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La gran peste

Por Denes Martos (*)

Quizá la única lección que nos enseña la Historia
es que los seres humanos no hemos aprendido
nada de las lecciones de la Historia.

                                                           Aldous Huxley

Sobre genoveses y mongoles

El Año del Señor de 1348 no fue un buen año.

Hacia fines del año anterior, más exactamente en Octubre de 1347, había echado anclas en la ciudad siciliana de Messina una flota genovesa procedente de Kaffa [1], una colonia que los genoveses tenían en la península de Crimea. Los marineros y demás miembros de esa flota no trajeron buenas noticias. De hecho, en Kaffa las cosas habían salido mal. Muy mal.

La ciudad de Kaffa, después de ser fundada en el Siglo VI AC por los colonizadores griegos de Mileto como Theodosia, llevó por mucho tiempo la existencia normal de un centro comercial de regular importancia en el Mar Negro, hasta que en el Siglo IV DC llegaron los hunos y la destruyeron. Después de eso, ya como pequeño asentamiento, tuvo una suerte variada durante los siguientes ocho o nueve siglos. En distintas oportunidades supo pertenecer a la esfera de influencia de los Khazares, el Imperio Bizantino y los Kipchaks turcos que, a su vez, venían presionados por los mongoles quienes, finalmente, la ocuparon hacia 1230.

En los últimos años de ese Siglo XIII, en su constante afán por abrir nuevas rutas comerciales, también los navegantes genoveses llegaron a Crimea y, por consiguiente, a Kaffa. Considerando que la ciudad les vendría bien para sus propósitos, decidieron quedarse con ella y recurrieron al expeditivo recurso de comprársela a los Señores de la Horda Dorada.

A partir de ese momento la ciudad volvió a florecer. Llegó a casi monopolizar el tráfico comercial del Mar Negro convirtiéndose en el principal punto de apoyo genovés de la región y – no en última instancia – en uno de los mayores mercados de esclavos de toda Europa. Obviamente, para los buenos y hábiles comerciantes genoveses, el origen del dinero no tenía demasiada importancia.

La mala suerte de los genoveses fue que, así como a ellos no les importaba un bledo el origen de su dinero, a los mongoles un contrato comercial les importaba menos todavía. De modo que, después de vender la ciudad y al ver que la misma prosperaba, calcularon que lo mejor que podían hacer era recuperarla. Al fin y al cabo, un mercado de esclavos no es algo tan difícil de administrar y ellos, los mongoles, eran los principales proveedores de materia prima para el negocio.

Consecuentemente, en 1347 pusieron sitio a Kaffa para gran desazón de los genoveses que se encerraron en ella.

Y no fue tan sólo que los genoveses – a pesar de sus recursos y de su dominio del mar – no estaban en condiciones de resistir en embate masivo de la Horda Dorada. Pasó algo más allí. Algo muy feo y realmente espantoso.

Los atacantes mongoles estaban enfermos.

Muy enfermos.

Tan enfermos que recurrieron a la guerra biológica.

Sucedió que, durante el sitio, las filas del ejército mongol comenzaron a ser devastadas por una extraña enfermedad que se extendía muy rápido y que nadie conseguía contener. Los combatientes de la Horda morían de a centenares y dice la leyenda que los oficiales mongoles, no sabiendo ya qué hacer con los cadáveres infectados que se les amontonaban día a día, decidieron deshacerse de ellos lanzándolos con catapultas hacia dentro de la ciudad.

El resultado no se hizo esperar. Los genoveses, contagiados y diezmados ellos también por la peste, no tuvieron más remedio que abandonar posiciones y regresar a Italia.

Llegaron a Messina, más muertos que vivos, hacia Octubre de 1347. Y no crean ustedes que con eso de “más muertos que vivos” estoy exagerando para dramatizar la historia. Fue realmente así. Se dice que hasta llegaron barcos sobre los cuales no quedaba absolutamente nadie con vida a bordo. Por supuesto que los avispados de siempre aprovecharon la oportunidad para subir a esos barcos y saquearlos hasta casi desmantelarlos. La enorme mayoría de los saqueadores, sin embargo, si es que en absoluto llegó a conectar un hecho con el otro, debe haber terminado arrepintiéndose de ese saqueo con lágrimas de sangre.

Porque de los saqueadores, la mayoría enfermó y terminó muriendo también. Pero no sin antes contagiar a una gran cantidad de personas.

