Columnistas

Reflexiones y preguntas sobre un año más de crisis económica y política en Argentina

Por Marcelo E. Basualdo (*)

Nadie pensaba que la frase del presidente de la Nación que apuntaba a postergar la
economía frente a la emergencia sanitaria y el imperativo de proteger la salud de la
población se iba a traducir en un cierre prolongado de gran parte de las empresas
productivas.
Las medidas administrativas del gobierno impidieron la reapertura de infinidad de
locales comerciales, fábricas y de servicios desde los primeros días en que se
implantó la llamada “cuarentena” o encierro de gran parte de la población en sus
casas, sin posibilidad de acceder a sus lugares de trabajo, al prohibirse una circulación
mayoritaria de vehículos de transporte y personas.
Tanto la disposición administrativa del cierre masivo de locales como la restricción a
la circulación de personas era claro que imposibilitaba gran parte de la producción.
Hasta que aparecieran, hace poco tiempo atrás, los índices oficiales de precios y
cantidades de producción de la economía, no era fácil conocer la verdadera dimensión
de ese gran “cierre de la economía” que el gobierno dispuso.
Ese cierre o paralización de la actividad económica y del trabajo se determinó a través
de disponer, administrativamente, la prohibición de una serie de actividades que tiene
que haber sido de gran escala como para que el PBI cayese 12%, la inflación
disminuyese, para ubicarse en un rango de alrededor de 40% y la desocupación
abierta ascendiese a 13%, a lo que se puede sumar el desaliento en la búsqueda de
empleo, con lo cual esta tasa subiría hasta cerca de 30%.
Todo esto se generó a partir de una política pública de salud, pero se tradujo en un
verdadero “ajuste económico” llevado a cabo a través de una economía ampliamente
administrada por el Estado por las razones de fuerza mayor que impuso una
emergencia sanitaria.
Esta política fue verdaderamente atípica, ya que no se llevó a cabo mediante la
contracción monetaria o fiscal, sino a través de una contracción cuantitativa de la
producción y el trabajo, derivada de la prohibición de las realizaciones de una larga
lista de actividades específicas.
Según mi opinión, se restó importancia a la notable magnitud de la caída que se podía
producir en la economía, aun cuando se podían llegar a inmediatas estimaciones
confiables de esa evolución.
Otra subestimación que existió, es la del principio bien conocido de la lentitud en la
dinámica de corto plazo de la producción. Luego de ese prolongado “cierre” de gran
cantidad de actividades era evidente que su “reapertura” no permitiría una inmediata
reactivación económica.
Esto se debe a la lógica que la decisión de interrupción de la producción es una suerte
de deconstrucción o el desarme de una maquinaria de gran dimensión -integrada tanto
por hombres y máquinas-. Tardará en realizarse porque el retroceso productivo
significa que, mientras que la maquinaria se va desarmando, la producción va
cayendo.
En sentido inverso, cuando la producción vuelve a aumentar también lo hace de a
poco en la medida que la maquinaria vuelve a reconstruirse, mientras paralela y
paulatinamente vaya creciendo la producción.
En conclusión, con las decisiones adoptadas realmente se paralizó la economía y no
sólo la privada, sino también la pública. Todos conocemos la paralización en los
servicios judiciales o educativos, principalmente, lo que impacta sobre la economía,
porque lleva a una producción menor e ineficiente de bienes públicos, como la justicia
o la educación.
Además, evidentemente, hay toda una serie de servicios públicos que han sido
afectados y que apuntan en el mismo sentido de aportar menos y peor al conjunto de
la economía. La contabilidad pública es posible que no registre variaciones del sector,
porque es como si funcionase igual dado que no se despiden empleados o no se dejan
de pagar sueldos, pero la productividad o el aporte del sector al conjunto social ha
caído notablemente, porque se trabaja y se entregan servicios en mucha menor
cantidad o calidad.
Pero resolver esta parte pública de la economía parece más sencillo que aquella otra
donde sí ha habido mucho personal despedido, menores salarios y generalizada
desinversión o pérdida de capital productivo.
Es indudable que la contracción de este sector privado no sólo necesita de la
progresiva recuperación de la producción que posibilitó el levantamiento de las
prohibiciones específicas de producción, sino también de la recuperación del capital
dañado o perdido en esa deconstrucción violenta provocada por las prohibiciones de
funcionamiento.
En principio, la política económica, en esta instancia, no podría sumar
