Columnistas

La libertad y el derecho o las libertades y los derechos

Por Tomás Pérez Bodria (*)

Como todos sabemos en el mundo se ha desatado una pandemia declarada tal por la Organización Mundial de la Salud. Todos los países, en mayor o menor proporción han adoptado medidas que afectan la vida cotidiana de las personas. Aquellos que las tomaron con anticipación, como la Argentina o Venezuela (este último es el caso más exitoso hasta el momento, por lejos, en toda América), vienen logrando resultados muy superiores a los que demoraron en hacerlo o que las adoptaron en medio de fuertes disputas internas sobre su conveniencia.
Y reitero, es cierto. Son medidas que afectan la vida cotidiana de las personas. La paradoja es que, a diferencia de los antecedentes que a borbotones emanan de la historia de la humanidad, los Estados han establecido restricciones a los derechos de las personas, vigentes en períodos de normalidad, no para angustiarlas, perseguirlas o coartar ninguno de sus derechos, sino para salvaguardar el más importante de todos: el derecho a la vida.
Se trata, al mismo tiempo, de un llamado a la consolidación de uno de los ejes primordiales que debe imperar en una organización social vigorosa: el de la solidaridad. Valor este que, en medio de una pandemia, se expresa en la necesidad de cuidado mutuo entre las personas. En su tiempo, y no sólo en referencia a una pandemia, Alejandro Magno lo ejemplificó con su famosa frase «De la conducta de cada uno depende el destino de todos»
Cabría suponer que, desde los tiempos de Alejandro al presente, su mentada sentencia ha sido definitivamente incorporada, puesto que la humanidad ha sabido organizarse en comunidad.
Sin embargo, insólitamente, no es siempre así. No faltan quienes portan un manifiesto desinterés por lo colectivo, es decir por la suerte de sus semejantes. El privilegio de su propio interés personal es inscripto en el sacrosanto altar de la libertad y el derecho. Aún, cuando tan mezquina preeminencia esté llamada a causar miles de muertes. Incluso, estúpidamente, hasta la propia.
Los argentinos somos testigos privilegiados de estos procederes. En estos mismos días, acicateados por los intereses económicos y los medios de difusión que los expresa, no fueron pocos los que tomaron las calles y visitaron canales de televisión llamando a desconocer la cuarentena decretada por el gobierno nacional para combatir el coronavirus. Abundaron argumentos de todo tipo. Desde el colapso en que la medida hunde a la economía hasta la afirmación de que aquella comprometía la libertad y vulneraba el derecho.
El primero de los argumentos mencionados, por su endeblez, ha perdido vigor y, tiende a ser dejado de lado. Ello sucede, a poco que sus propios mentores advierten la situación calamitosa en que la pandemia ya deja a la economía mundial. Sin diferenciar entre países que adoptaron temprana o tardíamente el aislamiento social que, como bien lo expresa la reconocida psicóloga argentina Dra. Gabriela Dueñas no es tal. Es sólo físico, puesto que las relaciones sociales, si bien se modificaron en la emergencia, no se abandonaron. Pero la apelación a la libertad y al derecho permanecen como banderas inalienables de estos sectores de la sociedad, caracterizados por el más absoluto desprecio por el interés colectivo.
Claro que, como sabemos, la libertad y el derecho son valores absolutos y, por lo tanto, peligrosos cuando se los invoca en nombre de un interés individual. Allí lo que rige son las libertades y los derechos, categorías caracterizadas por su relatividad y correlatividad. Así, por ejemplo, a libertad y el derecho de circular, suelen confrontar con la libertad y el derecho a la seguridad; o la libertad y el derecho a la propiedad confrontan habitualmente con la libertad y el derecho de habitar una vivienda digna.
Pero sucede que si quienes se manifiestan en estos días contra la cuarentena se sinceraran y, por lo tanto, expresaran claramente que exigen la primacía de su derecho a circular por sobre el derecho a la salud pública, su reclamo perdería fuerza. Motivo este por el cual invocan grandilocuentemente aquellos valores absolutos que, por ser tales, facilitan el ocultamiento del motor que los moviliza: el egoísmo propio de la ideología que profesan. El individualismo como fin superior. Y, por ende, el desprecio hacia la suerte de sus semejantes. Inconfesables designios cuyo propósito final es destruir un gobierno que, por expresar las libertades y los derechos de las grandes mayorías, lo sienten riesgoso para la permanencia de sus privilegiios inmanentes a su propia condición egoísta y menospreciante.
Esta conducta disociadora y, por ende, extremadamente peligrosa en medio de una pandemia que amenaza la vida de todos, se ha reiterado en numerosas ocasiones. Y, en todas ellas, los resultados fueron nefastos. Así es que la apelación a «la libertad» y «al derecho», siempre mentados con carácter absoluto, abrió paso a lo largo de la historia a innumerables atropellos a «las» libertades y a «los» derechos. En nombre de «El derecho» se consagró la pena de muerte, dando por tierra con el derecho a la vida del condenado. El país que simboliza «La libertad» con una estatua gigantesca que se supone lo define como el mayor defensor de todas las libertades, privó y todavía priva de muchísimas de ellas a millones de sus propios habitantes sin más motivo que el color de su piel.
Y, entre nosotros, múltiples son los ejemplos que la historia coloca a nuestra disposición. Hubo, por caso, un golpe cívico-militar que, ciñiéndose al valor absoluto de la libertad, se denominó «revolución libertadora». Fue el que el 16 de setiembre de 1955 arrasó con un gobierno constitucional y con las libertades y los derechos de una inmensa mayoría de argentinos. Esos amantes devotos de «la libertad» y «el derecho» se sintieron, autorizados, en nombre de tales valores absolutos, a fusilar sin juicio previo y encarcelar a sus opositores políticos. Es decir a pasar por arriba de múltiples derechos y libertades.
Hábitos que estos libertarios fusiladores extendieron entre sus sucesores, colmando sus afanes por la preeminencia «absoluta» de sus valores cuando, a partir del 24 de marzo de 1976, dispusieron de vidas y haciendas. Más precisamente de 30.000 vidas y de la mayor parte de la riqueza de los argentinos.
Si no prima la distracción o la mala fe, cualquiera podrá ver que tras la furiosa campaña desatada contra la cuarentena, es decir contra una medida que pretende la protección de la vida de todo un pueblo, anidan los mismos sectores que protagonizaron la revolución fusiladora de 1955 y la dictadura militar de 1976, sólo por ceñirnos a los tramos más recientes de nuestra historia patria. E igualmente se podrá advertir que, en última instancia, el objetivo también se reitera: es el de la desestabilización de un gobierno nacional y popular.
Los Magnetto, los Rocca, los Mitre, la Sociedad Rural, Clarín y La Nación, son los históricos propaladores de valores tan absolutos como su desvergonzada intrepidez antipopular y antinacional.
Frente a ellos, el pueblo y el gobierno. Disipemos todas las dudas que supone una supuesta disparidad en las relaciones de poder. Acudamos a la sabiduría milenaria, como la que emana de aquel viejo proverbio etíope que reza: «Cuando las arañas se unen, pueden atar a un león»
Sepan esta vez, pueblo y gobierno argentinos, prevalecer sobre estos perversos filibusteros. Modernos piratas cuya insaciable voracidad de poder y riqueza sucumbirá, más temprano que tarde, ante las furiosas tormentas que en la conciencia del pueblo, ellos mismos siguen conformando.

(*) Abogado penalista, dirigente político y ex concejal de Pilar

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