La peste, que en Europa se inició en el Sur de Italia hacia fines del 1347, muy pronto se convirtió en pandemia. Al invierno siguiente ya estaba esparcida por gran parte de Italia. Estalló en Marsella en Enero de 1348. Para Abril estaba en París. En Septiembre llegó a Inglaterra. Ese mismo año asoló también a Alemania y a los Países Bajos. En Mayo de 1349 llegó a Noruega. Al año siguiente se esparció por Europa Oriental y arribó a Rusia en 1351. Con todo, según prácticamente todos los testimonios y estudios, el año más terrible, el de mayor espanto y mortandad, fue el de 1348. Para los conocimientos médicos e higiénicos de la época, la enfermedad resultó sencillamente imparable.

La gente la llamó “La Peste Negra”.

La enfermedad

El término un poco más técnico para denominarla es “Peste Bubónica”.

Hoy sabemos que su causa es una bacteria [2], por lo común portada por ciertos roedores quienes la transmiten a algunos insectos los cuales a su vez se lo transmiten al ser humano. Los agentes más comúnmente mencionados son la rata negra y las pulgas.

A pesar de su nombre, la enfermedad tiene tres formas: puede ser bubónica, septicémica o neumónica. Las primeras dos formas son transmitidas por pulgas, mientras que en la tercera, la infección se produce por las pequeñísimas gotas de saliva que expelen los enfermos (o los animales infectados) al toser, contagiando a las personas que están en contacto directo.

En la variedad bubónica, el enfermo comienza sufriendo la hinchazón de los ganglios en la ingle o bajo las axilas y con el tiempo estos tumores o “bubones” comienzan a supurar pus y sangre. Se producen daños a la piel y a los tejidos subyacentes hasta que el cuerpo se cubre de manchas negras (necrosis acral – de allí en nombre de “peste negra”). El afectado, por lo general, fallece entre cuatro a siete días después de haber sido infectado. La mortandad se halla entre el 30 y el 75% de los casos.

En la variedad neumónica, que ataca los pulmones, el esputo del enfermo comienza a presentar gotas de sangre hasta que la secreción se hace continua y muy sanguinolenta. Prácticamente el enfermo comienza a vomitar sangre de un modo continuo. La mortandad de estos casos asciende a un 95%

En la forma septicémica, que ataca directamente a la sangre con una mortandad cercana al 100%, se presenta una fiebre muy alta con una piel que adquiere rápidamente tonos violáceos.

Los relatos

Dicho así, quizás hasta ni parece tan terrible. No sabría muy bien decir por qué, pero las enfermedades, tal como están descriptas en los libros de medicina, siempre parecen menos horribles de lo que son en realidad. Los testimonios de la época son bastante diferentes. Algunos resultan espantosamente conmovedores.

«La mortandad en Siena comenzó en Mayo. Fue una cosa cruel y horrible… Pareció que casi todos quedaron estupefactos por el dolor. A la lengua humana le resulta imposible contar la horrible verdad. De veras, puede considerarse bendito aquél que no ha visto estos espantos. Las víctimas morían casi inmediatamente. Se hinchaban debajo de las axilas y en la ingle, y llegaban a caerse mientras estaban hablando. El padre abandonaba al hijo, la esposa al esposo, un hermano al otro; puesto que la enfermedad parecía atacar a través del aliento y de la vista… No se podía hallar a nadie que enterrase a los muertos, ni por dinero ni por amistad. Los miembros de un hogar llevaban sus muertos a un pozo lo mejor que podían, sin sacerdote, sin oficios divinos. En muchos lugares de Siena se excavaron grandes y profundos pozos en dónde se apilaba la multitud de muertos. Y morían de a centenares, tanto de día como de noche, y se los tiraba en aquellos pozos cubriéndolos con tierra. Ni bien esos pozos se llenaban, se excavaban otros. Yo mismo, Agnolo di Tura … enterré a mis cinco hijos con mis propias manos… Y así, murieron tantos que todos creían llegado el fin del mundo.” [3]
En Francia, con un país agotado después de la hambruna que siguió a la Guerra de los Cien Años, el cuadro fue horroroso.

«Los más escupían sangre, otros tenían en el cuerpo manchas rojas y obscuras y de éstos ninguno escapaba. Otros tenían apostemas o estrumas en las ingles o bajo las axilas y de éstos, algunos escapaban…y hay que saber que estos enfermos eran muy contagiosos y que casi todos los que cuidaban los enfermos, morían, así como los sacerdotes que recogían las confesiones». [4]

En Aviñón, según el testimonio de Guy de Chauliac:
«El padre no visitaba al hijo ni el hijo al padre, la caridad estaba muerta y la esperanza destruida. Los médicos no osaban visitar a los enfermos por miedo a quedar infectados«. [5]

Hoy, con nuestros servicios médicos – por más defectuosos e insatisfactorios que sean en algunos casos – no podemos darnos siquiera una idea de lo que pudo haber sido aquello. Mal que bien, hoy un enfermo, de alguna forma, termina subido a una ambulancia y llevado a un hospital en dónde lo atienden, bien o mal, buenos o malos médicos. En aquella época sus parientes huían de él. Lo dejaban en la cama con un vaso de agua y quizás algo de pan. Le decían que irían a buscar ayuda y todo el mundo desaparecía para nunca más volver, dejándolo morir completamente solo, tosiendo, escupiendo sangre y delirando de fiebre.

Con suerte, podía conseguir algún buen fraile que le suministrara los últimos sacramentos.

Es algo que rara vez se destaca, pero me permitirán ustedes subrayarlo aquí. Proporcionalmente la mayor tasa de mortandad se dio en dos oficios: la de los sacerdotes y los médicos. Por la zona de Aviñón murió un tercio de los cardenales. En Montpellier, de 140 domínicos sólo sobrevivieron siete. En Perpignan quedó un solo médico de los nueve que había y únicamente sobrevivieron dos de los dieciocho cirujanos.

Valdría la pena detenerse a pensar un poco en esto.

Quizás nos enseñe a bajar los decibeles de nuestra soberbia y a ser un poco menos desagradecidos y más respetuosos con aquellas personas cuyo oficio es el de ayudarnos.

La Reacción

Con una catástrofe que estalla en forma explosiva de la noche a la mañana, matando a cientos de miles de personas en una semana y sin que nadie sepa exactamente cómo ni por qué, no es de extrañar que la enfermedad terminara siendo considerada como un misterioso castigo del cielo.

Hubo, por supuesto, muchas personas que la tomaron de esa manera. Pero, por sorprendente que pueda parecer, la mayoría de las autoridades de la época – aún a pesar de los más que escasos conocimientos médicos existentes – acertó bastante bien en diagnosticar el fenómeno como una enfermedad contagiosa, claro que, por desgracia, sin identificar su origen real.

Las ciudades fueron por supuesto mucho más duramente golpeadas que la campiña. En muchas de ellas se tomaron medidas bastante razonables si tenemos en cuenta los conocimientos disponibles; más allá de que hayan sido, como fueron, sólo limitadamente efectivas.

En varias partes se recurrió a la cuarentena para confinar a los enfermos. En Milán, por ejemplo, las autoridades aislaban inmediatamente a las casas en las que había enfermos, con los que éstos quedaban apartados del resto (aunque encerrados con todas las personas sanas que quedaban en la casa). En Venecia, también se aplicó la cuarentena y los barcos que llegaban se desviaron a una isla apartada. Por supuesto que estas medidas no terminaron con la plaga, pero la tasa de mortandad en estas ciudades fue, con todo, bastante menor que en otras partes.

La Danza Macabra

Tampoco es de extrañar que una crisis así produjese fuertes impactos sobre el ánimo de los sobrevivientes.

En este sentido, uno de los temas que aparece en el período – y que luego se reflejará en el arte – es una alegoría que tiene algunas variantes y que, en esencia, se refiere a la omnipresencia de la muerte entremezclada con los vivos, principalmente como recordatorio de la brevedad de la vida y de la futilidad de gran parte de nuestras preocupaciones y ambiciones habituales.

 

Quizás la metáfora tenga orígenes muy antiguos, pero es notorio como en el período posterior a 1350 aparece reiteradamente en muchas obras. Hay varias versiones. Quizás la más conocida es la “danza de la muerte”. [6] En pinturas y grabados aparecen esqueletos danzando. A veces los esqueletos bailan solos en las más extrañas y tétricas posturas. Otras veces, obispos, maestros, sacerdotes, damas de la corte, mercaderes y caballeros, danzan tomados de la mano de esqueletos, algunos de los cuales ejecutan instrumentos y otros parecen dirigir el baile.

Otra leyenda relacionada con el mismo tema es la de “los tres vivos y los tres muertos”. El argumento básico es el de tres vivos – a veces representados como un duque, un conde y un príncipe – que se encuentran con tres muertos – a veces representados como eclesiásticos – dónde los muertos les recuerdan a los vivos que “así como tu eres, yo era; así como yo soy, tu serás.

El tema de “la muerte y la doncella” – aunque podría interpretarse también como perteneciente al género de “la bella y la bestia” – es otra de las variantes. Hay varias obras de este estilo que hasta generará una especie de iconografía propia con un contenido no carente de fuerte erotismo. Por ejemplo, en un cuadro de Baldung Grien (1517) la muerte tiene a una hermosa doncella tomada de los pelos mientras le señala la tumba que está a sus pies. No quiero pecar de irreverente pero, en ese cuadro, sinceramente no creo que los caballeros de la época le prestasen demasiada atención a la figura de la muerte.

Y, por supuesto, tenemos el tema del Apocalipsis que, también y sin duda, aparece en este contexto de pesimismo cultural. Hay un magnífico grabado de Albrecht Dürer, de 1498, en dónde los cuatro jinetes del Apocalipsis, la Muerte, el Hambre, la Peste y la Guerra irrumpen cabalgando sobre los últimos seres humanos representados por individuos de varias clases sociales. Mientras en los cielos un ángel observa la escena, un obispo es engullido por las fauces de un dragón que surge de las entrañas de la tierra.

Es que algunos sectores de la sociedad optaron por ver un motivo para el descreimiento en esa enfermedad que se llevaba con igual facilidad a virtuosos e impíos. Frente a una muerte impredecible e indiscriminada éste ha sido, en todos los tiempos, un comportamiento bastante común en muchos seres humanos. El ambiente de la “danza macabra”, con su rara mezcla de espíritu festivo y ambiente tétrico, siempre se esparce con notable rapidez y amplitud. Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, esa predisposición a vivir el momento sin que importe el mañana se adueñó de muy amplios sectores de la población. Cuando es posible que “el mundo entero termine mañana”, ¿por qué flagelarse con el desastre que puede sobrevenir?, ¿por qué no disfrutar lo que se tiene mientras se pueda?

Frente a este tipo de situaciones se hace patéticamente evidente que la existencia es corta y ante una muerte que puede ser inminente no es de extrañar que se le quiera sacar a la vida disponible el máximo provecho posible o, dado el caso, el máximo placer disponible. Para una parte de la alta sociedad de Florencia el recurso fue refugiarse en las residencias de las afueras. Allí, en el campo, con las barreras del pudor bastante bajas y a falta de otra cosa mejor para hacer, los exilados se dedicaron a contarse historias. Boccaccio las inmortalizó en los divertidos y (para la época) muy impúdicos relatos del Decamerón. Al momento de ser escrito el Decameron de Boccacio seguramente no pretendió ser más que un pasatiempo picaresco. Pero quizás tampoco sea tan saludable burlarse de las barreras que detienen la decadencia aun cuando algunas de esas barreras no estén exentas de una dosis muy grande de hipocresía.

La risa y la burla han sido siempre grandes abrasivos de la moral, en especial cuando la hipocresía reinante la convierte en moralina.

Los remedios

Más allá de los recursos de los privilegiados y los artistas, la fantasía, la tradición, la imaginación y la superstición popular también aportaron lo suyo. Asustados por el hedor que despedían los cadáveres, muchos pensaron que el contagio se producía por el aire. El resultado fue que se comenzaron a quemar toda clase de sustancias: incienso, laurel, pino, enebro, hojas de limonero, hayas, alcanfor, romero, azufre. Lo curioso es que, en alguna medida al menos y aparte de las sustancias quemadas, el fuego pudo haber ayudado en algo: la bacteria de la peste bubónica no soporta demasiado bien temperaturas superiores a los 38°C. El Papa Clemente VI combatió el mal sentándose entre dos grandes fuegos.
Y después, naturalmente, hubo toda clase de talismanes y amuletos, invocaciones y sortilegios, hechizos, encantamientos, ensalmos, embrujos y exorcismos. Entre quienes creyeron que la plaga era un castigo enviado por Dios, hubo un sector que se propuso calmar la ira divina castigándose de la manera más cruel para hacer penitencia por los pecados de la humanidad. Grupos de personas, conocidas como los “flagelantes” recorrieron ciudades en Alemania, Flandes y Francia azotándose mutuamente con látigos de cuero provistos de clavos. No obstante, por más que la anécdota de los flagelantes se haya perpetuado en muchos libros de Historia como ejemplo de la ignorancia imperante en la Edad Media, también debería decirse que las autoridades de la Iglesia nunca apoyaron al movimiento. De hecho, el Papa condenó a los flagelantes en Octubre de 1349 y ordenó que fuesen reprimidos por las autoridades.

Pero si la superstición del vulgo nos resulta un tanto ridícula, tampoco nos enceguece precisamente el brillo de los grandes intelectuales. Cuando el Papa pidió, en 1348, consejo a la Universidad de París, algunos doctos y académicos caballeros, luego de pensarlo un buen rato, le enviaron un informe en el que se adjudicaba la causa de la pandemia a una desafortunada conjunción de Saturno, Júpiter y Marte – ocurrida, dicho sea de paso, tres años atrás, en 1345 – por culpa de la cual se daban condiciones para que la tierra expeliese ciertas emanaciones tóxicas. En su medular informe, los craneotecos parisinos aconsejaban combatir la plaga mediante la abstención de comer carne de ave, cerdo, vaca y pescado. Además, no se debía dormir durante el día; nada debía ser hervido en agua de lluvia; no había que ponerle aceite de oliva a la comida; no debían realizarse ejercicios físicos en demasía y, por sobre todo, los eruditos caballeros no podían dejar de advertir algo importantísimo: según ellos, el bañarse era peligroso.

¿Por qué la fatuidad académica ha llegado – y sigue llegando – tantas veces al extremo de lo grotesco? ¿Por qué a ciertas personas les resulta tan difícil decir sencillamente “no sé ” ? El informe de la Universidad de París de 1348 revela con claridad meridiana que sus redactores no tenían ni la más pálida idea de las causas de la enfermedad y optaron por salir del paso redactando un engendro con todos los lugares comunes y con todas las supercherías de la época, renunciando incluso a usar el simple sentido común.

En eso, es curioso como el informe resulta muy similar a varios de los artículos periodísticos que aparecen hoy en día.

Las consecuencias

Tratar de dar una idea exacta de la magnitud de la catástrofe causada por la peste del Siglo IV es algo difícil. No tenemos estadísticas precisas y todo lo que podemos hacer son estimaciones. Pero aún así, la enorme mayoría de quienes se han dedicado a estudiar el fenómeno coincide en señalar que la mortandad fue colosal: prácticamente un tercio de la población europea murió a consecuencia de la pandemia. El número de víctimas, calculado sobre la base de censos eclesiásticos y tributarios, se estima en más de 25 millones de personas. A eso hay que sumarle todavía un drástico descenso en la tasa de natalidad posterior de modo que, hacia fines del siglo, el continente contaba con aproximadamente el 50% de los habitantes que tenía antes de la crisis. Tuvieron que pasar al menos seis generaciones para que se recuperara el caudal demográfico original.

En el proceso, Europa cambió tanto que nunca más volvió a ser la que había sido.

En lo material, la Iglesia salió favorecida de la catástrofe por las cesiones, donaciones y herencias que recibió de las víctimas. Pero en la mente de muchos fieles resultó extremadamente difícil armonizar la tragedia con la idea de un Dios infinitamente bueno. Muy en especial en la mente de quienes, de un modo u otro, estaban dispuestos a aceptar la pandemia como un castigo de Dios. Con ello, la autoridad moral de la Iglesia sufrió un rudo golpe; la era de la obediencia sin preguntas y sin cuestionamientos comenzó a declinar. La Danza Macabra había sembrado sus dudas y esas dudas comenzaron a germinar y a echar raíces.

En el proceso, la Iglesia perdió una enorme cantidad de prestigio. Por ejemplo, en Inglaterra, cuando en 1170 Enrique II imprudentemente provocó el asesinato de Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, el poder de la Iglesia y la lealtad de los fieles todavía fue suficiente para que el rey, a fin de ser perdonado, tuviese que asumir la penitencia por flagelación impartida por los sacerdotes de la Catedral. Después de la pandemia, en 1381, Simón de Sudbury – también arzobispo de Canterbury – terminó decapitado en medio de una multitud que aplaudió al verdugo y ante una Iglesia que sólo pudo ensayar una tibia protesta.

El fenómeno se acentuó por un grave error de parte de la propia Iglesia. Para cubrir las numerosas vacantes producidas por la peste – sobre todo entre los párrocos y los sacerdotes en contacto directo con la gente – las autoridades eclesiásticas ordenaron apresuradamente a un gran número de clérigos. Al darle prioridad a la cantidad por sobre la calidad, sucedió lo inevitable: la mayoría de los nuevos sacerdotes no sólo resultaron ignorantes e incompetentes sino, además y en buena medida, corruptos; lo cual condujo a una apreciable cantidad de decepciones y de abusos y esto, a su vez, trajo consigo, como no podía ser de otro modo, un aumento del anticlericalismo.

Es que la situación interna, institucional, de la Iglesia tampoco pasaba por sus mejores momentos. Entre 1309 y hasta 1377 la Iglesia vivió el «Papado de Aviñón» en el que siete papas se fueron de Roma para residir en esa ciudad francesa. Luego, después de la peste, entre 1378 y 1417 se produjo el Cisma de Occidente durante el cual dos obispos (tres a partir de 1410) se disputaron el trono de San Pedro.

Por la misma época nacen movimientos heréticos y secesionistas que al final desembocarían en el quiebre definitivo de la cristiandad con la Reforma. Durante el Concilio de Constanza en 1414 se condena post-mortem al reformador inglés John Wyclif. El teólogo checo Juan Hus, rector de la Universidad Carolina de Praga, es condenado por herejía y ejecutado en la hoguera en 1415. Un año más tarde le toca la misma suerte a Girolamo de Praga y entre 1420 y 1422 se desatan las Guerras Husitas.

En el ámbito internacional las cosas también se complican. En 1431 en medio de la Guerra de los 100 Años entre franceses e ingleses, Juana de Arco es quemada en la hoguera. En 1444 el Imperio Otomano avanza sobre el sud-oeste de Europa. La Guerra de los 100 Años (106 en realidad) termina en 1453 y en el mismo año Constantinopla cae en manos de los turcos otomanos musulmanes; muere Constantino XI, el último emperador romano, y la Universidad de Constantinopla, la famosa institución cultural del Imperio bizantino, deja de existir.

Al final del Siglo XV, en 1492, hay dos hechos importantes: los Borgia (Borja) llegan al poder en Italia. Rodrigo de Borgia es nombrado papa y, en medio de una casi inocultable decadencia, Italia se sumerge en una serie de intrigas y disputas entre los pequeños Estados en los que estaba dividida la península. Y, por supuesto, en Octubre del mismo año Cristóbal Colón llega a América.

Veinticinco años después, Martín Lutero – al menos según la leyenda – haría clavar sus 95 tesis en la puerta de la Universidad de Wittenberg. Lo que ya no es leyenda es que, con eso, comenzó la Reforma y el derrotero de la cultura de Occidente comenzó a tomar el camino por el que se desliza hoy. Ya no hay flagelantes pero parecería ser que todo el mundo se ha puesto de acuerdo en denostar y despreciar todo lo que tenga que ver con la Cultura Occidental mientras, simultáneamente, se endiosa en forma artificial cualquier otra cultura o mero atisbo de cultura bajo la suposición masoquista que vendríamos a ser algo así como lo peor que le pudo pasar a la humanidad.

Por supuesto que no todo fue consecuencia directa de la Peste Negra. Pero, para el que sabe mirar, no es muy difícil ver el quiebre. Es una prueba de la validez de la Teoría del Caos. A veces los grandes acontecimientos son como las avalanchas de nieve: empiezan con una bolita y terminan sepultando a todo un valle.

En la Historia de los seres humanos, un proceso catastrófico también puede empezar por una rata, una pulga, una bacteria… o algo similar.

Es como decía Huxley: quizá la única lección que nos enseña la Historia es que los seres humanos no hemos aprendido nada de las lecciones de la Historia.

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NOTAS:

1)-Actualmente Feodosiya, Ucrania. Ciudad balnearia de Crimea en la costa del Mar Negro con aproximadamente unos 85.000 habitantes.
2)- Yersinnnia Pestis, llamada así por Alexander Yersin que la descubrió en 1894 – 545 años después del peor año de la peste – trabajando para el Instituto Pasteur durante una epidemia en Hong Kong.
3)- Testimonio de Agnolo di Tura de Siena, citado por E.L. Skip Knox – Boise State University – “The Black Death” .
4)- «La Petite Cronique de St. Aubin» escrita por un monje agustino (Angers 1348), – Citado por el Dr. José M. Reverte Coma, “La Peste Negra”.
5)- Citado por José M. Reverte Coma.
6)- El género probablemente tiene su origen en Francia. Quizás la obra más conocida es la del Cimetière des Innocents en Paris, pintada hacia principios del Siglo XV (reproducida en un libro publicado en 1485). Hay varios frescos en distintas ciudades como Londres, Basilea y Lübeck. Durante la segunda mitad del mencionado siglo el tema se hizo bastante frecuente

(*) Politólogo, consultor nacional e internacional, analista de riesgos, especializado en riesgos y procesos sociopolíticos

 

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