La perdurabilidad de la República -y hasta de la democracia- reside no en las palabras de la ley sino en las generalmente volátiles convicciones que anidan en los pliegues más íntimos de la conciencia humana.
Son esos inasibles pensamientos los que permiten que la libertad asegurada en la letra de la ley se vea equilibrada por frenos auto impuestos que hacen que las personas no hagan TODO lo que teóricamente podrían hacer si fuera por las permisividades garantizadas en los reglamentos.
Esa especie de autocensura que mantiene al ser humano dentro de la razonabilidad que todo el mundo espera pero que no es judicialmente exigible, es el mejor reaseguro para una vida libre y al mismo tiempo armónica en una convivencia caracterizada por la concordia.
La sociedad ideal sería, entonces, aquella integrada por un conjunto humano que no precise de la casuística de la ley para vivir y en la que el olfato extrasensorial de todos diera por descontado lo que se puede y lo que no se puede hacer.
En el otro extremo se ubicarían las sociedades que necesitan de un reglamentarismo detallista en donde poco que menos que los ciudadanos tienen indicada por la ley y los reglamentos la hora a la que se tienen que lavar los dientes.
Por supuesto entre uno y otro extremo existe una variedad de grises que tornasolan la diversidad de la comunidad global.
En 1835, cuando Alexis de Tocqueville diseccionó en un análisis -no solo formidable sino, en muchos aspectos, profético- la democracia norteamericana, advirtió como nadie las fuentes de esos frenos inhibitorios que, paradójicamente, eran el cimiento más fuerte e importante para que la ley pudiera garantizar un amplio margen de libertad individual para que cada uno “persiga su propia felicidad”, como rezaba el párrafo inicial de la Declaración de la Independencia redactada por Thomas Jefferson en 1776.
Una de esas fuentes de equilibro era la religión. En efecto, mientras por la ley cada cual podía hacer casi todo lo que le viniera en ganas, había convicciones íntimas trasmitidas por generaciones que le ponían límites no escritos a las formas, a los fines y a los medios de buscar y conseguir felicidad: nadie podía decirle nada a nadie por intentar ser feliz como fuera, pero, al mismo tiempo, había un orden no-legislativo, comprendido y compartido por todos de que aquellas facilidades legales tenían un límite.
Todos ellos, al mismo tiempo, entendían que el peor favor que podría hacérsele a la República, a la democracia y a la mismísima libertad era intentar llevar esos limites al texto de la ley: cada uno debía darse cuenta solo, sin que la ley se lo dijera, cuándo, a pesar de que técnicamente no se estuviera infringiendo ningún reglamento, que lo que se pretendía hacer no correspondía.
Tocqueville advirtió que la erosión de aquella base moral, antes que ampliar la libertad, la aniquilaría.
A su vez identificó a la mujer como la principal polea de transmisión de aquella compleja trama de convicciones. Eran las madres la que día a día formaban ese fluido haz de ideas y creencias que debían actuar siempre y en todo momento, acompasadamente con la ley.
Por eso no tardó en comprender por qué los americanos le habían entregado a las mujeres todo el poder que emanaba de las aulas.
En América, describía el francés, es muy raro encontrar un hombre al frente de los alumnos: son las mujeres las que moldean la mente de los ciudadanos del futuro.
Esa comprobación -Tocqueville siempre describió a los EEUU como un enorme experimento de compensaciones- aparecía equilibrada por el hecho de que los muchachos -después de la escuela- se entregaban a las tareas que necesitaban de la guía del padre, mientras que las niñas hacían lo mismo pero en los trabajos de la casa.
Esa base ponía en funcionamiento una fenomenal maquinaria espontánea que creaba un “orden natural” que convivía parí pasu con las formalidades burocráticas de la ley. Y no era raro que, cuando ambos órdenes discrepaban, la preferencia social se inclinara por lo que indicaban las costumbres antes que por las engoladas palabras del legislador.
Han pasado casi dos siglos de aquel escenario, pintado con la precisión de un artista de la palabra. Naturalmente mucho ha cambiado no solo en el mundo sino en los propios EEUU, donde Tocqueville creyó descubrir el nacimiento de un experimento sociológico original llamado a convertirse en un motor de riqueza, afluencia y paz interior a la vez que en el líder de lo que él por primera vez insinuó como “mundo libre”.
Sin embargo, los “requisitos” para que la libertad perdure no han cambiado demasiado. La regla de que la reglamentación excesiva -aunque sea vendida por los políticos como una vía para “ampliar” derechos- pone a la libertad en riesgo y que esta sigue siendo más viable en los países con un orden jurídico más “liviano” pero con costumbres no escritas más “severas”, sigue siendo una verdad comprobada por la fuerza de la evidencia y de los hechos.
Es de esta cruza de elementos aparentemente contradictorios (una ley escasa y general que no entrega sino que reconoce los derechos con los que el hombre nace y unas costumbres severas que detienen los excesos antes de que se produzcan) que surge el experimento social que hasta ahora ha demostrado ser o solo el que produce el mayor bienestar material posible para los seres humanos (siempre partiendo de la idea natural de que ellos son todos diferentes) sino también el que genera un clima de armonía y paz que a su vez contribuye como nada al desarrollo económico.
La ciencia política ha tenido dificultades para definir con una palabra este “producto”. Los que apoyados en la liberalidad de la ley lo llamaron “liberalismo” no les fue fácil sustentar la defensa de normas no-escritas muy severas y muy restrictivas. Los que, haciendo centro en esto, lo llamaron “conservadurismo” no podían explicar fácilmente cómo esa corriente propiciada fuertemente el vuelo irrestricto de la innovación y de la novedad.
Muchos de los eternos conflictos entre la ciencia (que vive del desafío a lo establecido) y la religión (que plantea la preservación de verdades eternas) tienen su origen en esta cruza de ADNs.
En los EEUU, el mismo país que dio origen a los hallazgos sociológicos de Tocqueville, esta situación de “conflicto” se trasladó a los partidos. Así se puede decir que, en general, el Partido Republicano es un partido “conservador” en lo que hace a las costumbres sociales y “liberal” en materia económica, entendiendo por eso es ser partidario de una amplia libertad para los individuos y de una competencia lo más “perfecta” posible en materia comercial tanto interna como internacionalmente.
Por el otro lado, el Partido Demócrata se fue identificando como un partido más “liberal” en lo que hace a las costumbres sociales y más partidario de un orden jurídico más amplio e intervencionista en lo económico.
Sin embargo estos encasillamientos esquemáticos son solo eso: análisis estáticos que en las últimas décadas se han visto influenciados (y por lo tanto modificados) por una serie de circunstancias tanto internas como externas de los EEUU.
Por ejemplo, Ronald Reagan vería con una mezcla de asombro e incredulidad al Donald Trump de hoy ¿Un candidato republicano que prometa cerrar el comercio de los EEUU, amenace con “tarifas” (así llaman los norteamericanos a los derechos de importación) y proponga un “retiro” del país de los escenarios internacionales para ensimismarse en un encierro autárquico? Poco menos que impensable.
Al revés, ¿un Partido Demócrata que no haga nada frente a inmigrantes que le sacan el trabajo a los norteamericanos o que favorezca acuerdos de libre comercio por el que las fuentes de trabajo locales puedan entrar en peligro? Tan impensable como los cambios que anotamos en la otra vereda.
Pero aquí hay también una sugestiva coincidencia: en donde no hay mayores cambios (al contrario, creo que las tendencias originales se profundizaron) es en el costado no-económico de las concepciones de ambos partidos. Allí el sesgo conservador de los republicanos y el sesgo líberal (con acento en la “i”) de los demócratas se ha mantenido y, como digo, acentuado.
La prevalencia de esas características ha generado líderes que explotan las exageraciones de esos sesgos originando “populismos” (es decir, un “irse en vicio” de lo “popular” o de lo “mayoritario”) que amenazan por extremos distintos la perdurabilidad de las repúblicas democráticas. Y pasé a hablar aquí en plural y no en exclusividad de las EEUU porque este esquema -que por las características típicas del excepcionalismo norteamericano era más evidente en ese país y, por lo tanto, más fácil de explicar- se ha repetido en muchos países del mundo, por no decir en la mayoría.
Es como que el escenario que vio y describió magistralmente Tocqueville en la democracia norteamericana del siglo XIX dio, en dos siglos, una vuelta completa de campana y ahora se convirtió en uno en donde las costumbres, ideas y creencias no-escritas de las sociedades son las que primero ponen en peligro las libertades civiles, tanto económicas como políticas de los países.
¿Dónde aparece la Argentina de Milei en todo este lío?
Milei aparece obviamente como un liberal económico, costado este que no necesita demasiada explicación porque es autoevidente.
Creo que también es un liberal en lo civil, si por eso entendemos alguien que respeta la división de poderes, la independencia de la justicia y la libertad de expresión (con independencia de los berrinches que aparecen cuando se siente criticado: puede enojarse pero no utiliza el aparato del Estado para ir contra los medios; lo suyo son arranques y respuestas personales, no del Estado).
Milei es también un “conservador” desde el punto de vista de las costumbres: religioso, anti-aborto, contrario a la creencia de que haya más de dos géneros, aunque muy tolerante del matrimonio igualitario.
En teoría, entonces, el presidente se parece bastante a la combinación eficiente que Tocqueville observara en los EEUU del siglo XIX: un hombre de costumbres conservadoras y proclive a un orden jurídico escaso y permisivo.
El problema es que eso se verifica en él, pero está lejos de ser el mainstream social, más apegado a la veneración de una persona que a la simpatía por un sistema.
Por eso no creo que Milei sea “un peronista antiestatal”, como se ha dicho. Sí creo que probablemente haya comprendido que a la idiosincrasia argentina no se la conquista con explicaciones cartesianas sino que es necesario contar con una impronta personal que, en efecto, lo puede hacer aparecer como un “populista”.
En mi opinión, el presidente no es un populista tal como siempre hemos entendido ese término. O, en todo caso, es un populista que vino a terminar con el populismo.
Habría que inventar un término nuevo para ser justos con el presidente. Yo diría que Milei es un libertario-conservador-popular.
Ya sé: dije “un término nuevo” y usé tres que, encima, no son nuevos. Es verdad. Pero también es cierto que eso (todo eso) es Milei.
Habrá que ver si su popularidad le da para terminar con el populismo y su libertarismo económico le permite cortar con la miseria del socialismo peronista.
Aunque lo más difícil de todo es que su conservadurismo se traslade a costumbres más severas de la sociedad que, desde allí, sostengan tanto la nueva libertad económica como un sentido de empatía privada que reemplace tanta chantada en cuanto a querer seguir imponiendo un sistema que fuerce la solidaridad por decreto. Esa mentira demagógica sí es populismo, algo muy diferente de lo que persigue el presidente.
(*) Periodista de actualidad, economía y política. Editorialista. Abogado, profesor de Derecho Constitucional. Escritor