Columnistas

Hermanos

Por Ricardo Ragendorfer (*)

En 2004 se produjo un derrumbe en una mina de Río Turbio que invisibilizó un drama familiar envuelto en un triángulo de espanto.

La pequeña ciudad santacruceña de Río Turbio, encajada entre la Cordillera de los Andes y la meseta patagónica, había nacido al calor de sus yacimientos de carbón. Y ahora se convertía en el escenario de esta trama. Su signo inicial fue una llamada anónima a la comisaría 1a. Al rato, dos patrulleros frenaron junto a un baldío en la esquina de Don Bosco y Almirante Brown. Era la zona más picante de aquella urbe por sus tugurios de mala fama.

¿Acaso en alguno de esos locales fermentara la tragedia en cuestión?

De pronto, los policías vieron de soslayo una sombra agazapada en un arbusto. Entonces emergió una mujer que temblaba con las manos levantadas. Aquellas manos estaban empapadas en sangre.

En paralelo, dos suboficiales reducían a un sujeto mal entrazado, cuya campera también estaba ensangrentada.

Un sargento caminó hacia ellos, pero a mitad del trayecto tropezó con algo. Era un cuerpo que yacía sobre un charco rojizo. Su expresión facial era perturbadora; en parte, porque aquel hombre tenía una fractura en el cráneo y la masa encefálica desprendida. Pero lo que más asombró al policía fue que el cadáver tuviera los genitales al descubierto y el pantalón enrollado a la altura de los tobillos. También había una piedra de laja con trozos de su propio seso. Se trataba de Luis Otero, un minero de 38 años.

Corría la madrugada del 14 de junio de 2004.

Claro que por ello terminaron detenidas aquellas dos personas. Una era la hermana del difunto, Ana Laura Otero, de 25 años; la otra, su pareja, Ismael Alarcón, de 31.

Allí subyacía una espeluznante historia.

Delicias de la vida conyugal 

Los Otero habitaban una casita con ladrillos sin revocar en un arrabal de Río Turbio. A través del zaguán se divisaba un patio de tierra.

Desde allí, Alarcón –que era amigo de Luis– vio a la joven por primera vez. Ana era de tez morena y ojos rasgados. Y bastaba que alguien la mirara para que sonriera. El visitante quedó fascinado con ella. Acababa de salir del penal de Rawson tras purgar una condena por robo. Pues bien, lo de ellos fue un amor a primera vista. Pero Luis mantenía ante los prolegómenos de tal lazo una actitud de recelo.

Por ello, Alarcón sintió cierto asombro cuando, durante una fría noche de invierno, el hermano de su pretendida le dijo:

–Yo me voy a un boliche del centro. Ahí la tenés a la Ana.

El tono era entre mandón y cordial.
Ismael no sabía qué cara poner.

Ana, con un inocultable nerviosismo, iba de un lado a otro con el mate en la mano.

Aquella noche, los flamantes novios consumaron la relación.

Al principio, Luis los acompañaba en sus salidas. Incluso, no se opuso a que Ismael se instalara en su hogar. Pero esa hospitalidad no fue duradera. Por esos días se hizo más taciturno y bebía sin parar.

Al final, Ismael llevó a vivir a Ana a un rancho situado en la otra punta del barrio. Y la mantenía con pequeños robos.

Al año nació el fruto de aquella unión, al que bautizaron Jéssica. En los rasgos de la niña prevalecía la rama materna; es más: sus ojos eran idénticos a los del tío Luis.

No obstante, el vínculo entre este y su cuñado –por motivos que Ismael no llegó por entonces a comprender– se hizo más vidrioso. Al principio, cada tanto, Luis se dejaba caer en el hogar de la pareja. En aquellas oportunidades solía enfrascarse en largas conversaciones con Ana, de las que Ismael quedaba afuera. Después, sus visitas se hicieron más espaciadas. Hasta que, finalmente, dejó de frecuentar aquel lugar. Pero no por ello se quebró el lazo entre él y su hermana, dado que a partir de entonces era ella la que visitaría la casa de Luis, casi siempre sola, dejando a Jéssica al cuidado del papá. Desde luego que este no sentía demasiado beneplácito ante la creciente presencia de su mujer en lo del hermano. Y se lo planteó. Pero Ana, alterada por dicho cuestionamiento, adujo que Luis trabajaba mucho, que estaba solo y que la necesitaba.

–¡Que se busque una mina! –le gritó entonces Ismael.

Por toda respuesta, Ana rompió en llanto.

Tal situación no varió con el correr de los años. Ella iba diariamente a lo del hermano, e Ismael hasta llegó a aceptarlo con resignación.

El asunto no tardó en estallar de la peor manera.

Adiós, hermano cruel 

Durante un atardecer de junio, mientras Ana se encontraba de visita en lo del hermano, Ismael –que estaba con Jéssica– se quedó sin llaves, por lo que no dudo en ir a la casa de Luis.

Al llegar, vio la bicicleta de ella estacionada bajo el alero. Y golpeó la puerta sin obtener respuesta. Fue cuando escuchó un gemido cuya resonancia le resultó familiar. Entonces, atrapado en un estupor que él jamás imaginó que podía existir, quedó paralizado, mientras la niña caía de sus brazos. Su llanto alertó a la madre, quien se asomó por la puerta ataviada solo con una toalla.

En ese preciso instante quedó sellado el destino de todos ellos.

Días después, durante la madrugada de ese fatídico lunes, Ana e Ismael acudieron al Black & Jack, uno de los tugurios de la zona roja.

Luis estaba acodado en la barra y bebía ginebra sin notar la presencia de la pareja. Hasta que los gritos de ella concitaron su atención.

Los parroquianos afirmaron que Ana le reclamaba algo a Ismael. Y que, ante la negativa de este, ella abordó al hermano. Y que juntos abandonaron el lugar. Y que Ismael salió tras ellos.

En esa época, el carácter incestuoso de semejante triángulo ya era en el barrio un secreto a voces. Por tal motivo nadie tomó muy en serio el incidente; solo algunos curiosos se asomaron a la vereda. Fue cuando lo vieron a Ismael al apartar con violencia a Ana de Luis. Y que este sonreía maliciosamente. Por último, vieron la piedra de laja al precipitarse una y otra vez sobre su cabeza.

Alguien llamó a la policía.

El resto, lentamente, regresó a sus tragos. Lo cierto es que este caso fue rápidamente opacado por una catástrofe mayor: apenas unas horas después, al clarear aquel lunes, hubo un derrumbe en el Complejo Minero Río Turbio. Entre los escombros quedaron los cuerpos sin vida de 14 trabajadores del socavón. La desgracia es a veces contagiosa.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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