Columnistas

Por amor al arte: el crimen pasional que terminó en una enorme falsificación de cuadros

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Fue a comienzos de 1964 cuando ocurrió esa llamada telefónica.

–Hola, Raúl, soy Moises. Vea, tengo acá unas obras que se le atribuyen. ¿Podría usted venir a confirmarme si son realmente suyas?

Raúl era Soldi y Moises, un marchand apellidado Yahbes, cuya galería de arte estaba en la avenida Santa Fe al 1100.

El pintor no tardó en llegar allí. Las seis telas que le mostraron –todas con trazos tenues y luz azulada, casi difusa– encajaban con su estilo. Pero un golpe de ojo le bastó para determinar que eran falsas.

Yahbes supo asimilar eso con entereza. Entonces contó que, días antes, había caído en su local un tal Julio González, quien dijo haber sido directivo de la revista “Continente”, una publicación especializada en plástica que, por esa época, ya no existía. En sus páginas solían aparecer pinturas de Soldi.

De hecho, en el dorso de las obras que él ahora no reconocía había un sello con la palabra “Continente” y una fecha (día y mes, sin la indicación del año), también sellada. Tras unos segundos de silencio, el galerista dijo:

–¿Sabe? El hombre me dijo que usted no había retirado los originales, por lo que él los conservó.

Yahbes había considerado creíble tal excusa. Y también el ofrecimiento en sí. Sólo que un detalle le parecía extraño: el precio irrisorio que ese sujeto pedía; 15 mil dólares por todo el paquete, cuando cada tela costaba el triple. Y no lo pensó dos veces, comprándolas en el acto.

Lo cierto es que detrás de este asunto palpitaba una historia de ambición y muerte.

Naturaleza muerta

“Continente” se editó entre 1947 y 1955. Su fundador: el secretario de prensa del gobierno peronista, Oscar Lomuto (luego distanciado del General debido a su enemistad manifiesta con Evita). El tipo tuvo por socio a Carlos Peláez, un periodista uruguayo que firmaba sus artículos con el pseudónimo de “Joaquín Dávila”.

En sus 30 números se reprodujo casi un millar de obras firmadas por artistas argentinos, quienes se desvivían por publicarlas en sus páginas. Claro que ello tenía un precio: la no devolución de esas telas. Si bien la mayoría no tenía una gran cotización en el mercado –puesto que exhibían firmas nóveles–, también había cuadros de Antonio Berni, Carlos Victorica, Quinquela Martín, Juan Carlos Castagnino y otros consagrados.

De manera que Lomuto y Dávila acumularon una apreciable pinacoteca.

En 1955 la revista comenzó a declinar debido a dificultades financieras, a lo que se sumaba la proximidad del golpe de Estado. Entonces Dávila creyó que su salvación podría estar en la conquista del mercado estadounidense. El plan consistía en obtener un permiso para llevar cuadros argentinos a Nueva York con el pretexto de una muestra y luego regresarlas al país. Pero su idea era vender allí las obras y no volver a Buenos Aires.

En junio puso tal proyecto en marcha. A tal efecto, ordenó embalar unos 20 cuadros –los más valiosos de su colección– para su traslado por mar hacia los Estados Unidos, lo cual –según su plan– se iría a concretar al mes.

Fue en esas circunstancias cuando le dijo a su esposa, María Teresa, que viajaría solo, porque quería separarse definitivamente de ella. Eso ocurrió durante un almuerzo en el hogar conyugal

La señora, estupefacta, intentó que él cambiara de actitud. Ese intento se prolongó por semanas, sin que Dávila cediera.

–Estás vieja y acabada –le decía una y otra vez. Y acotaba que habia estado hasta entonces con ella por “lastima”.

¿Acaso semejantes manifestaciones de crueldad eran simplemente fruto de su exasperación por no poder sacársela de encima?
Todo indica que no. Y que su verdadero propósito era nada menos que instigarla al suicidio.

Fue en una mañana de julio cuando él repitió por última vez:

–Estás vieja y acabada.

