Columnistas

El Oreja Ocampo, el Loco Prieto y el Lacho Pardo: historias a sangre y fuego

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Eran los tiempos del comisario Evaristo Meneses, el legendario jefe de Robos y Hurtos de la Federal. Tiempos en que el diario Crítica agotaba ediciones con casos policiales escritos con sangre. Tiempos de ajustes de cuentas, de «buchones», de asaltos llenos de plomo. Tiempos violentos, en fin, que ni el propio Quentin Tarantino podría haber imaginado.

Fue un duelo entre titanes. Y el destino hasta quiso que el apodo utilizado por uno de ellos, el comisario Evaristo Meneses (a) “El Pardo”, coincidiera con el apellido del otro, el pistolero Manuel Pardo (a) “Lacho”. Vueltas de la vida y, en este caso, de la muerte.

Ocurrió durante la tarde del 10 de junio de 1961, cuando el legendario jefe de Robos y Hurtos de la Policía Federal entró con pasos lentos al bar Dos Banderas, sobre la calle Virreyes, a unas cuadras de Parque Chas.

Las cinco siluetas que lo acompañaban se quedaron en la vereda. A Lacho, en una mesa del fondo, justo le servían una ginebra en copita.

Costaba creer que aquel tipo achaparrado, regordete y medio calvo fuera un alto dignatario de “la Pesada”, tal como se le llamaba al sindicato del asalto con protocolos tipo comando…

Meneses le permitió que disfrutara del primer sorbo. Recién entonces, se le oyó decir:

–¡Se acabó, Lacho!

Casi por reflejo, el aludido se llevó la mano derecha a la cintura. Y llegó a manotear la “matraca” que llevaba, Pero, súbitamente, saltó hacia atrás como impulsado por un resorte, mientras tres estampidos retumbaban en el salón. El resto pareció transcurrir en cámara lenta y sin sonido: su cuerpo sacudiéndose aún en el aire, antes de caer despatarrado sobre una mesa aledaña.

A continuación, las cinco sombras, con sus armas empuñadas, entraron al bar para unirse a Meneses. Se trataba del subcomisario Ramón Morales, del subinspector Rodolfo Almirón Sena y de los suboficiales Edwin Farquarsohn, Aldo Ernesto Daumas y Jorge Rivero.

Afuera, casi en la esquina, los aguardaba un sujeto de mala traza; era el “buche” del asunto. Su nombre: Adolfo Ocampo (a) “Oreja”.

El tablero del mal

“Fue abatido Lacho Pardo”, tituló ese sábado, con enormes letras en su tapa, la 6ª edición del diario “Crítica”. El vespertino “La Razón” también derramó al respecto un río de tinta. Y los informativos radiales no hablaban de otra cosa.

Pero, en paralelo, hubo un hecho que empañó la hazaña de Meneses: el violento asalto a una distribuidora de gaseosas en Villa Urquiza, con el saldo de un administrativo cosido a balazos sin que, previamente, se resistiera.

Era la marca de Miguel Alberto Prieto (a) “El Loco”, un hampón cuyo rostro fue identificado por los compañeros del difunto, dado que su fotografía solía ser publicada por la prensa.

En rigor, los nombres y caras de casi toda esa camada de pistoleros eran reconocibles para la opinión pública. Algunos –como Juan José Laginestra (a) “El Pichón” y Jorge Villarino, a quien le decían “El Rey del Boleto” debido a su propensión por la fuga– gozaban de la estima popular. Sin embargo, ese no era el caso del Loco Prieto.

“Este sujeto en realidad roba para matar”, supo decir Meneses de él, sin faltar a la verdad: la culata de su 45 ya lucía una veintena de muescas. Su falta de códigos era proverbial, al punto de que su hermano, Domingo Cipriano, un asaltante muy respetado en el ambiente –quien meses antes había caído bajo la metralla policial– se la tenía jurada.

Nacido en 1929, dicen que el Loco debutó en el delito a los 11 años. Tres lustros después, su figura cobró notoriedad por haber asesinado al policía José Baitroqui en un atraco a la empresa Nestlé. Se le atribuía un centenar golpes y algunos secuestros extorsivos. Últimamente se había volcado al “mejicaneo” de botines ajenos, un quehacer muy mal visto en el hampa, por lo que sus enemigos se contaban a roletes.

Meneses, en aquel gélido invierno de 1961, se juramentó atraparlo. Pero no pudo ser: un inoportuno ascenso a comisario inspector lo arrancó de Robos y Hurtos para llevarlo hacia la jefatura de la División Delitos y Vigilancia, un destino burocrático con tareas de escritorio. Poco después pasó a retiro.

La ausencia de Meneses desató los bajos instintos de los muchachos que habían integrado su patota. Tanto es así que el quinteto formado por Morales, Almirón Sena, Farquarsohn, Daumas y Rivero se entregó de lleno a, diríase, la “prevención del delito”. En otras palabras, esclarecían hechos antes de que se cometieran, y con una táctica infalible: primero recibían el dato de un posible asalto; después se emboscaban para masacrar a los asaltantes, no sin quedarse con parte de lo robado.

Para sobrellevar semejante estilo de trabajo, se valían de soplones; por lo general, malvivientes con problemas, reclutados en los márgenes urbanos. Ellos no se conocían entre sí. Y en ciertas ocasiones, hasta se delataban unos a otros. La cosa funcionaba como un servicio de inteligencia en clave de arrabal.

“Oreja” Ocampo fue para ellos una pieza de valía.

Bien vale reparar en su figura. Porque este hombre de contextura encanijada, dicción gangosa y mirada huidiza pasaría a la historia policial argentina como un auténtico paradigma de la delación.

Todas las tardes concurría con suma puntualidad a las oficinas de Robos y Hurtos. A su vez, Morales y sus camaradas de correrías iban un par de veces por semana de visita a su domicilio. Tal dinámica social se mantuvo por años. Incluso, la patota en pleno festejó allí la Navidad de 1963 con los familiares del confidente.

Los vecinos llegaron a creer que él era policía. Tal impresión se vio robustecida por el hecho de que Ocampo solía participar en operativos de la brigada. Pero nadie imaginaba la naturaleza real de dicha relación; ni que el “batidor” tenía “autorización” para asaltar a contrabandistas. Luego vendía el botín y, a modo de remate, delataba al comprador. En resumen, la patota no solo se quedaba con la mercadería y una parte del dinero de la venta sino que, además, exigía al “reduche” una elevada suma para recuperar la libertad. En fin, un negocio redondo.

Sin embargo, no hay bonanza que sea eterna.

Ajedrez fatal

Fue en agosto de 1964 cuando Ocampo le dijo a Morales:

–Jefe, tengo un amigo que quiere hablar con usted.

Y carpeteando en derredor, como para cerciorarse de no ser escuchado por terceros, le susurró un nombre. Eso ocurría en el atrio de una iglesia, tras la boda de Almirón Sena con la hija de su interlocutor. Robos y Hurtos era una gran familia. 

Morales enarcó las cejas, antes de asentir con un leve cabeceo. Y dicha reunión fue fijada para el día siguiente.

Aquella cita fue algo extravagante. El subcomisario acudió al barrio Los Nogales, de Caseros, únicamente acompañado por el soplón. Pero en el lugar del encuentro sólo había un chico que los abordó para decir que el sujeto en cuestión los aguardaba a una cuadra.

Pero allí encontraron a una mujer que les indicó otra esquina. Entonces, olfateando el peligro, el subcomisario amartilló su reglamentaria. Y cuando ambos se encaminaron hacia ese sitio, alguien, desde el techo de un corralón los detuvo con un chistido. Era nada menos que el Loco Prieto.

El tipo sonreía de oreja a oreja. Y como para romper el hielo, tocaría un hilo sensible: quiso saber si el flamante yerno de Morales aún frecuentaba la boite Raviens, de Olivos.

Por toda respuesta, el policía enmudeció.

Pocos estaban al tanto de que, cuatro semanas antes, por cuestiones del momento, Almirón Sena había matado allí de un tiro al marine estadounidense Earl Davis. Un juez amigo no demoró en cerrar la causa.

Ahora bien, ¿cuál era el interés del Loco de reunirse con Morales? Muy simple: puesto que sus enemigos hacían fila para “amasijarlo”, necesitaba protección policial. Y tal cónclave derivó en una provechosa relación. Aunque no muy duradera. Pero vayamos por partes.

El primer signo visible de la sociedad entre ellos fueron dos cadáveres hallados en Puente de la Noria. Eran hampones que tenían cuentas pendientes con Morales. Todo indicaba que Prieto –además de confidencias y atracos por encargo– efectuaba “ajustes” por cuenta de su nuevo protector. Se calcula una quincena en el lapso de dos meses.

Sin embargo, la gota que rebalsó el vaso fue la ejecución de Luis Bayo, un ex boxeador volcado al delito. Tenía cuatro balazos en la cabeza, el rostro desfigurado a golpes y le habían amputado los pies.

El problema es que el desgraciado era un soplón de La Bonaerense, lo que tensó el delicado vínculo entre esa fuerza y los hombres de Morales. A su vez, ello malograría su lazo con Prieto.

Tal desavenencia arrastró también a Ocampo. Su cuerpo fue encontrado en la cabina de un Chevrolet 400. Los victimarios, además de prodigarle siete tiros, lo castraron. Los testículos aparecieron en su boca. ¡Pobre Oreja!

Ante el cariz de los acontecimientos, el Loco entró en pánico, tomando así una desesperada decisión: entregarse. Pensaba que la cárcel sería para él un lugar seguro. Pero hasta allí supo alcanzarlo el largo brazo del subcomisario: Prieto murió envuelto en llamas el 21 de enero de 1965 en su celda del penal de Villa Devoto, luego de que le arrojaran un baldazo de kerosene y, luego, un fósforo encendido.

Tan dantesco final tuvo una razón: silenciarlo. Pero no a tiempo.

Su testimonio ante un juez de instrucción –efectuado una semana antes de chamuscarse– propiciaría el arresto de Morales y sus cuatro laderos. Sobre ellos pesaban acusaciones por homicidio, encubrimiento y extorsión. Aún así, serían beneficiados al año con la “falta de mérito” por una razón atendible: todos los testigos estaban bajo tierra.

El 11 de octubre de 1973, un decreto  –rubricado por el presidente Raúl Lastiri por orden de José López Rega– los reincorporó a la Policía Federal.

Once meses después, Morales y Almirón Sena se convirtieron en jefes operativos de la Triple A, siendo Farquarsohn, Daumas y Rivero sus esbirros de cabecera. Ya se sabe que, entre 1974 y fines de 1975, dicha organización parapolicial ejecutó unas 1.500 personas.

Pero esa ya es otra historia.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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