Columnistas
Operación reptil: Crónica de un crimen político que conmovió a la región
Por Ricardo Ragendorfer (*)
A 40 años del asesinato de dictador Somoza, el testimonio inédito de Gorriarán Merlo, jefe del comando sandinista que concretó la misión en Asunción. “No fue un acto de venganza”, afirmó en su celda porteña, en 1999, el ex guerrillero. El dato que entregó la policía paraguaya y papel del cantante Julio Iglesias en el plan.
Salvo el detalle de la puerta con barrotes, ese lugar bien hubiera podido pasar por un departamento de un ambiente. Tal impresión se vio favorecida por una gran cantidad de fotografías y posters en las paredes. Entre otros, el afiche de una obra teatral intitulada Santucho.
– A este lo conozco – dije, en referencia a su autor, director e intérprete, Daniel Rito, ya que teníamos amigos en común.
Entonces, mi anfitrión comentó:
– La obra es excelente, ¿la viste?
La respuesta fue negativa, y él insistió:
– Te la recomiendo. A mí me gustó mucho.
– ¿Pero cómo la viste estando acá?
– Sencillo: es un unipersonal, y este pibe vino a representarla acá.
Quedé impactado; la situación era en sí misma una joya escénica: el tal Rito interpretando a Mario Roberto Santucho en una celda de Villa Devoto, y con Enrique Gorriarán Merlo como único espectador.
Era el 8 de enero de 1999. Mi visita al legendario referente militar del ERP había sido gestionada por su abogado, Rodolfo Yanzón. Ambos llegamos puntualmente al penal. En esos días “El Pelado” – así como todos lo llamaban – cumplía una condena por el trágico copamiento al Regimiento de La Tablada, ocurrido diez años antes.
Aquel hombre tenía la extraña virtud de ser preciso en su discurso y, a la vez, expansivo; pasaba de la política a sus escritores favoritos, daba saltos en el tiempo y remataba las frases con una risita que le iluminaba la cara. Esa tarde, entre otros tópicos, habló de la “Operación Reptil”. Así fue bautizada su hazaña más memorable: el ajusticiamiento en Paraguay del derrocado dictador nicaragüense, Anastasio Somoza Debayle (a) “Tachito”.
De tal hecho acaban de cumplirse 40 años. Una ocasión propicia para reconstruirlo a través del relato de su principal protagonista.
Los decoradores
Gorriarán abordó el asunto no sin antes encender un cigarrillo; entonces, dijo: “Aclaro que este no fue un acto de venganza sino que el tipo era el jefe de la contrarrevolución. Y gracias al apoyo del general Alfredo Stroessner hizo base en la capital paraguaya. En ese contexto surgió la idea de atentar contra él. Lo único que sabíamos era que vivía en Asunción. Pero no el lugar exacto”.
El Pelado, quien había participado – junto con otros militantes del ERP – en la guerra desatada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) contra el régimen de Somoza, fue asimilado tras la toma del poder, en julio de 1979, al aparato de inteligencia de la Revolución.
Ya habían transcurrido unos meses cuando se detectaron los planes de Somoza para retomar su trono. Fue en una mesa del restaurante Los Gauchos, de Managua – que aún existe – donde se decidió su neutralización definitiva. A tal efecto, en febrero del año siguiente, Gorriarán envió dos agentes argentinos – un hombre y una mujer que simulaban ser un matrimonio en luna de miel – a la ciudad de Asunción con el objetivo de explorar el terreno y las condiciones para llevar a cabo la acción. Los datos con los cuales regresaron a Nicaragua fueron muy provechosos, aunque no incluían la dirección de Tachito. Ese era un secreto celosamente guardado por la dictadura de Stroessner.
De hecho, otro falso matrimonio que viajó posteriormente a Paraguay para completar esa información regresó al respecto con las manos vacías.
“No teníamos esa dirección. Aún así, a partir de marzo, comenzaron los viajes escalonados de quienes iríamos a ejecutar el operativo”, dijo Gorriarán, casi dos décadas más tarde, en aquella celda de Devoto.
Primero llegó Hugo Irurzun (a) “Santiago”, con Claudia Lareu; después, en abril, El Pelado y una compañera; con días de diferencia arribaron Roberto Sánchez y otra compañera; finalmente, un muchacho que había viajado solo.
Enseguida comenzó la búsqueda del paradero de Somoza. Aquella fue, obviamente, la prioridad. Lo cierto es que lograron dar con una dirección. Y la monitorearon con un discreto dispositivo de vigilancia que rápidamente arrojó el siguiente resultado: era el domicilio anterior de Tachito. De modo que esta cuestión seguía siendo un misterio que se extendería por más de dos semanas.
Entonces recurrieron a una táctica poco ortodoxa.
La mujer que fingía ser la pareja de Roberto subió a un taxi y le dio al conductor una indicación algo imprecisa:
– Mire, voy a una peluquería que, según me dijeron, queda muy cerca de la casa de Somoza.
El conductor la miró por el espejito, sin pronunciar palabra alguna. En aquella ciudad, todos sabían que Somoza era el amigo de Stroessner, más no su lugar de residencia. ¿Tal era su caso? Lo cierto es que tras cruzar una avenida, giró hacia una calle muy angosta para clavar los frenos frente a una comisaría. Y saltó del vehículo para entrar ahí. La pasajera quedó petrificada.
Al minuto, el taxista emergió por la puerta, y soltó:
– Le pregunté a los policías y ya sé dónde es.
Ella exhaló una bocanada de alivio. A continuación, no dejó de causarle gracia enterarse de que Tachito vivía en la Avenida Generalísimo Franco.
El azar también quiso que hubiera una peluquería a dos cuadras de allí.
Ya corría el mes de mayo.
El próximo paso fue monitorear los movimientos de la presa. Pero, por el esquema de seguridad que la rodeaba, era imposible permanecer por más de algunos minutos frente al enorme chalet – cedido por Stroessner – sin generar sospechas. Máxime, cuando se presumía que sus movimientos – por lo general, traslados con sus custodios hacia la zona céntrica – eran irregulares. Tanto es así que en un primer momento los integrantes del grupo recorrían la avenida, por turnos, con un andar muy lento, observando con atención los vehículos que la circulaban. Tal rutina se prolongó por varias semanas, pero sin éxito. Era como si Tachito y su comitiva fueran invisibles.
Por entonces los dos falsos matrimonios vivían en una casa situada en las afueras del centro; Santiago y Claudia en una vivienda del barrio Lambaré, y el séptimo conjurado, en una pensión.
La falta de novedades empezó a tornarse preocupante. Ya transcurrían los últimos días de julio, y aún no le habían visto un pelo al sujeto que debían ejecutar. Hasta que, de pronto, Roberto lo vio.
Fue de casualidad, cuando iba en un vehículo alquilado a comprar algo. Ocurrió en la avenida Francisco Solano López, paralela a la del Generalísimo Franco. El ex hombre fuerte de Nicaragua estaba en un Mercedes-Benz Clase S de color blanco, patente 177561, según la anotación de Roberto en un papel. Y hasta reconoció al chofer; se trataba de un torturador de fuste: el ex general de la Guardia Nacional, Samuel Genie Amaya. Unos metros más atrás, en otro automóvil, había cuatro guardaespaldas paraguayos.
Gorriarán afinó entonces la estrategia de la celada. Hubo que buscar un punto fijo de observación del chalet de Somoza. Y dada la naturaleza salteada de su rutina, también debían tener un sitio – siempre cercano a esa propiedad – en el cual el grupo pudiera estar en forma permanente, y listos para actuar en cualquier momento.
Con respecto a la primera necesidad, el integrante – digamos – soltero del grupo se asoció, a cambio de una jugosa suma de billetes, con el diariero que atendía un kiosco en la esquina de Santísima Trinidad y Generalísimo Franco, a solo 40 metros de la propiedad en cuestión.
La solución a la segunda necesidad fue narrada por El Pelado en Devoto con un dejo de picardía: “Para alquilar una casa en un barrio tan exclusivo nos hacía falta una justificación creíble. En aquella época estaba muy de moda una canción de Julio Iglesias, El lago de Ipacaraí, y eso nos inspiró para armar una historia: le dijimos al propietario que allí viviría Julio Iglesias durante sus estadías en Asunción, que era muy obsesivo y que, por un lado, quería que le decoraran la casa a su gusto, por lo que algunas personas trabajarían allí con el propósito de acondicionarla según sus caprichos; por otro lado, exigía que su llegada debía permanecer en secreto. Había que ver – dijo Gorriarán con su clásica risita – el aire de complicidad del tipo al comprometerse a mantener tal confidencialidad. Estaba contentísimo de tener semejante inquilino”.
Una de las mujeres suscribió el contrato de locación interpretando con destreza el papel de representante personal del cantante.
Días después llegaron los “decoradores”: Santiago Roberto y El Pelado. Sus herramientas de trabajo incluían una bazooka RPG2 de fabricación china, dos ametralladoras Ingram, un fusil M16 y dos pistolas Browning. Ese arsenal fue adquirido semanas antes en el mercado negro.