Ella rompió en llanto. Él la observaba con una expresión maliciosa. Y al cabo de unos segundos, con un movimiento casi imperceptible, dejó al alcance de la mujer un revólver calibre 22 con su carga completa, antes de partir hacia la redacción de la revista.

Pero el arma cambiaría de dirección.

Horas más tarde, María Teresa irrumpió en el despacho de su cónyuge. Y sin mediar palabra, le descerrajó tres tiros en la cabeza.

Dávila dejó de existir antes de caer al suelo. Aún así, ella le dispensó un cuarto tiro al cadáver. El testigo auditivo del crimen fue el escritor uruguayo Augusto Delfino, quien se encontraba en una oficina contigua.

Quiso la casualidad que, al instante, llegara Lomuto, acompañado por el dibujante Juan Carlos Colombres (a) “Landrú” y el periodista Rogelio García Lupo. Sin decir una palabra, Delfino los condujo al despacho del difunto. Allí, Dávila yacía en medio de un charco de sangre. Y hecha un ovillo en un rincón, la matadora  tenía los ojos clavados en un punto indefinido.

Luego acudió la policía, llevándosela de allí con las muñecas esposadas por la espalda. ¿Caso cerrado?

La odisea pictórica

La situación penal de la mujer era difícil, dado que había cometido un crimen con “premeditación” (ella había viajado en taxi hasta el lugar del hecho con un arma en la cartera). Y con “alevosía” (ella gatilló un cuarto tiro cuando Dávila ya estaba muerto). En consecuencia, no podía ampararse en el atenuante de la “emoción violenta”. Pero, cuando le dictaron la prisión preventiva, su abogado pidió la excarcelación con fianza, que le fue concedida. En total, María Teresa estuvo presa poco más de un mes antes de recuperar la libertad.

En paralelo, las cajas con los cuadros salieron del país rumbo a Uruguay (el puerto de Montevideo fue la escala inicial del barco en su periplo hacia los Estados Unidos). Y, al parecer, esa valiosa carga quedó allí.

Una semana después, debido a una apelación del fiscal, la excarcelación de María Teresa fue revocada y se ordenó otra vez su arresto. Sin embargo, ella ya no estaba en Buenos Aires. Había viajado a Brasil. Desde Porto Alegre, llegó a la Santana do Livramento en ómnibus. Y sin dejar rastros, ingresó a la ciudad fronteriza de Rivera, al norte de Uruguay, donde se registró con un nombre falso en un hotel.

Costaba creer la soltura con la que esa ama de casa abandónica se movía en la clandestinidad.

Meses después, conoció en Montevideo al argentino Julio González, de 40 años, quien vivía del contrabando “hormiga” entre las dos orillas del Río de la Plata. Se hicieron amantes y comenzaron a vivir juntos en un departamento que ella alquiló en el barrio Artigas.

Desde entonces, él ofreció a posibles compradores, tanto de Montevideo como de Buenos Aires, los cuadros en poder de la mujer.
Uno de los adquirientes fue el abogado porteño Roberto Olea Marañón, quien no ignoraba el origen de las telas. Otro, el empresario Alfredo Fortabat, quien así consiguió un Berni para regalarle a su amada Amalita.

Hasta ese momento, la autenticidad de las telas traficadas por González estaba fuera de duda. Pero ya entrada la década del ‘60, el stock se le acabó.

Eso no le impidió continuar con el negocio de marchand, sólo que ahora  su mercancía era apócrifa, bendecido por una circunstancia de geográfica: en Montevideo operaba una vasta estructura abocada a la falsificación de cuadros atribuidos a pintores argentinos, uruguayos y brasileños, para posteriormente comercializarlos en sus países.

Fue en medio de semejante contexto cuando González se dejó caer en la galería de Yahbes con las seis telas no pintadas por Soldi. Desde luego que tras aquella venta hubo una denuncia, seguida por una pesquisa policíaco-judicial que quedó en la nada.

Nunca más se supo de María Teresa ni de González.

En 1966, Soldi –ya convertido en uno de los artistas más falsificados del país– cerró esta historia con una exposición muy particular: la colección de los cuadros que llevan su firma, pero que él jamás pinto. 

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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