Columnistas
Tata Yofre y el misterio de los documentos secretos del Batallón 601
Por Ricardo Ragendorfer (*)
El 13 de diciembre, ya casi sobre el cuadragésimo quinto aniversario del ataque efectuado por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) a las instalaciones del Batallón de Arsenales “Domingo Viejobueno”, en el sur del Gran Buenos Aires, el periodista Juan Bautista Yofre (a) “Tata” –quien fuera el primer jefe de la SIDE del menemismo– publicó en el portal Infobae un extenso artículo titulado: “La intrigante historia de cómo infiltraron al ERP e hicieron fracasar el copamiento guerrillero al cuartel de Monte Chingolo en 1975”.
La incursión insurgente había empezado durante el atardecer del 23 de diciembre y se prolongó hasta entrada la mañana siguiente. Participaron unos 80 combatientes, quienes en realidad no imaginaron que allí los aguardaba una sorpresa. De modo que el enfrentamiento tuvo un saldo acorde con semejante circunstancia: 53 guerrilleros y seis militantes muertos, además de un número impreciso de pobladores masacrados por la represión en el caserío lindante a la unidad. La milicia guevarista liderada por Mario Roberto Santucho jamás pudo sobreponerse a tal derrota. Aún así lo ocurrido pasó a la historia como la mayor batalla librada por la guerrilla en Argentina, pese a que en sus hendijas subyacía una operación de inteligencia laboriosamente tendida por el Batallón 601 del Ejército, en base a un alcahuete que actuaba en las filas del ERP. Su nombre: Rafael de Jesús Ranier (a) “El Oso”.
Según Yofre, “el agente Ranier fue uno de los mejores, sino el mejor”. Una exageración, porque aquel tipo era, en rigor, un lumpen casi subnormal, únicamente amaestrado para ver y oír, sin ninguna capacidad analítica que le permitiese evaluar los registros que obtenía. Pero su eficacia fue aplastante: junto a las bajas de ese día, se le atribuye la entrega previa de 50 militantes, además de imprentas, talleres de armas, depósitos de propaganda y domicilios.
De hecho, una de sus delaciones propició el secuestro de los cuatro hijos de Santucho, al igual que sus sobrinas y el pequeño vástago de un integrante del Estado Mayor del ERP, tras irrumpir una patota militar en la vivienda de su cuñada, Ofelia Ruíz de Santucho. Ella y los nueve niños –cuyas edades oscilaban entre los 11 meses y los 15 años– fueron trasladados a Puente Doce, un flamante “chupadero” emplazado cerca de la avenida Ricchieri y Camino de Cintura, en La Matanza. Era la mañana del 8 de diciembre.
La pluma de Yofre supo embellecer aquel episodio. “Dentro del Ejército –consignó en su artículo– hubo un debate sobre el destino del grupo Santucho. Y se decidió liberarlos. La forma y la manera de hacerlo la decidió un oficial. “¡Apúrese!”, le dijo el coronel Alberto Valín (jefe del batallón de inteligencia) a un subordinado interesado en salvarlos. ‘Nosotros no matamos chicos’, le dijeron a Ofelia Ruíz. Retirados de un centro de detención, fueron dejados en un hotel de Flores. Tomó intervención la policía. Finalmente, después de unos meses, terminaron en Cuba”.
Desde luego que no fue así. En verdad, la captura de los niños se había transformado en un recurso para extorsionar a Santucho. Y bastó un descuido del oficial “interesado en salvarlos” para que el ERP los rescatara de ese hotel, llevándolos rápidamente a la Embajada de Cuba, donde quedaron asilados.
Pero más allá de tal inexactitud, resulta notable el empeño de Yofre por omitir la identidad del oficial en cuestión. Éste, además, era quien “atendía” al valioso delator. Un encubrimiento algo absurdo, porque la publicación de su artículo tuvo el involuntario tino de coincidir con el comienzo del juicio, en el Tribunal Oral Federal Nº 8, por los crímenes de lesa humanidad perpetrados precisamente en las mazmorras de Puente Doce. Y aquel hombre, el ex mayor Carlos Antonio Españadero, es nada menos que el único acusado.
No obstante en el artículo de Yofre palpita un misterio ya añejo: el ocultamiento de los archivos del Batallón 601.
Y también reactualiza una aventura personal.
El burócrata de la represión
“¡Un héroe de guerra!”, exclamó Españadero, con entusiasmo. Fue durante un encuentro periodístico que mantuve con él, en julio de 2006, por un artículo para la revista Caras y Caretas. Luego hubo otras 13 entrevistas, que fueron el germen de mi libro Los Doblados – Las infiltraciones del Batallón 601 en la guerrilla argentina, publicado en 2016.
