El 2 de octubre de 1924, además del día del histórico gol de Onzari, fue una fecha clave en la vida de la familia Lugones.
La escena, ocurrida el 2 de octubre de 1929, era algo vergonzosa: ese hombre, nada menos que Leopoldo Lugones, el “poeta nacional”, el orador fascista que supo anunciar “la hora de la espada”, sollozaba arrodillado, con las manos en posición de rezo, ante el presidente Hipólito Yrigoyen. Y decía:
–Se lo suplico por el honor de la familia…
En este punto, es necesario retroceder a otro 2 de octubre, el de 1924. Paradojas del calendario.
Aquel sábado fue un día histórico, tanto para la radiofonía como para el fútbol. Porque era la primera vez que se transmitía un partido en vivo a través de las ondas hertzianas.
El encuentro –disputado en la cancha de Sportivo Barracas ante 30 mil espectadores– fue entre la Selección Argentina y la de Uruguay (que meses antes había obtenido la medalla de oro en las Olimpíadas de Francia). Pero tal evento tuvo otra singularidad: un increíble tanto del equipo local, convertido por el delantero de Huracán, Cesáreo Onzari, al ejecutar un córner sin que la pelota, en el trayecto al arco, fuera tocada por otros jugadores. Había sucedido ese milagro de la física que se conocería como “gol olímpico”.
También fue una jornada inolvidable para la familia Lugones, dado que, por esas mismas horas, don Leopoldo se enteraba por el diario La Nación que acababa de ser honrado con el Premio Nacional de Literatura, mientras que un suelto de ese mismo tabloide informaba que su único hijo, también llamado Leopoldo, al que todos llamaban “Polo”, había obtenido el cargo de director del Reformatorio Olivera.
Pero, exactamente cinco años después, Lugones repetía, ante la mirada incómoda de Yrigoyen (ya por segunda vez en el Sillón de Rivadavia) aquella penosa frase:
–Se lo suplico por el honor de mi familia…
Intercedía por su vástago, quien había cometido un desliz: violar niños en el Reformatorio. Y estaba por ser condenado a diez años de cárcel.
El hijo pródigo
Por entonces, su condición de perverso polimorfo era ya la comidilla de la alta sociedad porteña. Pero había que reconocerle una virtud: su gran amor por los animales. De hecho, siendo solo un púber, el papá lo sorprendió sodomizando una gallina. La imagen fue difícil de digerir: esa criatura esmirriada, rubicunda y con ojos inyectados en sangre, retorcía el pescuezo del ave para optimizar semejante “performance” con sus convulsiones de muerte.
Ahora, a meses del comienzo de la “Década Infame”, Yrigoyen accedía de mala gana al pedido del escritor.
¿El honor de su familia había quedado a salvo?
Sí, al menos en el plano penal. Pero el escritor no le pagó a Yrigoyen con la misma moneda.
El 6 de septiembre de 1930, este fue derrocado por el general José Félix Uriburu. La proclama golpista había sido redactada por Lugones.
Uriburu reservaba una misión crucial para el joven Polo.
A punto de cumplir 32 años, ese tipo retacón, de mirada turbia y cabello ralo a la gomina, xhibía una asombrada emoción.
–Gracias, general. No lo voy a defraudar – soltó con voz atiplada.
Uriburu, atrincherado en su escritorio, lo escrutaba con beneplácito. Le había ofrecido la jefatura de la Sección de Orden Político de la Policía de la Capital. Esa designación incluía el grado de comisario inspector.
Para alguien sin formación en el oficio policíaco y con prontuario por delitos sexuales, tal cargo era como tocar el cielo con las manos.
–No lo voy a defraudar –insistía Polo, con tono aún más agudo.
Uriburu confiaba en él. Y sonrió.
–Tenemos mucho trabajo por delante –fue su frase al despedirlo.
El amor no siempre vence al odio
En esa época, tras una exitosa escala por Boca Juniors, el crack Onzari había vuelto al plantel de Huracán.
Es muy difícil que, entonces, no se enterara del vía crucis transitado por el preparador físico del club, Amadeo Pizzi, un yrigoyenista de pura cepa que, por ello, fue recluido por meses en la Penitenciaría Nacional.
Allí fue martirizado por el mismísimo Polo.
Su funesta fama crecía como una bola de nieve, al punto de que, el 27 de noviembre de 1933, Crítica publicó una caricatura suya que lo mostraba como un monstruo, con el siguiente título: “El torturador Lugones”.
–¿Qué es un torturador, papi? –preguntó su hija Susana, apodada “Pirí”, de apenas ocho años.
Ella era el fruto del matrimonio de su padre con Carmen Aguirre, quien no tardó en separarse de él por sus apetencias pedófilas.
La inquietud de Pirí no asombró a ese hombre.
Y su respuesta fue:
–Ya lo sabrás, m’hija.
Palabras proféticas.
Lo cierto es que “papi” se había convertido en un verdugo de laboratorio, ya que con sus propias manos arrancaba confesiones a los detenidos. Tanto es así que su inventiva para el mal lo llevó a ser el introductor de la picana eléctrica para fines represivos.
Pero era un hombre muy familiero. De modo que lo afligió sobremanera que su progenitor, ya de 63 años en 1938, tuviera un amorío arrebatador con la joven estudiante Emilia Cadelago. Una herejía.
El hostigamiento de Polo hacia el adúltero fue implacable, lo cual hizo que, el 18 de febrero, este se suicidara con cianuro en un recreo del Tigre.
En esa época, Onzari ya se había retirado de la práctica del fútbol, y oficiaba como ayudante de campo en el club de sus amores.
Falleció en 1961 tras una larga enfermedad.
Diez años más tarde, ya convertido en un fantasma apenas disimulado, Polo Lugones se descerrajó un tiro en el cuello y, malherido, se arrastró hasta la cocina para prender una hornalla. Murió asfixiado.
A su hija Pirí la asesinaron siete años después en la ESMA, luego de ser salvajemente picaneada.
Quizás en ese momento haya visto la mirada oblicua de su padre en los ojos de sus verdugos.
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales