Los homicidas del sacerdote, integrantes de la temida banda de ultraderecha Triple A, murieron de viejos sin haber sido condenados.
Aquella escena transcurría diariamente en el quinto piso del edificio de la calle Carranza 2336, del barrio de Palermo: un anciano sentado en el balcón, siempre en pijama y con un diario entre las manos, pero con los ojos clavados en un punto indefinido del espacio. A pesar de que vivía allí desde el verano de 1984, poco se sabía sobre él, salvo que tenía 88 años y un temperamento irascible, cuyas implicancias auditivas solían retumbar en aquel inmueble cada vez que se disgustaba con su esposa. Los vecinos lo llamaban don Ramón.
Ahora, durante la mañana del 5 de enero de 2007, no parecía disfrutar de la brisa que agitaba levemente las hojas de los árboles. Por el contrario, su rostro lucía un extraño rictus, mientras manipulaba con nerviosismo el dial de una vieja radio a transistores que luego apoyó sobre una mesita. Por nada en el mundo quería perderse el informativo. Este comenzó con un parco flash sobre el avance de los trámites para extraditar desde España al expolicía Rodolfo Almirón Sena, acusado de haber sido uno de los máximos jerarcas de la Triple A. En ese instante, el anciano se inclinó sobre al aparato.
El paradero del antiguo represor había sido descubierto por periodistas del diario El Mundo en su residencia, situada en los bordes de un empobrecido arrabal valenciano. La Policía Nacional lo detuvo durante la tarde del 28 de diciembre –Día de los Santos Inocentes– en ese mismo lugar. Las imágenes de su captura impresionaron a millones de televidentes: ya nada quedaba de aquel hombre corpulento, con barbita en candado y mirada feroz que solía aparecer en las fotos junto a José López Rega; ahora, a los 71 años, era apenas una silueta quebradiza y tambaleante, tal vez por efecto de una embolia cerebral sufrida en 2004. Desde entonces dependía como un niño de su esposa, una azafata jubilada de Iberia con la que estaba unido en segundas nupcias. Antes había estado casado con la hija de su mentor y jefe, el excomisario mayor Juan Ramón Morales, del cual hacía mucho que no se tenían noticias. Al respecto, en el Juzgado Federal No 5, donde se investigaban los crímenes de la Triple A, se lo creía muerto. No era así. Pero eso solo unos pocos lo sabían.
Morales, por cierto, era nada menos que don Ramón.
Y quizás mientras apagaba la radio para desplazarse achacosamente hacia la sombra de su hogar, no haya percibido en la calle la presencia de un fotógrafo del semanario Perfil que acababa de retratarlo con un poderoso teleobjetivo.
Un santo en el infierno terrenal
Las fotos de ambos impresionaron sobremanera a Ricardo Capelli, quien fuera amigo y colaborador del sacerdote Carlos Mugica, incluso en su etapa como asesor –a partir de junio de 1973– del Ministerio de Bienestar Social, siendo ya el máximo referente de la “teología de la liberación”.
Ese conchabo se lo había ofrecido el mismísimo López Rega. ¿Acaso fue algo que Mugica no pudo rechazar? De hecho, su justificación fue: –Desde ahí puedo lograr un montón de cambios en la villa. No solo en Retiro sino en todas las villas del país. Además, tengo una esperanza…
–¿Esperanzas de qué, Carlos? –le preguntaron, entonces, sus allegados.
–De que Dios lo toque a López Rega y que él se convierta en una buena persona.
Pues bien, fue en los pasillos de ese ministerio donde Mugica y Capelli se cruzaron por primera vez –a fines de aquel año– con Morales y Almirón Sena. Claro que ignoraban de quiénes se trataba.
Ellos habían integrado, durante la década anterior, la patota de Robos y Hurtos de la Policía Federal, hasta ser exonerados debido a un cúmulo de graves delitos. Pero el 11 de septiembre, un decreto firmado por el presidente Raúl Lastiri –por orden de López Rega– los reincorporó al servicio activo.
Lo cierto es que la presencia de Mugica en esa cartera supo enturbiar su lazo con Montoneros.
Cabe recordar que, apenas unos años antes, la influencia que ejerció sobre algunos estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires enrolados en Acción Católica –entre ellos, Fernando Abal Medina, Gustavo Ramus y Mario Eduardo Firmenich– incidiría en la aparición de aquella “orga” que, por cierto, Mugica no integró.
Para colmo, la ejecución del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci –ocurrida el 25 de septiembre de 1973; o sea, dos días después de que la fórmula Perón-Perón se impusiera en las elecciones–, malogró definitivamente el vínculo entre Mugica y Montoneros.
Dicho sea de paso, tal acción motorizó una ruptura en las agrupaciones montoneras de superficie, naciendo así la corriente “Lealtad”, que abjuraba de las operaciones armadas. Su aparición oficial se sitúa a comienzos de 1974.
Fue en esa época cuando Mugica les confió a sus allegados: “Montoneros me está amenazando”.
En paralelo, la situación de Mugica en el Ministerio de Bienestar Social también se tornó espantosa, al punto de atribuírsele a López Rega la siguiente frase: “El curita está rompiendo las pelotas”.
En medio de tales circunstancias, durante el acto multitudinario del 1 de mayo ante la Casa Rosada, Mugica entró a la plaza encolumnado con la Juventud Peronista-Lealtad (JP-L). Fue cuando Perón tildó de “estúpidos” e “imberbes” a los manifestantes de la “tendencia revolucionaria”, quienes no dudaron en retirarse. Pero Mugica fue uno de los que se quedaron allí.
Desde entonces, transcurrirían los últimos diez días de su existencia.
Disparos en la noche
Corría el anochecer del 11 de mayo cuando Mugica, después de celebrar misa en la iglesia de San Francisco Solano, emergió por el portón de la calle Zelada al 4700, del barrio porteño de Villa Luro. Lo acompañaba Capelli.
Ambos caminaron hacia el Renault 4 azul del sacerdote. En ese instante, se desató el infierno.
El tableteo de dos ametralladoras pareció eterno.
Una ráfaga pegó de lleno en el tórax del cura, elevándolo en el aire para caer de espaldas contra el frente del templo.
Otra ráfaga lo derrumbó a Capelli.
A continuación, un Chevy levantó a los matadores.
La siguiente escena ocurrió en el hospital Salaberry. Las dos víctimas fueron trasladadas allí con vida. Mugica –con cinco proyectiles en el cuerpo– estaba consciente y, refiriéndose a Capelli, le susurró al cirujano:
–Operalo a él. Yo no quiero que me operes a mí antes que a él…
Luego, exhaló su último suspiro.
Capelli –con cuatro tiros en el cuerpo– estaba desmayado, y sobrevivió.
Una insistente versión adjudicó a Montoneros la autoría del ataque.
Pero Capelli, a raíz de la titilante luminosidad irradiada por las ráfagas de los disparos, reconoció a los sicarios: eran Almirón Sena y Morales.
A 33 años de aquel fatídico sábado, el juez federal Norberto Oyarbide dispuso la detención de ambos por los crímenes del intelectual marxista Silvio Frondizi y del diputado Rodolfo Ortega Peña (lo de Mugica no formaba parte de la causa). Además se determinó que ellos fueron los jefes operativos de la Triple A, que, entre ese año y 1976, cometió unas 1.500 ejecuciones.
Almirón Sena fue bendecido con la inimputabilidad por su avanzado deterioro cognitivo y murió en 2008.
Morales, por su parte, obtuvo el arresto domiciliario y murió en 2009, pero sin condena.
¿Habría sido esa la voluntad del Señor?
(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales