Columnistas

La amante silenciada

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Sindicado como una de las caras públicas de la “campaña antiargentina en el exterior”, Julio Cortázar fue seguido de cerca por esbirros de la ESMA, que manejaba en Francia una embajada paralela. Corría diciembre de 1977 y estaba por iniciarse un tórrido romance que acabaría en escándalo y con denuncias por corrupción que no llegaron a realizarse.

A fines de 1977, Julio Cortázar corregía en París el texto de “Segunda vez”, para sumarlo a su quinto libro de cuentos.

¿Hasta qué punto era consciente de que la dictadura argentina se la tenía jurada? Razones no faltaban, puesto que él era una de las caras visibles de la denominada “campaña antiargentina en el exterior”.

Tanto es así que, en su edición del 27 de diciembre, el diario Le Monde dio cuenta del vibrante discurso que pronunció durante un acto del Comité de Boicot a la Organización del Mundial de Fútbol en la Argentina (COBA).

Claro que la crónica no mencionaba un detalle: entre los asistentes había un muchacho rubicundo; era el teniente de navío Alfredo Astiz, un esbirro del Grupo de Tareas (GT) 3.3.2 de la ESMA, quien trataba de infiltrarse entre los exiliados argentinos en Francia.

Ya durante el atardecer de aquel martes, mientras uno de sus camaradas de correrías, el capitán de navío Jorge Perrén, leía esa cobertura en una oficina de la Embajada argentina, una mujer extendía hacia él un dossier –de su puño y letra– sobre el escritor.

Ese día se dispuso un operativo para monitorear sus movimientos.

Ella lucía exultante. Su nombre: Elena Holmberg.

París era una fiesta

A los 45 años de edad, esa mujer petisa, de aspecto torvo, carácter áspero y visceralmente antiperonista era una diplomática de segunda línea. Pero el embajador Tomás Manuel de Anchorena la consideraba su mano derecha. Y no solo por ser prima del teniente general Alejandro Lanusse, sino que había otro motivo que apuntalaba su cuota de poder: los minuciosos informes sobre “extremistas” argentinos en Francia, que ella escribía y enviaba semanalmente al Palacio San Martín.

Por ese entonces, el almirante Emilio Massera ya había ordenado crear el Centro Piloto de París (CPP), con el doble objetivo de hacer inteligencia y contrarrestar las denuncias por violaciones a los derechos humanos.

A tal efecto fue alquilada una lujosa casa en el 83 de la Avenue Henri-Martin. Aquella sería una embajada paralela, atendida por “diplomáticos” que en realidad pertenecían a la patota del capitán Jorge “Tigre” Acosta, el patrón de la ESMA. La responsable administrativa del CPP fue Holmberg.

Ella no tardó en ver con malos ojos cómo los marinos se daban allí la gran vida, dilapidándose el presupuesto en juergas con prostitutas, entre otros gastos superfluos. Y tomaba nota de eso.

Pero hubo una circunstancia que congeló súbitamente su indignación: la llegada a París de Perrén. Ocurre que el flechazo entre ellos fue arrebatador.

Este oficial, de 39 años, era para ella todo lo que estaba bien.

Sin embargo, no era muy estimado por sus pares, quienes lo llamaban el “Oreja” por la gran dimensión de sus pabellones auditivos. En la ESMA solían tomarlo para el churrete.

Cuando los chismes de su amorío con Elena llegaron allí, lo verdugos de la Armada bromeaban a viva voz: “El Oreja está de novio. ¡Qué quilombo que se le va a armar!”.

Ello tenía su asidero: la esposa del adúltero estaba a punto de viajar a Francia para acompañarlo.

Solidario al fin, Acosta hizo lo imposible para retrasar su partida. Pero se le fue acabando la cuerda.

Mientras tanto, en París, Holmberg provocó un extraño episodio. Fue durante una recepción ofrecida en la Embajada con motivo de la presencia de Massera y su esposa, Delia Vieyra (a) “Lily”, a quien le colgaba del cuello un diamante de gran tamaño. La diplomática, con gesto admirativo, lo tomó entre sus dedos, y dijo:

–¡Qué lindo diamante! ¿Eso también se lo regaló Firmenich?

Los presentes se miraron con las cejas enarcadas. Y Anchorena la tomó de un brazo para retirarla de la escena.

Lo cierto es que, poco antes, Holmberg había oído parte de un diálogo entre dos marinos del CPP. Allí, entre risas, uno de ellos habló del “palo verde que nos regaló Firmenich”. Eso bastó para que ella imaginara tratativas secretas del jefe montonero con el almirante.

Mucho después se sabría que ellos en realidad se referían a un millón de dólares –provenientes del secuestro de Juan y Jorge Born– que Montoneros había depositado en Zúrich, y que los marinos les birlaron utilizando para eso a un militante cautivo que conocía la clave de acceso a la caja de seguridad del banco que atesoraba esos billetes.

Aun así, Holmberg seguía alucinando un encuentro a la luz del día en una confitería de París entre Massera y Firmenich.

En tanto, el seguimiento a Cortázar proseguía. Hasta que, de pronto, su presencia dejó de ser visible en su domicilio de la Rue de l’Éperon.

Días después, los perseguidores se enteraron del motivo: sin que ellos lo advirtieran, su presa había viajado a Cuba para dictar unas conferencias. Un papelón. A su regreso, el operativo no fue retomado.

En medio de tales circunstancias, la esposa de Perrén llegó a París. Y el escándalo fue mayúsculo.

Fue entonces cuando él le dijo a Elena:
–Lo nuestro ha terminado.

Ella juró venganza, amenazándolo con denunciar los gastos irregulares de la patota. Oreja, presionado, simuló reconsiderar su decisión.

Pero quedaron en no verse hasta que la señora Perrén se calmara.

La otra «guerra sucia»

En mayo, apenas a tres semanas del Mundial, Elena se mostró sorprendida por su inesperado traslado a Buenos Aires.

Es posible que, en París, Perrén haya sentido un merecido alivio.

Pero el peligro seguía latente.

Ya en septiembre, Massera dejó la Armada para entregarse de lleno a su ensoñación política.

Al mes siguiente fue desmantelado el CPP y sus integrantes regresaron al país. Para Perrén comenzó otra vez la pesadilla.

A mediados de diciembre, Elena se cruzó casualmente en una avenida de Recoleta con su amigo el diplomático Gregorio Dupont.

Esa tarde, ella le soltó de corrido sus pesares amorosos y también las represalias que tenía en mente.

El 18 de diciembre, Elena habló con Perrén por teléfono. Y casi como al pasar, dijo que estaba por reunirse con su primo, el general Lanusse.

–¿Para qué? –quiso saber él, con un dejo de alarma.

–Ya te vas a enterar, mi amor.

Su voz sonaba deliberadamente aguda.

–¡Pará, Elenita! Encontrémonos antes de esa reunión.

Así fijaron una cita para antes de dos días.

Elena Holmberg no pudo acudir. Esa misma noche fue secuestrada en la esquina de Uruguay y Arenales por sicarios de la ESMA.

Su osamenta, parcialmente desencarnada con ácido, apareció el 11 de enero de 1979, en el río Luján, a la altura de Tigre.

Recién a fines de 1982, ya con Massera arrinconado por varias causas penales, Dupont lo denunció públicamente por ese crimen.

La repercusión más categórica de semejante osadía fue el secuestro de su hermano, el publicista Marcelo Dupont, quien –ya sin vida– fue arrojado el 7 de octubre desde la terraza de una obra en construcción de Palermo Chico.

Ambos asesinatos quedaron impunes.

Fue una paradoja que Elena Holmberg pasara del ser al no ser mediante las metodologías del terrorismo de Estado que ella tanto trabajó para ocultar.

A fines de 1983, ya restaurada la democracia, Julio Cortázar efectuó su último viaje a la Argentina.

Fallecería en París en febrero del año siguiente.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

 

 

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