
Jorge Rachid, querido amigo y compañero, ha señalado desde el momento mismo en que asumió Alberto Fernández como presidente, que el gobierno estaba bajo ataque. En un documento del día de la fecha nos alerta que ese ataque, en medio de la pandemia, se dirige contra la cuarentena que el gobierno nacional y popular sostiene a brazo partido para salvar miles de vidas en la patria.
Cabe, pues, especificar cuales son los sectores que dirigen sendos ataques. Si son los mismos; si no lo son pero coinciden circunstancialmente y sobre qué realidades los sostienen.
El gobierno de Alberto asumió la presidencia con un Estado devastado; con un insólito endeudamiento externo, con el principal motor de la economía argentina, que es el mercado interno, derrumbado, lo que sumado a una inflación del 54% anual compuso un cuadro crítico de estanflación; con una pobreza del 42 por ciento y con más de 12 millones de argentinos con necesidades alimentarias básicas insatisfechas. Y, como si esa herencia macrista fuera poco, la situación geopolítica aparecía como seriamente desfavorable. EE.UU., obligado por su repliegue forzado por el avance imparable de China, secundada por Rusia y batido en retirada de su aventura en Medio Oriente, necesitó plantar nuevamente sus reales en nuestra región y sus recursos. Región en la que los gobiernos que produjeron cambios trascendentes durante la primera docena de años del presente siglo, fueron cayendo uno tras otro para ponerla en manos de fuerzas políticas perfectamente funcionales a la estrategia neocolonial del imperio. Salvo Venezuela, forjada sólidamente a partir de la mirada de gran estadista que caracterizó al comandante Hugo Chávez Frías y más tibiamente la Nicaragua del presidente Daniel Ortega que resistieron el embate, todos los demás sucumbieron, sea por medio de procesos electorales surgidos al calor de la big data y el law fare, de los denominados golpes blandos o, lisa y llanamente, como ocurrió con el gobierno boliviano del presidente Evo Morales en noviembre de 2019, mediante un golpe de estado de raigambre tradicional y sumamente violento.
Por lo tanto, no cabía la menor duda que el gobierno argentino del presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, como emergentes de una amplia coalición política de carácter nacional y popular, con eje en el peronismo, no podía aspirar a mucho más que a desplegar una línea defensiva lo más sólida posible para hacer frente a una embestida que trataría de debilitarlo y desvirtuarlo. No más que eso, al menos, hasta que el devenir de los distintos procesos resistentes que emergían claramente en los pueblos de la región -Ecuador, Chile e, incluso, Brasil- lograran nuevamente recobrar un protagonismo decisivo. Resistir el ataque fue, por lo tanto, para el país que había derrotado al gobierno neoliberal de Macri a tan sólo cuatro años de su dañina irrupción, un objetivo central. No sólo para preservar una gobernabilidad razonable de un gobierno que, como prioridad absoluta, se veía obligado a combatir un hambre demasiado extendida en el país sino, además, para sostener y fortalecer un liderazgo esencial para encabezar el vuelco de la tortilla en América del Sur.
Queda claro, entonces, que las fuerzas que protagonizaron ese ataque inicial fueron externas e internas. El liderazgo imperial era ahora secundado por una serie de gobiernos de derecha que colorearon de rojo sangre la región. Y fronteras adentro de nuestro país, la fuerza política vapuleada electoralmente por el pueblo argentino, se mostraba, aún con las sacudidas propias de la derrota, como la cara visible que representando fielmente los intereses de un poder real que en el marco de un repliegue táctico pergeñado instintivamente para preservarse, dejaba saber que no daría respiro al gobierno popular.
Bajo tales circunstancias, y las que delineaba cierta heterogeneidad proveniente de la amplitud de la alianza que lo llevó al gobierno, Alberto Fernández limitó sus medidas de gobierno a satisfacer las urgencias de los sectores más vulnerados por el paso arrasador del macrismo y anunció que supeditaba las decisiones económicas de fondo al resultado de la negociación que iniciaba para el pago de la pesada deuda externa, aunque dejando en claro, él junto a su ministro Martín Guzmán, que no admitiría honrarla «con el hambre y la sed de los argentinos» (afortunadamente Avellaneda ya no es aquel presidente arrodillado ante los acreedores externos, sino un vigoroso municipio de la provincia de Buenos Aires gobernado por Jorge Ferraresi).
