Columnistas

Somos de la Gloriosa Número 12

Por Ricardo Ragendorfer (*)

José Barritta comandó la hinchada de Boca desde 1981 hasta 1994, cuando terminó preso por el crimen de dos hinchas de River después de perder un clásico en la Bombonera.

El superclásico, jugado el 12 de abril de 1998 en la Bombonera, fue trepidante: River metió el primer gol; pero, finalmente, Boca se impuso por 3 a 2. Y Claudio Caniggia (autor de dos tantos) fue el artífice del triunfo. Desde luego que en eso también incidió un penal errado por los millonarios.

Detengámonos en esa escena.

Transcurrían cuatro minutos del segundo tiempo cuando Mauricio “Chicho” Serna derribó a Roberto “Diablo” Montserrat en el área boquense. El penal fue ejecutado por el chileno Marcelo Salas. Pero la pelota, después de rozar el travesaño, terminó en el alambrado de la tribuna local. Allí, el núcleo duro de la hinchada xeneize había desplegado una enorme bandera, en la que se leía: “Abuelo traidor”.

Tal imagen –exhibida a la noche por el programa Fútbol de Primera– supo inquietar a un televidente, quien la vio por la pantalla de un viejo televisor en el Pabellón 19 del penal de Villa Devoto. Era José Barritta (a) “El Abuelo”.

En su figura palpitaba una parábola del poder.

Nace una estrella 

El Abuelo –llamado así por su pelo prematuramente encanecido– había hecho del fútbol su medio de vida. Pero no como jugador, sino desde la tribuna. Y tal vez a principios de los 70, cuando empezó a frecuentar la segunda bandeja del estadio de Boca, vislumbrara su destino de grandeza.

Allí, el paravalancha del medio era el puesto de mando del primer líder de La Doce, Enrique Ocampo (a) “El Carnicero Quique”, a quien él le rendía una exagerada pleitesía. Además, se hacía notar en los duelos a cadenazos con las hinchadas rivales. Así, ya en 1978 –con 26 años de edad– fue merecedor de ciertas prebendas: participar en los almuerzos semanales con el plantel, tener entradas gratis e, incluso, pasajes de avión cuando Boca jugaba en algún país limítrofe. Sin embargo, El Abuelo iba por más.

De modo que, en 1981, se le “rechifló” a Ocampo, junto con un grupo de adláteres (entre quienes estaban “Querida” Quintero, “El Narigón” Herrera y Luis “Cabeza de Poronga”), mediante un sorpresivo ataque a barras leales en Rosario, antes de un partido con Central. Y la etapa final de esa ofensiva ocurrió dos días después, cuando su falange liquidó en la Plaza Matheu, cercana a la Bombonera, al ejército residual del Carnicero.

El siguiente paso fue ir al predio de La Candela, escoltado por su guardia pretoriana (cuarenta tipos con cara de pocos amigos) para presentarse al plantel como el nuevo jefe de la hinchada.

El protocolo de aquella visita –diríase– oficial pareció inspirado en algún thriller de Quentin Tarantino. Los jugadores, con Diego Maradona a la cabeza, fueron arrancados de la siesta para congregarse en el salón de usos múltiples, alrededor de una mesa de ping-pong.

Entonces, El Abuelo apoyó allí su pistola Ballester Molina, y solo dijo:

–O ganan, o son boleta.

Dicho esto, lo miró al Diego, antes de soltar:

–Con vos no es la cosa, pibe.

Por toda respuesta, el aludido tragó saliva.

Con tal demostración de autoridad comenzó su reinado, que se estiraría por trece largos años. En tal lapso, La Doce experimentó un cambio notable, ya que esa comparsa tribunera solo apta para trifulcas de callejón fue adquiriendo la estructura de una empresa con engranajes perfectamente aceitados. ¿Acaso Barritta se anticipaba al tipo de Sociedades Anónimas de la era menemista?

El patrón de la tribuna 

Lo cierto es que su singularidad hizo de él un habitué en las páginas sociales de revistas como Caras y Gente, para cuyos fotógrafos solía posar con desgano en las discotecas de moda.

Cabe destacar que, entre sus nuevas relaciones, había avezados hombres de negocios, quienes lo consideraban uno de los suyos. Y no estaban errados.

Pues bien, entre el conglomerado de asuntos bajo su control resaltaba la reventa de entradas (recibía sin cargo del club unas 500 populares y 90 plateas), el canon en la cancha a los puestos de comida y bebida, las “cuotas” mensuales aportadas por los jugadores, el lucro obtenido con el estacionamiento en calles aledañas a la Bombonera durante los partidos, el merchandising ilegal y, claro, la venta minorista de droga, entre otros “servicios” más ocasionales. Hasta creó –siempre con sus amigotes más íntimos– la Fundación La Doce para canalizar los billetes malhabidos.

El Abuelo era un auténtico CEO. Pero también, un mariscal de campo. Y lo demostró con creces en las grescas –a veces, sangrientas– que, durante casi tres lustros, causó su tropa, sin consecuencias penales que lamentar. Hasta el 30 de abril de 1994.

Aquel sábado, River había quebrado en la Bombonera –con dos goles de Hernán Crespo y el “Burrito” Ortega– una racha adversa con Boca de casi tres años. A la salida, La Doce emboscó a dos camiones con hinchas visitantes. Los disparos retumbaron en el cruce de Ingeniero Huergo y Brasil. El saldo: cuatro heridos y dos muertos (Ángel Delgado y Walter Vallejos).

Horas después, Barritta terminó tras las rejas junto con ocho miembros de su estado mayor, a saber: Miguel Santoro (a) “Manzanita”, Federico Cáceres (a) “Bolita Niponi”, Marcelo Aravena (a) “La Peste”, Daniel Silva (a) “Gordo Dany”, Jorge Villa (a) “Corbacho”, Juan Almirón (a) “Gomina”, Mario Bellusci (a) “El Uruguayo” y Edgardo Allende (a) “El Chino”.

Los nueve convivieron en un sector del penal de Villa Devoto. Pero, a los dos años y medio, El Abuelo fue súbitamente mudado a otro pabellón, sin que en ese momento trascendiera el motivo.

Recién se reencontraría con el resto en una sala del Palacio de Tribunales a principios de 1997, al comenzar el juicio oral contra ellos.

Pero entre él y los otros hubo una diferencia: Barritta había sido excluido de la acusación por “homicidio” y solo sería juzgado por “asociación ilícita”.

Eso fue a cambio de “batir” a sus compañeros de causa.

En tal sentido, no es una exageración decir que el otrora líder de La Doce había “cantado –como se dice en la jerga tumbera– hasta la Marsellesa al revés”.

Así logró que su condena fuera más benévola (ocho en vez de 20 años).

Aún estaba en la cárcel de la calle Bermúdez cuando, durante esa noche otoñal de 1998, vio por la pantalla del viejo televisor del Pabellón 19 la enorme bandera en la que se leía “Abuelo traidor”.

Poco después –mediante el dos por uno– salió en libertad.

Ya nunca volvió a ser el mismo.

En febrero de 2001, irremediablemente solo, olvidado y sin haber vuelto a pisar la Bombonera, una neumonía lo llevó al Más Allá.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

 

 

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