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El adiós a Francisco, además de líder espiritual y político de la Iglesia Católica, un hombre bueno

Murió a las 7,35 de esta madrugada, hora del Vaticano, después de haber participado de la celebración de Pascua en silla de ruedas, desde el balcón de la basílica de San Pedro.
Jorge Bergoglio, el hombre del porteñísimo barrio de Flores, asumió la más alta distinción de la Iglesia Católica el 13 de marzo de 2013, y se convirtió en uno de los hombres más importantes del planeta, dejando tras sí un legado que perdurará a lo largo de los siglos.
A Francisco nada de lo humano le fue ajeno, y aunque debió enfrentarse a los sectores más duros y conservadores de la Iglesia, abrió las puertas de la fe a los grupos más postergados: a los pobres, los migrantes, los homosexuales. Los excluidos del mundo encontraron en Bergoglio un papa más terrenal, fanático de su club -San Lorenzo-, que hablaba un lenguaje que todos entendían, desentendido él mismo del lujo habitualmente destinado a figuras de su talla, y dueño de un enorme sentido del humor.
Por estas horas, y frente a su muerte, las personalidades del mundo destacan su tarea como líder religioso y político, pero básicamente, habrá de recordarlo como un hombre bueno, como el hombre que cuando le preguntaron porqué abría él mismo los portones del Arzobispado de Buenos Aires para las visitas importantes, sin recurrir a un portero, contestó «para eso están los obispos, para abrir puertas».