Cabe resaltar que a una cuadra y media de aquel inmueble se encontraba la sede del Departamento de Investigaciones de la Policía, el brazo represivo del régimen. Y los tres argentinos veían pasar diariamente a su jefe, el temible Pastor Milcíades Coronel. El propio Stroessner también solía dejarse caer allí al volante de su automóvil, escoltado por cuatro motociclistas policiales.
El diariero apócrifo estaba en permanente comunicación con el resto a través de un walkie talkie. Él también estaba en una zona de riesgo, ya que no solo la residencia de Tachito era custodiada por agentes estatales de seguridad sino casi todas las mansiones del vecindario. Pero él les ofrecía – hasta gratis – revistas pornográficas que no estaban en exhibición. Así se hizo amigo de la guardia del hombre que debía morir.
Por ellos se supo que éste convivía con su amante, Deborah Sampson, dos sobrinos y algunos asistentes. También obtuvo ciertas precisiones acerca de sus hábitos o planes inmediatos.
Tales datos le llegaban a los “decoradores” sin demora.
Comenzaba la segunda semana de agosto. La operación fue fijada para el día 22. Sin embargo algo sucedió para que eso no fuera así.
El día del reptil
Ese miércoles Somoza no apareció. Ni los días siguientes. Era como si se lo hubiera tragado la tierra, al igual que a su guardia pretoriana.
Los miembros del comando sandinista no tenían la menor idea de lo que pudo haber sucedido. ¿Acaso Tachito se había dado cuenta de algo? Fueron días de zozobra. Hasta abandonaron la casa con la excusa de ir a comprar unos muebles, aunque algún integrante del grupo pasaba por allí una vez al día para evitar que el dueño pensara que ellos habían puesto los pies en polvorosa.
Esa incertidumbre se prolongó durante casi tres semanas. Hasta el 10 de septiembre, cuando el “diariero” avisó el regreso de Somoza.
Entonces los “decoradores” volvieron a la casa.
Después supieron que Tachito había estado en el Chaco paraguayo para cerrar una compra de tierras. A los tres días se esfumó otra vez para reaparecer al sexto. En ese lapso los sandinistas no evacuaron el inmueble.
Al clarear el 17 de septiembre, Santiago tuvo un presentimiento: “¡Hoy, a las 10 de la mañana, viene!”. El Pelado no le dio bola.
Pero justo a esa hora recordó sus palabras al oír por el walkie talkie la voz del diariero: “¡Blanco, blanco!” Era la señal.
Gorriarán salió a la vereda y vio el auto; también salió Santiago, cuando Roberto ya se acomodaba en un jeep Cherokee. Y tras arrancar cortó el paso del Mercedes Benz de Somoza.
En ese instante se precipitaron los acontecimientos.
Desde su celda, Gorriarán los evocó con una exactitud quirúrgica: “Mi tarea era contener la custodia que venía en un auto por atrás. Roberto había frenado el tránsito. Santiago debía dispararle con la bazooka un cohetazo al Mercedes. Pero el proyectil se trabó. Yo estaba a casi tres metros de Somoza. Su vehículo avanzaba hacia mí. Entonces, desde la vereda disparé el fusil M16 varias veces sobre él. Pero los custodios a los que yo debía controlar se parapetaron detrás de una casa y abrieron fuego. Roberto empezó a disparar contra ellos y tuvieron que retroceder. Eso me permitió atrincherarme en el jeep, cambiar el cargador y seguir a los tiros. Mientras tanto, Santiago pudo meter un segundo cohete en la bazooka. Lo tiró. Fue allí cuando Somoza pasó a mejor vida”.
Junto con él también murió el chofer César Gallardo (Genie Amaya se encontraba de franco) y el financista ítalo-estadounidense Joseph Baittiner, quien asesoraba a Tachito en sus inversiones.
El repliegue no tuvo inconvenientes. Pero, horas después, Hugo Irurzun fue secuestrado en la casa del barrio Lambaré. Su cuerpo jamás apareció.
El resto del grupo, tras permanecer oculto varios días, pudo abandonar el territorio paraguayo.
Nicaragua, en tanto, era una fiesta.
Roberto Sánchez y Claudia Lareu murieron en 1989, durante el ataque al Regimiento de La Tablada.
Volví a ver a Gorriarán otras dos veces: una en Devoto y la última, tras el indulto firmado en 2003 por el presidente interino Eduardo Duhalde.
Yanzón se encontró con él al finalizar el invierno de 2006. Por entonces lo aguijoneaba una asignatura pendiente: localizar los restos de Irurzun para su repatriación. Y le encomendó al abogado dar los pasos legales al respecto. A tal fin quedaron en encontrarse en la noche del 22 de septiembre. Sin embargo, el Pelado faltó a la cita. Unas horas antes su corazón lo había matado.
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales