Columnistas

Pasión y muerte de la palabra y la ejemplaridad

Por Gastón Bivort (*)

Muchos de nosotros nacimos y nos criamos en una sociedad donde la palabra empeñada era sagrada. Una sociedad donde la palabra era un contrato no escrito que se sellaba con un apretón de manos. Una sociedad donde quien no respetaba la palabra era sometido al escarnio de la pérdida de su reputación, y más aún, quedaba condenado a lidiar con su propia conciencia.

Lo aprendimos desde muy chicos en casa, pero también en el barrio y en la escuela. Cuando íbamos al almacén y no nos alcanzaba el dinero, confiábamos en que el almacenero, nos diría sin dudar, “después me lo alcanzás”. Estábamos seguros también de que debíamos cumplir porque habíamos dado –nada más ni nada menos- que nuestra palabra.

En la escuela nos comprometíamos con nuestros maestros a esforzarnos más. Y cumplíamos. En los recreos era un código inquebrantable pagar al compañero nuestra derrota en el “chupi” o la “quiña” con las figuritas y las bolitas correspondientes. Habíamos dado la palabra…

En muchos casos  ni siquiera dar la palabra era necesario. Compartirán conmigo que con el ejemplo bastaba, no había que decir mucho más. Todos tuvimos un padre o abuelo de pocas palabras que creía fervientemente que un ejemplo valía más que mil de ellas.

Si había que aprender la cultura del trabajo y del esfuerzo, bastaba observar sus labores cotidianas, sin pausas. Sí había que aprender a ser honestos, miles de pequeñas actitudes nos enseñaban que lo ajeno “no se toca”. Si había que aprender a ser solidario, bastaba ver como se involucraban en la comisión de la escuela, del barrio, del club o de otras organizaciones benéficas.

Si teníamos que aprender que la educación era necesaria para formarnos como personas y tener un futuro venturoso, no sólo estábamos atentos a los contenidos que nos impartían nuestras maestras y profesores, sino también a los ejemplos que nos daban: su puntualidad, su asistencia diaria, su manera de hablar, de vestirse, de apasionarse por lo que enseñaban…Verdaderamente, se educaba con el ejemplo.

Tuvimos también algunos presidentes en las últimas décadas que no necesitaron hablar de honestidad; nos alcanzó con observar el ejemplo de vida austera de hombres como Frondizi, Illia o Alfonsín.

Sobre Illia, hay miles de anécdotas sobre su honestidad y su capacidad de discernir entre lo público y lo privado. Siendo Presidente debió vender su casa y su auto para que su esposa, aquejada de una grave enfermedad, pueda atenderse en EEUU. Illia se negó a usar fondos del Estado, aún en esta circunstancia.

Siendo Presidente, una de sus hijas celebró su fiesta de bodas en Olivos, donde residía toda la familia; cuenta un colaborador de su estrecha confianza que bajo ningún concepto aceptó que se usaran fondos públicos para pagarla. ¿Habrá hecho lo mismo Fernández con la “clandes” de su pareja Fabiola?

En estas últimas semanas hemos asistido a la pasión y muerte de la palabra y la ejemplaridad. Si bien hace tiempo venimos percibiendo que la sociedad en general y la clase política en particular le otorgan cada vez menos valor a ambas, las fotos y los videos de la fiesta en Olivos las hirieron de muerte, agotando la poca credibilidad que quedaba.

El Presidente, la máxima autoridad, el que nos había dado la palabra de que nos iba a cuidar y que para ello era necesario quedarse en casa y no reunirnos con nadie, no sólo arrojó a los perros el valor de la palabra, sino que también deshonró la ejemplaridad. El “rey quedó desnudo”, a partir de ahora es imposible creerle.

Como dijo el ensayista Alejandro Katz, en una entrevista reciente, a partir de esta mentira “la palabra presidencial es la palabra impotente” y agrega “si no hay ejemplaridad desde arriba es muy difícil que la sociedad quiera participar de la revalorización de la norma cuando ve que quienes pueden salteársela, se la saltean amparados en la impunidad que les da el poder”.

En los últimos tiempos hemos venido observando otras situaciones que fueron conformando el vía crucis de la ejemplaridad. Ocurrió  por ejemplo cuando el actual ministro Juan Cabandié hace unos años fue detenido por una infracción de tránsito y le espetó al policía “¿usted sabe quién soy yo?” o cuando recientemente Victoria Donda, titular del INADI, despidió a su empleada y la quiso compensar con un plan social. También cuando la Vicepresidenta se sacó una foto con Mayra Mendoza, la intendente de Quilmes, en una sala de hospital cuando nadie podía entrar a ver o a despedir a sus seres queridos moribundos. Por supuesto, a diferencia del resto de los mortales, en la foto no se observan barbijos ni distanciamiento. Otro caso emblemático fue el del vacunatorio VIP, donde vimos atónitos como muchos funcionarios y allegados recibían las vacunas antes que los ancianos o personas con comorbilidades.

Podríamos dar muchos malos ejemplos más, todos muy graves, pero lo que hizo el Presidente, por el rol institucional que ocupa, exacerba dicha gravedad.

El artículo 16 de la Constitución nacional garantiza el principio republicano de igualdad ante la ley cuando afirma que “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre ni de nacimiento; no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza”. El Presidente y otros funcionarios consideran que este principio solo rige para los demás, no para ellos. Debieron ser los primeros en cumplirlo, no solo porque así lo establece la Constitución, sino también para irradiar la tan necesaria ejemplaridad.

El 1 de marzo de 2020, en su primer discurso al inaugurarse las sesiones ordinarias del Congreso, el presidente Alberto Fernández afirmó que quiere que «la palabra recupere el valor que alguna vez tuvo entre nosotros» y dijo que gobernar «no es mentir ni ocultar la verdad al pueblo».

Le informo señor Presidente que con sus mentiras mató el valor de la palabra y ya no puede ser ejemplo de nada ni de nadie.

Con sus actitudes dañó de forma irreparable la investidura presidencial.

Porque como dijo el ex presidente uruguayo Pepe Mugica, “debe haber multitud de cumpleaños en plena pandemia, pero a los presidentes –por lo que representan- no se los puede perdonar”.

(*) Profesor de Historia, vecino de Pilar

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