El mes de mayo se inicia para nosotros, los argentinos, con una doble celebración: el primero prácticamente desapercibido, el aniversario de la Constitución Nacional, carta magna donde se asentó definitivamente la unidad de la patria, superando para siempre las escisiones y resquemores regionales, y, en la misma jornada, la de la fiesta universal de los trabajadores.
Una doble coincidencia histórica añade a la fecha, por curiosa predestinación, un particular significado argentino. Fue un 1° de mayo, en el año 1851, el día en que, desde el ornamentado palco alzado en Concepción del Uruguay, el general Justo José de Urquiza se pronunció contra Rosas e inició, por tanto, la cruzada que habría de terminar en Caseros para dar, con ello el primer paso hacia la organización del país. Y fue otro 1° de mayo, el de 1853, el día en que los representantes de las provincias de la Confederación, reunidos en Asamblea Constituyente, sancionaron con toda solemnidad la Carta Fundamental que establece el régimen institucional bajo cuyos dictados la Argentina edificó su grandeza.
La Constitución, en cuyo preámbulo y en su articulado se dio cabida al sentido profundo de cuarenta años de luchas, y cuya letra, perfectible, sin duda, de acuerdo con el progreso de los tiempos, es la palabra reveladora de insobornables afanes de justicia, ensamblan armoniosamente con la amplia manifestación del proletariado, impulsada asimismo por la búsqueda de lo que es justo.
En el estatuto fundamental de la república se advierte claramente la decisión firme de sus redactores -intérpretes de la naturaleza moral de la colectividad- de hacer menos rígidas las desigualdades sociales y de reconocer al trabajo sus derechos legítimos. Porque la Constitución se dictó para “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, promover la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad” para los pobladores del país en los tiempos de su promulgación, para la posteridad de los mismos “y para los hombres del mundo que quiera habitar el suelo argentino”, en el imperio de la justicia.
Un poco de historia
Mientras tanto, desde los albores de nuestra nacionalidad, pueblo y ejército han sido un valor indivisible en la historia de la patria. Desde el instante en que las fuerzas armadas surgen del seno mismo de la población de Buenos Aires, para defender la ciudad y, con ella, al Virreinato del Río de la Plata y quizá a toda América hispana, contra las invasiones inglesas, un nuevo espíritu, que nada tiene en común con el colonial, está presente en ellas.
Si en 1806, en el apremio de las circunstancias críticas, es el pueblo en armas el que toma parte en la pelea, un año después es ya un ejército disciplinado el que se apresta a resistir una segunda invasión.
Dos hechos singulares dan un carácter relevante a esta etapa. Uno de ellos es el alistamiento de los nativos en cuerpos en que no intervienen los extranjeros. El otro hecho es el de la implantación de los métodos democráticos para la elección de los comandos. Los vecinos convertidos en milicianos, designaron pro su voto a los oficiales. Los oficiales eligieron, a su turno, a los jefes. Un espíritu tan hondamente republicano como el del deán Funes, observó con acierto en su “Ensayo”: “De esa manera fue posible tener como soldados rasos a hombres acaudalados bajo las órdenes de un pobre labrador, y ver al negro valiente en la misma fila luchando codo a codo con su amo”. Habían desaparecido, pues, las diferencias sociales y raciales, igualdad sobre cuyas bases se constituirá más tarde la nación. Se establecieron las necesarias jerarquías, pero no de acuerdo con el linaje o la fortuna, sino teniendo en cuenta las aptitudes personales. Es así como un abogado, Secretario perpetuo del Consulado entre la oficialidad. Llegará a ser uno de los grandes generales de la epopeya emancipadora. Su nombre: Manuel Belgrano.
Las victorias de las armas porteñas, junto a las cuales luchan con denuedo los regimientos formados por naturales de las diversas regiones de España, combatieron con bravura en todos los frentes, sus lanceros ya sin municiones rompieron las filas inglesas a punta de bayoneta evacuando a las tropas que habían quedado atrapadas y lograron la rendición de los ingleses, decidieron la voluntad de independencia de quienes empiezan a sentir el legítimo orgullo de llamarse argentinos. Así los nombra Vicente López y Planes en su poema y los reconocen las autoridades capitulares de Santiago de Chile. No tarda en manifestarse el ánimo de soberanía popular que alienta en el país.
La ocasión llega el 1° de enero de 1809, cuando el partido, inconfundible en sus tendencias, de los realistas, logra arrancar de Santiago de Liniers su renuncia. En los cuarteles vigila la nueva nacionalidad, aún en embrión, pero ya con vida. Al frente de los Patricios, Cornelio Saavedra marcha sobre la Plaza Mayor (hoy Plaza de Mayo) para frustrar el golpe reaccionario del Cabildo. Lo consigue. Es ahora un jefe militar indiscutible el que tres años antes vivía consagrado al comercio.
En los sucesos de Mayo, la influencia del Ejército resultó decisiva. Exigiendo el pueblo la convocatoria de un Cabildo abierto, a fin de que aquél deliberase y resolviera sobre su destino, no tardó el virrey Cisneros en apelar al apoyo de las fuerzas armadas. Reunió a los jefes en el Fuerte y a su exhortación respondió Saavedra, manifestándole que ante la realidad de que había caducado la autoridad de la cual emanaba el mandato virreinal, “el pueblo quiere reasumir sus derechos y conservarse por sí mismo”.