Lógicamente, bajo tal relación de fuerzas, el camino a recorrer se presentaba sinuoso y los pasos requerían ser dados con suma prudencia. Si bien, en el orden internacional, se podía ver cada vez con mayor claridad, que el mundo ya transitaba la etapa final -financiarizada- del capitalismo y pasaba de un esquema unipolar a otro multipolar, era imposible aventurar que su estallido se encontraba próximo. Cierto es que los síntomas emergían cada vez con mayor nitidez (una economía mundial en caída, una concentración de la riqueza de tal magnitud que alarmaba a muchos ricos que, como salida desesperada y statuquísta, proponían ceder parte de sus fortunas, cierre cada vez más ostensible de las fronteras de los países, llegando en los centrales a exacerbarse la xenofobia, movimientos antisistema que cobraban fuerza bajo diversas modalidades, la clara preeminencia de China en la carrera tecnológica y comercial con EE.UU: etc.), mas no lo es menos que nuestro país corría serio riesgo de recibir de lleno los golpes de esa disputa irresuelta. Y, por tanto, una meta deseada para el nuevo gobierno argentino, era la de concluir su mandato rescatando de la miseria extrema a la amplia capa de la población dejada en ese estado por el macrismo, apuntalar la ciencia y técnica para abrir un margen de independencia mayor a partir de esa área clave para el desarrollo y sostener un mercado interno que permitiera recobrar dinamismo económico a través del aumento del consumo, aunque de manera modesta. Al mismo tiempo, mediante un delicado equilibrio, emitió señales claras de su posición tendiente a recobrar la unidad latinoamericana y sus organismos, desarticulados por la ola neoliberal. En ese camino motorizó el Grupo de Puebla, se entrevistó con el presidente Andrés Manuel López Obrador, otorgó refugio a Evo Morales y García Linera tras el violento golpe pro yanqui dado en Bolivia y, sin abandonar el grupo de LIma, se diferenció del mismo apartándose de su aval al intervencionismo militar en Venezuela y a su patético cipayo Juan Guaidó. Respondiendo al aludido equilibrio, fruto de la prioridad otorgada a la negociación de la deuda externa, inicia Alberto una promocionada gira por los países centrales, comenzando por Israel.
La teoría del cisne negro o teoría de los sucesos del cisne negro es una metáfora que describe un suceso sorpresivo ( para el observador), de gran impacto socioeconómico y que, una vez pasado el hecho, se racionaliza por retrospección (haciendo que parezca predecible o explicable, y dando impresión de que se esperaba que ocurriera). Fue desarrollada por el filósofo e investigador libanés Nassim Taleb.
La aparición del coronavirus como pandemia parece adecuarse a dicha teoría, si bien algunos lo niegan porque sostienen que era predecible. Pero lo cierto es que nadie podía pronosticar a finales del año 2019 que el año 2020 llegaría al mes de abril verificando una caída de la economía mundial de más de seis puntos. Que encontraría al hasta entonces eficaz y temido imperio lleno de muertos víctimas no sólo del virus, sino de su impresentable sistema de salud e ineficiencia generalizada. País el del Norte que, además, en apenas cuarenta días vió sumergir a veintidós millones de personas en la desocupación como consecuencia de la estrepitosa caída de su economía, sacudida por una cuarentena mundial que allí fue asumida con tardanza. A los países de la vieja Europa abriendo fosas comunes y enterrando rápídamente los restos del estado de bienestar que también allí el neoliberalismo se ocupó de aniquilar. Un mundo occidental y cristiano que acudió atónito a la deslegitimación inexorable de todos la simbología de su modelo neoliberal. El déficit fiscal y la emisión monetaria dejó de ser vituperada, para acudirse a ellos con la misma desesperación con que un pez abre sus fauces al ser atrapado por el pescador. La globalización otrora glorificada y que tan eficaz resultó para expandir el temido virus, se torna rápidamente desplazada frente a la necesidad de los países de asegurar su defensa fronteras adentro. El sistema financiero, amo y señor del mundo globalizado, mostró no sólo su perversidad, sino su absoluta ineficacia frente a la crisis (derrumbe de las bolsas, caída histórica del precio del petróleo, exposición de la inoperancia del sistema bancario, etc.).
En definitiva, el mundo (al menos el así denominado por las élites) pasó con la velocidad del rayo y sin intervalo alguno, de la certidumbre de las reglas establecidas por él mismo, al desbarajuste de un abrupto cambio cuyos contornos definitivos se desconocen. Uno en el que los viejos y resquebrajados Estados-Nación, recobran inusitada legitimación frente al descrédito de la globalización financiera predominante, nave que con el sistema neoliberal como su mascarón de proa, cruje sobre el oleaje que la dirige inexorablemente hacia el iceberg que la destruirá.
Ahora bien, quiere esto decir que el coronavirus, como fracasado galeno del ya moribundo sistema capitalista financiarizado y neoliberal, cederá su lugar sin más ni más al sepulturero. Sin duda que no. El sepulturero deberá cumplir inexorablamente su rol, pero serán las víctimas del convocado por la parca, quienes deberán acelerar su entierro. Son los pueblos del mundo, ahora recluidos en sus propios estados, los que deben cavar la fosa para enterrar definitivamente al sistema que terminó representando con más sombras que luces a una era que se desploma con él. Y son esos pueblos los que, con inteligencia, imaginación, coraje y solidaridad, están llamados a conformar el molde de la nueva organización social, económica, política y de relaciones internacionales de la nueva era.
La peste negra en el siglo XIV produjo, junto a los 48 millones de europeos que se llevó, la muerte del sistema feudal, para dar lugar a la era moderna. El coronavirus, bichito microscópico que, como dice Rachid, carece de vida propia y requiere de una cédula para obrar, es muy posible que termine con la era que transitamos. La edad moderna, con sus avances y retrocesos, significó un avance gigantesco frente a la se manifestó mediante el feudalismo. Como lo hizo entonces, nuevamente el mundo ingresará en un sistema superador. Ese desconocido que subyace y que entre todos, seguramente de modo imperceptible, estamos forjando, también será mejor que el sistema que quedará atrás.
Pero si la globalización como portadora de un mecanismo social y económico que fenece, deja su lugar a los estados nación, hay que comprender que la disputa de poder que inevitablemente sobreviene entre sus actuales detentadores y los que pretenden moldear un nuevo orden, ha de darse al interior de esos estados. No faltará quien diga que ese retorno al viejo estado-nación, lejos de representar un avance, implica un grave retroceso del orden mundial. Pues bien, quien así piense, se equivoca. Es que no es la globalización como instrumento de relacionamiento de los seres humanos que la ciencia ha facilitado lo que se termina. Sino su significante político y económico. Por lo tanto, cuanto tenderá a desaparecer es la disputa de poder en ese marco simbólico. Y la retracción de los pueblos a los estados nación será, a no dudarlo, de carácter temporal. En ellos se formateará un modelo llamado a predominar en el porvenir y, por cierto, una vez consolidado, se expresará también de modo global. Alguien que supo anticiparse a los tiempos nos enseñó que el estado será sucedido por las regiones y éstas por una organización global. Falta mucho para ello, pero todo llega. Mientras tanto, lo que se retrae al territorio nacional es el campo de batalla. Allí se batirá el viejo régimen con el naciente para terminar instaurando las nuevas reglas.
Por eso asiste mucha razón al compañero y amigo Jorge Rachid. El ataque a la cuarentena materializa hoy el ataque al gobierno nacional y popular. Quienes atacan luchan por mantener el viejo régimen en nuestro país, del mismo modo que, en otros países, las fuerzas viejas y las nacientes, vestirán otras casacas, pero no será muy distinto el trofeo en juego.
Y cuando ataca el poder real todavía preponderante a la cuarentena, no lo hace por discrepar con el gobierno en el terreno de la salud. Opera porque sabe perfectamente que la disputa es de poder. Del que actualmente y de modo nefasto, detenta. Torcerle el brazo al gobierno y lograr que caiga la cuarentena, haciendo prevalecer sus ganancias por sobre la salud de los argentinos, significa su victoria sobre la fuerza naciente y, por lo tanto, el retraso de la caída de la vigente. Entonces, para el gobierno, como inesperado emergente de las fuerzas que pugnan por el nuevo orden, la cuarentena también ha dejado de ser sólo una medida que persigue el resguardo de la salud y la vida de los argentinos. Lo es, pero en un sentido que trasciende largamente el de una resolución de carácter sanitario. Su mantenimiento, en este momento, es el instrumentó que se erigió para doblegar al establishment en esa disputa de poder. Es la herramienta para vencer. Por lo tanto debe ser mantenido todo lo necesario. Y para mantenerlo el gobierno está apelando a cuanto tiene a su alcance, que no es otra cosa que los medios que le proporciona un estado desvencijado por el gobierno neoliberal, ocasionándole severas dificultades para su gestión. Para triunfar, la batalla por el poder no puede esperar a la finalización de la pandemia. Alberto Fernández cuenta con un enorme apoyo popular, que sólo puede preservar si, ya mismo, inflige al adversario golpes certeros, que le permitan evitar un seguro contragolpe. Y debe hacerlo no sólo manteniendo la cuarentena, sino incorporando otras medidas en su ayuda. Tales son la estatización de los servicios públicos, de los depósitos bancarios, de YPF, del comercio exterior, de la producción de acero, el llamado a una nueva constitución nacional colocando para ello en comisión al poder judicial que, de lo contrario la saboteará, devienen imprescindibles y, en este momento, contarán con un apoyo popular harto significativo..
No desconozco que se trata de medidas que conllevan sus complejidades. Pero, a no dudar, que como lo sostiene Amado Boudou, lo único que realmente requieren, es la voluntad política de llevarlas a cabo. Cierto es que el gobierno nacional vino con ambiciones más acotadas, porque así lo imponían las circunstancias. Pero éstas cambiaron estrepitosamente y, como dijo Ortega y Gasset, es «el hombre y sus circunstancias». Alberto Fernández, que vino a terminar con el hambre de millones argentinos, se paró con valentía para enfrentar la pandemia. Ahora debe usar esa valentía, su reconocida inteligencia y el apoyo de su pueblo, para advertir que está parado frente a la historia.
(*) Abogado penalista, ex concejal de Pilar