre al explotar en su lancha una carga de trotyl colocada por un comando montonero.

Tras recuperarse de la impresión, le ordenó al chofer desviarse hacia el norte bonaerense. El Falcon los seguía.

Recién en Olivos se acordó del tipo en el baúl. Entonces le ordenó al chofer que frenara en una esquina.

En rigor, tuvo el impulso de agujerearlo como a un queso gruyere. Pero no había tiempo para eso. El cautivo fue liberado entre insultos y culatazos.

Dos días después, el comisario Colotto despidió en el Panteón Policial de la Chacarita a su admirado jefe con un sentido discurso:

–Cuando la patria nos necesite –arrancó, con voz trémula– tus amigos seremos una masa compacta de cabezas y brazos alzados. No somos sádicos. Pero tampoco podemos permitirnos el lujo femenino de la debilidad.

Esa noche leyó la 6ª edición de “Crónica” con varias páginas dedicadas a la muerte de Villar. Pero también había una nota que le llamó la atención; su título: “Confuso hecho”.

Se refería al insólito secuestro de Juan Panical, un sujeto conocido por su participación en el programa televisivo “Telecómicos”.

En vísperas de los comicios de 1973, este ciclo –una creación del genial humorista Aldo Camarotta que se emitía por el viejo Canal 11– incurrió en el acierto de reclutar a dobles casi perfectos de dirigentes políticos. El de Perón (un jubilado de Luz y Fuerza) era el más logrado, aunque no lo iba a la zaga el de Álvaro Alsogaray (un ex boxeador) ni el de Arturo Frondizi (un empleado bancario). Y menos aún, el de Horacio Sueldo (un dentista).

Este, precisamente, era el hombre que Colotto había secuestrado.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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