En el pasado se hacía llamar “Fernando Estevarena”, “Doctor Peña” o, simplemente “Peirano”, y sus pares lo llamaban “El Viejo”. No sería injusto afirmar que ese sujeto de cabello levemente rizado, hombros caídos y edad indefinida poseía cierta semejanza con Adolf Eichmann: era un burócrata del exterminio Su especialidad fue el análisis y la valoración de informaciones que –en la etapa previa a los secuestros masivos– se basaban en denuncias, infidencias y presunciones. Aquella tarea le había permitido armar un valioso archivo con fichas sobre cientos de personas sospechadas de llevar a cabo “actividades subversivas”. La mayoría fue luego capturada y conducida a las catacumbas del Ejército. Paralelamente, cultivaba otra de sus habilidades: la “penetración” y el “doblaje” del “enemigo”. Tanto es así que desde mediados de 1974 estaba al frente de una red de agentes que él mismo había elegido y entrenado para infiltrar organizaciones revolucionarias. Es allí donde entraba a tallar el Oso.
La primera cita con él fue en la confitería Los 36 Billares. Españadero llegó antes de hora y, como buen agente de inteligencia, ocupó una mesa del fondo, dominando así el ventanal que daba a la Avenida de Mayo. Pero yo ingresé por la entrada de Rivadavia. Eso lo contrarió.
Luego tuvo otro sobresalto ante el saludo de un conocido mío, y terminó por explotar al advertir la presencia de un fotógrafo que retrataba en el salón a una estrella de la zarzuela, antes de su debut en el teatro Avenida. El hombre se sentía víctima de un complot para escracharlo. Fue difícil disuadirlo.
Luego se mostró muy expansivo. Y sus palabras salieron a borbotones. Resultaba extraño estar con él; era como la frase de Rodolfo Walsh al revés: “Hay un fusilador que vive”.
Ya en la tercera entrevista, tocó el tema del secuestro, en 1977, del jefe de inteligencia del ERP, Javier Cocoz, entre cuyas fuentes figuraba el director del diario El Cronista Comercial, Rafael Perrota. Éste corrió la misma suerte, en manos del capitán Héctor Vergéz, un ícono del terrorismo de Estado.
Entonces extraje de una carpeta algunas fotocopias saturadas en tinta de un texto mecanografiado. Al pie de las hojas se leía: “Estrictamente secreto y confidencial”. Era un acta del Batallón 601 que contenía la transcripción del interrogatorio a Perrota.
Españadero, sorprendido por el hecho de que ese documento estuviera en mi poder, me miró por el rabillo del ojo, antes de preguntar:
– ¿Vos lo conocés al Tata Yofre?
– No personalmente, ¿por qué?
Su respuesta fue:
– Porque estos papeles los maneja él.
Aquella fotocopia había caído en mis manos en marzo de 2000, junto con otros documentos de idéntica procedencia. A saber: la trascripción de un interrogatorio a Julio Gallego Soto (un antiguo operador de Perón en el exilio, que también fue secuestrado bajo la sospecha de ser informante del ERP); una evaluación de sus contestaciones (su remate es sobrecogedor: “Se recomienda la disposición final del causante”, con todo lo que ellos significa); un informe de inteligencia sobre todos los integrantes del staff de la revista Confirmado (su director, Horacio Agulla, fue asesinado en 1978 por la Armada en medio de una interna con el Ejército); también había fichas de personas secuestradas, un gráfico con los contactos de Cocoz, listas parciales de desaparecidos y el ya mencionado interrogatorio a Perrota.
La colección documental provenía del periodista Fernando Carnota, con quien en esos días yo trabajaba como columnista (junto con Marcelo Gantman y Lorena Maciel) en el programa Unidos y Dominados (América), conducido por el recordado Juan Castro. Entonces hicimos un informe alusivo.
Cabe mencionar que dichos papers le habían llegado a Carnota a través del conductor de Intratables, Fabián Doman.
Cuando Carnota me lo dijo, recordé que, en junio de 1997, el programa Fenómeno Real, de Mauro Viale, supo emitir una dramatización muy bizarra del interrogatorio a Perrota, usando como guión la transcripción mencionada.
El productor periodístico de dicho ciclo no era otro que Doman.
También en aquel año, éste hizo llegar otra copia de esos documentos al diario Clarín, que le fue derivada a María Seoane, una de sus periodistas.
Ya durante el amanecer del nuevo milenio corría el rumor de que el archivo del Batallón 601 estaba en venta por medio millón de dólares.
Ahora, en Los 36 Billares, Españadero insistía:
– Esos papeles los maneja Yofre.
Cherchez la femme
En aquel mismo invierno, Tata tenía líos de polleras. Una fatalidad para quien, quizás por ser hermano menor de Ricardo Yofre –el secretario general de la Presidencia en la gestión de Videla–, tuvo que realizar un esfuerzo para salir indemne de las versiones que en las mesas del Florida Garden lo señalaban como un agente del Ejército durante la dictadura. No menos encomiable fue el ímpetu con el que retornó a la vida civil, luego de su brevísimo paso –entre 1989 y 1990– por la cima de la SIDE. Claro que esa etapa de su vida también estuvo signada por líos de polleras.
Porque entonces ocurrió su separación de la periodista de Clarín, María Laura Avignolo. Fue para él una ruptura tan ríspida, al punto de verse obligado a ordenar un seguimiento sobre ella. Y recurrió para tal fin a un experto en la materia: el represor del Ejército, Pascual Guerrieri, a quien asimiló a la central de espías junto con otros perros de la “guerra sucia”.
Su siguiente matrimonio con la actriz Adriana Brodsky parecía muy venturoso. Pero tampoco tuvo un final feliz. Él mismo detalló la razón en una entrevista radial: “¡Hubo dolo! –le confió a un sorprendido Chiche Gelblung– Porque ella me dijo que no podía tener chicos y los tuvo. Después me explicó cómo hizo para tener un chico mío. ¡Eso es dolo!”. Un caballero.
Tata tuvo con “la Bebota” dos bellas criaturas que actualmente tienen 29 y 28 años de edad.
Pero nada fue comparable con el disgusto que le deparó su siguiente ex esposa, la productora de modas Andrea Luz Sanguinetti de Ridder.
Este sentimiento es el que justamente nos regresa al invierno de 2006. Fue cuando ella se presentó en el Juzgado Federal Nº8, a cargo de Jorge Urso, para denunciar un delito de acción pública. Así se inició la causa 8753/06, a partir de una prueba aportada por ella: nada menos que una lista volcada en 19 hojas con el índice completo del archivo microfilmado del Batallón 601. Y señaló que los jackets con el preciado contenido se encontraban en la baulera del elegante edificio de La Recoleta habitado por Yofre.
El 29 de agosto de ese año, 22 efectivos de la Policía Federal efectuaron allí un aparatoso allanamiento. Pero se fueron con las manos vacías. Se dice que el Tata, debidamente alertado de la diligencia, habría puesto los rollos a buen resguardo. Pero también habría resuelto que la denuncia de su ex esposa tendría vuelto. Y no perdió tiempo.
Por entonces el afamado periodista integraba –en sociedad con tres colegas y dos oficiales de la Policía de Seguridad Aeroportuaria– una banda de espías abocada al hackeo de mails para su uso y comercialización. Por ello sería procesado –y sobreseído– por la jueza federal Sandra Arroyo Salgado. En aquel contexto Tata le dijo al oficial Iván Vázquez, uno de sus cómplices:
– Estoy en emergencia con una mina que me quiere chantajear.
– Mejor que decir es hacer, Tata –dijo el otro, con jactancia.
Metió entonces en el registro de la Dirección Nacional de Migraciones una prohibición apócrifa de salida del país a nombre de Andrea Luz.
La maniobra fue asentada por la jueza al expediente.
Mientras tanto, el represor Vergéz –a quien Yofre supo conchabar en la SIDE– me recibía por una entrevista en un austero departamento de la calle Rodríguez Peña 279. El otrora todopoderoso jefe del campo de concentración La Perla, en Córdoba, temía por su futuro inminente, puesto que ya estaba a punto de ser procesado por los casos de Cocoz y Gallego Soto, entre otros. Y, aunque reconoció –en off– su responsabilidad en tales crímenes, sentía gran pesadumbre hacía sí mismo. También dijo estar económicamente quebrado, y ofrecía documentos no desclasificados a cambio de dinero. Esto último lo expresó frotándose la yema del pulgar con la del dedo índice.
Hay quienes lo señalan como socio de Yofre en el asunto.
Tanto es así que aquella posible vinculación fue tratada durante el juicio oral que se le hizo por los citados crímenes, en 2013.
Esa vez también declaró Tata de muy mala gana.
Y cuando la fiscal Gabriela Sosti quiso saber de donde obtenía datos de inteligencia para sus libros, le respondió: “Me caen del cielo, doctora”.
Y Vergéz lanzó una solitaria carcajada.
Poco después, ya condenado a 23 años en ese juicio, el represor dijo que los archivos habían sido vendidos a fines de la década del ’90 al presidente Carlos Menem a cambio de 250 mil dólares.
Obviamente su palabra no vale ni un centavo.
Por lo menos Yofre los usa –según dicen– con fines literarios.
Pero el misterio continúa.
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales