Columnistas

El cabo Bulacio, un fervoroso creyente que terminó injustamente preso por robar 4 pesos

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Cristian Bulacio era cabo de la Policía Federal y alternaba sus funciones con la difusión del Verbo Divino debido a su carácter de predicador evangelista. Lo cierto es que en la comisaría 15ª, donde supo prestar servicios, se lo solía recordar con una mezcla de sorna y recelo. Esto último era por su recurrente manía de “excederse en el cumplimiento del deber”, tal como sostenían sus superiores y camaradas con un dejo de irritación.

Al respecto, evocaban una anécdota: en el frío invierno de 1994 no le tembló el pulso al rubricar una multa por conducir una motocicleta sin casco al mismísimo Carlitos Menem. Fue memorable ver cómo el hijo del entonces Presidente acarreaba su pesada Honda Ninja hasta el playón de la seccional.

Claro que no fue menos memorable la expresión entre perturbada y furiosa de su jefe, el comisario Hugo Massi, quien, a viva voz y con un florido repertorio de insultos, le recriminó a Bulacio la realización de semejante acción.

Diez años después, el suboficial evangelista ya no trabajaba más en esa seccional y también había cambiado de domicilio: por entonces ya residía en el penal de Magdalena. Había llegado allí debido a una infortunada maniobra del destino.

Al servicio de la comunidad

Su desgracia se desencadenó en medio de la madrugada del 12 de mayo de 2000, tras bajar de un taxi en una esquina de Quilmes. Regresaba de un templo evangelista junto a otro feligrés, que siguió viaje en el mismo auto. En tanto, Bulacio se encaminaba hacia el cruce de Camino Negro y General Belgrano con el propósito de llegar a la parada del colectivo 281.

En esas circunstancias se topó con unos tipos que cargaban bolsas en la caja de un camión. Y su celo profesional lo tomó por asalto. Arma en mano y exhibiendo la credencial, les dio la voz de alto. ¿Acaso pensaría que se trataba de piratas del asfalto? De ser así, unos segundos después cayó en la cuenta de su equivocación al hacerse presente el propietario del vehículo, quien vivía en esa misma cuadra. El hombre no tardó en aclarar el malentendido.

La escena había sido presenciada por un muchacho que, unos segundos después, abordó a Bulacio para preguntarle:

–¿En serio es usted policía?

–Si, por supuesto.

–Porque, mire, hay unos tipos enfierrados que se la quieren dar a unos pibes que viven acá a la vuelta.

Ni una palabra más: su celo profesional lo tomó nuevamente por asalto. Y caminó con el muchacho hacia donde tendría lugar la emboscada. Pero allí sólo había dos adolescentes discutiendo acaloradamente. Uno de ellos era el supuesto amenazado. En ese instante, el cabo chapeó por segunda vez en esa noche para frenar aquella disputa. Pero lo interrumpieron otras frenadas; las de cuatro patrulleros. Pertenecían a la comisaría 5ª de La Cañada.

Acto seguido, lo increpó con cara de pocos amigos un oficial principal de La Bonaerense que se identificó como “Castillo”. Sus palabras fueron:

–¿Fuiste vos el pelotudo que hace un rato identificó a los ocupantes de un camión?

Bulacio respondió afirmativamente. Y también le explicó el episodio en el que estaba interviniendo ahora. Pero el otro, por toda respuesta, dijo:

–Tomatelá. No tenés nada que hacer en mi jurisdicción.

El cabo, entonces, se encaminó otra vez hacia la avenida. Pero, tras recorrer unos metros, percibió a sus espaldas otro chirrido de neumáticos. Era el patrullero que llevaba a Castillo, quien saltó de la cabina como impulsado por un resorte. Bulacio recién interrumpió su andar al sentir un empujón en el hombro. Con el gesto deformado por la furia, el bonaerense fue otra vez escueto:

–No te hagás acá el “federico”, porque te acuesto, ¿entendés?

Era así como los policías de la provincia llamaban a los federales.

Bulacio, sin responder, siguió su camino. Sin embargo, a las tres cuadras se detuvo nuevamente. Es que –según su entender– se había topado con otro posible delito que merecía su intervención.

¿Qué había sucedido? El primer indicio del asunto fue un aroma leve; aquella fragancia fue en aumento mientras se aproximaba a la esquina. Recién allí volteó los ojos hacia dos tipos que, parados junto a un muro, se fumaban un porro.

Entonces, con muy buena onda, se les acercó para hablarles, aunque no (aún) como policía sino desde el Evangelio. Los tipos se le rieron en la cara.

Por toda reacción, él sacó su reglamentaria, y los conminó a entregarse. Pero su solitario procedimiento quedó inconcluso por otra irrupción del persistente Castillo, a quien ahora lo secundaba un sargento.

Al de la Federal le llamó poderosamente la atención que sus colegas de La Bonaerense saludaran con familiaridad a los dos fumadores de marihuana. No imaginó que se trataba de dos pequeños dealers de la zona que trabajaban para la comisaría local. De hecho, seguía manteniendo en pie su intención de arrestarlos. Incluso, sacó del bolsillo un acta con el propósito de hacerlo.

Castillo se lo manoteó para romperlo en mil pedazos. Y apoyado por el sargento, lo desarmó, antes de llevarlo a empujones hasta el patrullero, donde, además, le arrebató la credencial.

La siguiente escala fue a solo cinco cuadras. Bulacio fue violentamente bajado del vehículo. Allí se produjo un forcejeo que culminó con una paliza.

A un vecino que miraba la escena, Castillo le aclaró:

–Es un chorro que encontramos oculto en el paredón de su casa, don.

Aquel periplo terminó en la comisaría 5ª. En la sede policial, Bulacio fue sometido a un apurado reconocimiento. Pero antes de que se efectuara dicho trámite, escuchó la voz del Castillo diciéndole a otra persona:

–Es es el chabón al que tenés que reconocer.

El supuesto testigo se llamaba Osvaldo Ledesma, y era el sereno de una estación de servicio a metros de la esquina donde se hizo el insólito arresto.

Luego vio a Castillo con otro hombre, al que también instruyó:

–Miralo bien, que es éste…

Su interlocutor miró a Bulacio de soslayo. Era Carlos Baraiolo, quien en las desventuras de Bulacio interpretó el papel de supuesta víctima. Después declaró que fue asaltado por él a punta de pistola para robarle cuatro pesos (aún regía la convertibilidad). Aquella suma bastó para sellar la suerte del desafortunado policía.

Bulacio permaneció encerrado en un pequeño calabozo de la comisaría 5ª hasta el día siguiente. Luego fue llevado a una seccional de Berazategui. Y de allí fue directo a la cárcel de Magdalena.

La jueza Adriana Myszkin convalidó su situación, dictándole con suma rapidez la prisión preventiva. Meses después, un tribunal oral, encabezado por el juez Martín Arias Duval, lo condenó a ocho años de prisión. Su pesadilla ahora se había tornado duradera.

La ley del garrón

A mediados de 2004 recibí en la redacción del semanario TXT –donde por ese entonces yo escribía– una carta enviada por Bulacio desde Magdalena. Así supe de su “vía crucis”. A la semana lo visité en su lugar de detención. Así pude completar los detalles de esta trama inequívocamente kafkiana.

El pobre Bulacio había cometido el pecado de cruzarse nada menos que con la patota de calle de la comisaría de La Cañada. Según algunos vecinos, sus efectivos manejaban a través de extorsiones y “arreglos” todos los delitos cometidos en su jurisdicción, además de ser muy activos en el ejercicio del “gatillo fácil”. Tanto es así que, en dicha modalidad, habían acumulado una veintena de homicidios durante los últimos cinco años.

Este personaje mantenía una aceitada relación con un tal Hugo Amaya, jefe indiscutido de “Los Travolta”, una banda de lúmpenes que solía ser usada como grupo de choque por las autoridades comunales de turno. En el aspecto estrictamente empresarial, Los Travolta explotaban la prostitución, la venta de drogas y los robos en el barrio, entre otros emprendimientos.

Dicho sea de paso, dos de sus altos dignatarios eran justamente los que Bulacio había pretendido arrestar. Ocurre que el “olfato policial” a veces tiene ciertas contraindicaciones.

Hacía ya tres años y medio que él languidecía tras las rejas cuando esta historia fue difundida en un artículo publicado en “TXT” a fines de 2003, bajo el título “Cómo vivir en un monoambiente”.

Ello hizo que –tal vez para evitar un escándalo– su catastrófica situación procesal fuese rápidamente revisada. De modo que Cristian Bulacio recuperó la libertad durante la primera quincena de enero del año siguiente.

En el ínterin, fue expulsado de la Policía Federal. Y tras salir del penal empezó a estudiar Derecho en la Universidad de Lomas de Zamora. También se unió al Partido Socialista, convirtiéndose en uno de sus dirigentes barriales. Y continuó frecuentando el mismo templo evangelista del cual había salido en una lejana madrugada para ir al encuentro de su calvario personal.

Pero ya no predica más el Evangelio. Al respecto, esgrime con justa razón:

–Tengo tanto odio adentro que me sería imposible poner en mi boca las palabras del Señor.

Y con un inquietante brillo en la mirada, agrega:

– Ahora soy como Montecristo.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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