Columnistas

Un insólito encuentro con Mate Cosido

Por Ricardo Ragendorfer (*)

En la Década Infame, Atahualpa Yupanqui participó de una sublevación contra las autoridades. Uno de sus correligionarios terminó en la banda del bandido Segundo David Peralta.

El presidente Hipólito Yrigoyen fue derrocado el 6 de septiembre de 1930 por el general José Félix Uriburu. Resultó el primer golpe de Estado del siglo XX en la Argentina. “Von Pepe”, como se lo llamaba al nuevo mandatario por sus inclinaciones germanófilas, apuntaló su gestión en un implacable aparato represivo. Ya a fines del año siguiente, otro general, Agustín Pedro Justo, se preparaba para iniciar la segunda etapa de la dictadura, luego de imponerse en un proceso electoral signado por el “fraude patriótico”. Pero aquella transición se sacudió por un levantamiento revolucionario acaudillado por los hermanos Mario, Eduardo y Roberto Kennedy en la apacible ciudad de La Paz, situada al noroeste de la provincia de Entre Ríos. Era el 3 de enero de 1932.

El “rechifle” fue virulento, pero breve. Al clarear ese día, una veintena de hombres armados intentaron tomar la comisaría, la oficina del telégrafo y una sucursal bancaria. De movida, hubo un tiroteo desfavorable para la fuerza pública; su saldo: seis uniformados muertos. Claro que semejante goleada no sería duradera dada la súbita irrupción de policías porteños que acababan de llegar en un vapor de la Prefectura. Lo cierto es que el asunto estaba “batido”. Entonces, la correlación de fuerzas les fue adversa a los insurrectos, aunque sin sufrir bajas. Algunos fueron detenidos, mientras el grueso huía hacia el monte, a un lugar llamado El Quebrachal.

Entre ellos estaban Antonio Rossi (a) “el Calabrés”, un sujeto de avería alguna vez ligado al anarquismo expropiador, y Héctor Roberto Chavero, un peón de campo que, a sus 24 años, solía improvisar coplas en una pulpería del pueblo entrerriano de Urdinarrain, adonde llegó desde su Pergamino natal. El primero se refugió en la provincia del Chaco. El otro, en Montevideo.

Tiempo después, aquellos dos hombres se volverían a cruzar.

El Robin Hood criollo 

A Chavero, el exilio no le fue fácil. De Montevideo pasó a otras ciudades de la Banda Oriental, sobreviviendo con trabajos ocasionales, primero acompañado por su mujer, María Alicia, y la primogénita de la pareja. Después, en vísperas de nacer el segundo hijo, ella viajó a Buenos Aires. Y él rumbeó hacia el sur de Brasil. Recién en 1934 regresó a la Argentina y, tras una corta residencia en Rosario, se estableció con su familia en los alrededores de Raco, un poblado tucumano a 40 kilómetros de Tafí Viejo. Allí nació su tercer vástago. Al año se separó de María Alicia, quien se radicó en la ciudad bonaerense de Junín.

Él viajaba allí con cierta frecuencia a visitar a su prole, y también iba a la Capital para cantar por radio. Allí, algunos intérpretes habían popularizado sus temas. Pero siempre volvía a su rancho de Tafí Viejo. Claro que Chavero ya era Atahualpa Yupanqui.

En tanto, empezaba a brillar otra estrella, pero no del campo musical: el bandolero Segundo David Peralta (a) “Mate Cosido”.

Nacido a comienzos de 1897 en la ciudad tucumana de Monteros, aquel tipo –cuya cicatriz en la cabeza le valió el mote– se hacía notar. Muy educado y hasta culto, acostumbraba a mezclar el coraje con la amabilidad, al punto de ser generoso en el pago de cualquier servicio o ayuda recibida. De modo que supo ganarse la estima popular. Planificaba sus intervenciones con una minuciosidad extraordinaria, sin dejar un solo detalle librado al azar. Por ello salía airoso de sus golpes sin disparar un solo tiro. Su leyenda le confería el mérito de robar a los ricos para ayudar a los pobres. Un Robin Hood criollo. Cabe destacar que la Gendarmería Nacional fue creada con el propósito inmediato de dar con él. Mate Cosido era la pesadilla de las grandes empresas extranjeras radicadas en el país, ganándose incluso la admiración de los anarquistas. Tanto es así que bajo su influjo supieron caer La Forestal y Bunge & Born, pero son recordados de modo especial dos atracos casi simultáneos: el de un pagador de Anderson, Clayton & Co. y el de la firma Dreyfus.

A los efectos de esta historia es necesario detenerse en aquellos dos golpes.

La hospitalidad 

En julio de 1936, Peralta y sus muchachos ascendieron al tren que partía desde la estación de Concepción de Bermejo, al suroeste del Chaco. Sus trajes eran muy elegantes; simulaban no conocerse entre sí, pero poseían un rasgo en común: apariencia de caballeros en viaje de negocios. Tras acomodarse en un vagón de primera clase, no tardaron en identificar al tipo en cuestión; en parte, por los tres guardaespaldas que lo cuidaban con disimulo desde otros asientos. Reducirlos fue sencillo, y alzarse con el botín, un juego de niños. Mate Cosido cronometraba la acción para saltar del tren en el instante indicado. Esa vez se llevaron 12 mil pesos, una fortuna por entonces.

Días después, mientras la policía aún rastrillaba aquella zona, la banda irrumpía en las oficinas chaqueñas de la firma Dreyfus, en Machagai.

–¡La vida es de ustedes, el dinero no! –bramó Peralta, a voz de cuello.

Esa vez se llevaron 45 mil pesos.

Los integrantes de la banda se evaporaron por separado. Mate Cosido y uno de sus hombres enfilaron hacia Tucumán.

Durante el anochecer del 8 de agosto, Atahualpa Yupanqui leía un libro en su rancho de Raco, cuando unos pasos lo distrajeron, antes de oír golpes de nudillo en la puerta. Al abrirla, no dio crédito a sus ojos. El visitante era nada menos que el Calabrés Rossi. Empuñaba un revolver, pero sin apuntarlo.

Atahualpa lo invitó a pasar con una sonrisa. Su alegría era genuina.

De pronto emergió de la oscuridad una silueta, a la que él reconoció por los afiches de recompensa que pegaba la autoridad.

Y sin más, el cantor le dio a Mate Cosido la bienvenida, ofreciéndole su hospitalidad. Cuentan que Yupanqui, entre canciones suyas y los relatos del pistolero, disfrutó mucho de esa “visita”.

Cuatro días después, sus huéspedes se despidieron de él para internarse otra vez en la clandestinidad.

Atahualpa no volvió a ver a ninguno de los dos.

El rastro de Peralta se perdió para siempre tras ser herido por la policía, en enero de 1940, durante el cobro del rescate por un secuestro. Mate Cosido logró entonces huir, siendo un misterio el resto de su existencia.

Atahualpa, en cambio, tenía la parte más gloriosa de la suya por delante.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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