Unidos pueblo y Ejército… Así los vio el propio Cisneros y cuando, depuesto el virrey en la noche del 22, el Cabildo resolvió al día siguiente mantenerlo en el ejercicio del poder como presidente de una junta, o procurando ganarse la buena voluntad del Ejército mediante regalos a los oficiales y a la tropa, las fuerzas armadas, no fueron insensibles al clamor popular de la protesta.
La solución, ambigua, no satisfacía al pueblo que en la mañana del 25 se reunió en la Plaza Mayor para obtener un corte decisivo.
Triunfó el pueblo, triunfó la patria. Triunfó el Ejército, parte indivisible del pueblo, que, alerta aguardaba por si su intervención resultaba necesaria.
–“¿Dónde está el pueblo?”, preguntó el síndico Leiva, asomándose al balcón del Cabildo.
–“El pueblo en cuyo nombre hablamos, está armado en los cuarteles y una gran parte del vecindario espera en otros sitios la voz de alarma para venir aquí”, le respondió Beruti.
El pueblo salvaba con sus armas la revolución democrática.
Una Argentina sin rumbo
Ahora bien, ¿Cómo hemos podido llegar los argentinos a naufragar en un mar atravesado por las corrientes de la corrupción, la ineficacia e ignorancia política, la irresponsabilidad pública y, sobre todo hoy, la desesperanza? ¿Qué olvidos esenciales experimentaron las generaciones de políticos, empresarios, sindicalistas y dirigentes que condujeron un país que parece no encontrar destino? ¿Qué brújula requiere este país para enderezar el rumbo hacia un horizonte más calmo y generar un milagro colectivo para una renovada ilusión de futuro?
Las obras clásicas siguen siendo una fuente de reflexión que no cesa. A veces sugieren preguntas, otras, nos brindan respuestas. Son, siempre, interpelaciones que con palabras del pasado se hunden indefectiblemente, en las raíces del presente.
Para la Argentina de nuestros días vuelven con la fuerza de la hora dos autores. Montesquieu en Del espíritu de las Leyes, al analizar los principios de los tres tipos de gobierno advertía la importancia de la virtud en el estado popular democrático. y decía: “cuando en un gobierno popular las leyes dejan de cumplirse, el Estado está ya perdido, puesto que esto sólo ocurre como consecuencia de la corrupción de la República…Cuando la virtud deja de existir, la ambición entra en los corazones capaces de recibirla y la codicia se apodera de todos los demás…Antes, los bienes de los particulares constituían el tesoro público, pero en cuanto la virtud se pierde, el tesoro público se convierte en patrimonio de los particulares”.
Cuando los argentinos, retornamos en 1983 a la democracia existía un legítimo entusiasmo que incluía cierta sensación de que la forma de gobierno haría lo suficiente para mejorar el bienestar de los ciudadanos. No fue así. Se instaló el lema: “Roban pero hacen…” o “…en este país todos roban”. Faltó la conciencia general de la convicción particular de Montesquieu: la democracia requiere de la virtud como condición misma de posibilidad. En su defecto, la corrupción concluirá en una República de despojos, con el poder en manos de unos pocos, y la licencia de todos.
Por tratarse de un gobierno de todos, impone obligaciones a cada uno, sin excepción, ni excepciones. No es, por lo tanto, un estado de relajamiento de los deberes colectivos, sino un aumento de la responsabilidad individual. Si el párrafo de Montesquieu nos da la clave de la situación básica individual y social, sobre la cual es esperable la germinación de la democracia, el párrafo que se traerá de Alberdi nos da la cuenta precisa de las claves de un buen gobierno dentro de tal forma de gobierno.
En los diferentes espacios y tiempos de la Argentina el programa de Juan B. Alberdi tuvo mayor o menor presencia, épocas de intenso predicamento y momentos de debilitado seguimiento. Son muchos los pasajes de la obra de Alberdi que tienen vigencia para la atribulada vida política de hoy.
Unas pocas líneas que han crecido en significación por la propia acción errada de los hombres y que convendría ubicarla junto a aquellas otras que han ocupado un espacio preciso en la forma y la geometría del “modelo de Alberdi”. Decía Alberdi: La división del poder es la primera de las garantías contra el abuso de su ejercicio…La responsabilidad de los mandatarios es otro rasgo esencial del gobierno libre…La publicidad de los actos del poder es otro rasgo del gobierno libre, como preservativo de sus abusos…La movilidad de los mandatarios es otro requisito de la República representativa….
¿No se condensan aquí, paradójicamente, los objetivos más próximos a las inquietudes de los argentinos de estos días? En las últimas décadas hemos involucionado y la clase dirigente se presenta con un discurso de convicciones difusas, con el realismo camuflado de nuevo pragmatismo y un pensamiento amputado donde la Ética, la Honorabilidad y la Moral, han desaparecido en las voces de pensamientos amputados o con frases hechas. A veces, lavándonos las manos, nos ensuciamos la conciencia.
Sería interesante volver a los clásicos, releer la historia, el legado y ejemplo de nuestros Patriotas y, por supuesto, la Carta Magna para retomar el pensamiento de Alberdi como punto de partida y encarrilar nuevamente a la Argentina. Independencia y Libertad -palabras, valores inseparables- llamará el futuro vencedor de Salta y Tucumán a sus baterías de Rosario. Independencia y Libertad, esto es, soberanía y democracia, fueron y son la luz de aquel día lluvioso en que nació el ciudadano.
(*) Periodista (publica en el portal Tribuna de Periodistas), escritor, documentalista