determinaciones contractivas, monetarias-fiscales-cambiarias, a ese proceso de
reconstrucción privada. No es posible definir que haya sido la contracción o el ajuste
la característica de la política económica durante 2020, sino que quedó subordinada
a la administración restrictiva de la actividad por parte del Estado. En realidad, en su
medida, la política económica resultó compensatoria del impacto recesivo de ésta.
Como no ha habido aun una reactivación o reconstrucción de la economía privada,
todo indica que la continuidad de esta alternativa compensatoria es la única
aconsejable, ya que el riesgo que el estancamiento económico se prolongue o se
profundice no tiene una probabilidad menor.
Está claro que la situación general sigue siendo recesiva, por lo que, volver a alentar
la inversión privada es difícil y esto, al menos requiere un ejercicio de política
económica que disminuya y no agregue problemas a los que ya tienen las empresas,
no pocos, ni menores.
Ese carácter compensatorio o contra cíclico de la política pública que ya se ha
observado en 2020 ha resultado insuficiente para tender al reequilibrio de la economía
privada y pública, luego del cierre prolongado que pesara sobre ella.
Ante la inestabilidad cambiaria se ha regresado a una mayor limitación de la emisión
monetaria para financiar el déficit fiscal y se apela a una mayor presión impositiva para
lograr reducirlo y, en consecuencia, hacer menos necesaria esa emisión.
No obstante, dado que el avance del sector privado sigue estando limitado, no parece
realmente eficiente esperar que desde una mayor recaudación tributaria sea posible
sostener un gasto público que se expande en función del gasto social, derivado de
mayores demandas de gasto por parte de jubilaciones, salud, salarios estatales y
subsidios a empresas de servicios públicos.
Sin embargo, el recorte en los aumentos nominales de las tasas a que se ajustan
estos distintos factores de expansión del gasto público, puede resultar fundamentales,
aunque socialmente costosos en más de un caso.
Este marco conduce la gestión de política económica a un carácter exclusivo de
administración de crisis, expresión ya utilizada más de una vez entre 2018 y 2020.
Ignorar o eludir estas restricciones en materia fiscal significa disparar la emisión
monetaria, más allá de lo razonable para financiar el déficit y esto conduce a presionar
la demanda de divisas, elevar el tipo de cambio, la inflación y contraer el consumo y
producción interna.
El Sector Externo, luego del proceso de continua devaluación del peso iniciado en
2018, reaccionó favorablemente, determinando un superávit comercial considerable
en 2020, tanto en razón del aumento del tipo de cambio como de la fuerte recesión de
este año que finalizó.
El efecto de una -aun mayor- depreciación cambiaria, agravaría la recesión y la
inflación con efectos reducidos sobre los niveles de exportaciones e importaciones,
dado que además la demanda de la mayoría de países extranjeros se ha contraído en
2020 y no está claro que su caída se pueda revertir fácilmente en 2021 o en años
sucesivos inmediatos.
En especial, cabe resaltar que, inclusive antes de esta epidemia global, los países de
la OCDE se habían encargado de formular proyecciones de tasas de crecimiento
económico a mediano plazo continuamente descendentes, en claro contraste con la
aceleración observada entre los años 90 y 2015. El decaimiento del crecimiento hasta
2030, tanto afectaría, paralelamente, a estos países centrales como a los restantes
de menor desarrollo relativo.
Dado este conjunto de restricciones para el mercado interno, el sector externo y el
sector público, la única variable con capacidad de movilizar a la economía más allá
del estancamiento con inflación, es la inversión, en alguna de sus posibles versiones:
privada, pública, nacional o extranjera; y/o todas ellas.
El proceso de inversión depende esencialmente de la decisión de hacerlo en función
de la aparición de ganancias previsibles, al menos claramente superiores a la tasa de
interés.
El subsidio financiero o fiscal a inversiones de evidente interés para los inversores es
una práctica tradicional de apoyo a la inversión.
Esto no significa alentar el déficit fiscal, ya que, con un criterio fiscalista, las
inversiones nuevas implican una ampliación de la base imponible y, por tanto,
mayores ingresos fiscales a mediano de plazo, aun cuando a corto plazo estos
resulten nulos por las exenciones fiscales otorgadas inicialmente. Pero esos ingresos
a corto plazo tampoco existirían, o sea igualmente serían nulos, de no haber habido
nuevas inversiones hoy, mientras que sí surgirían a mediano plazo si éstas hoy se
empiezan a dar.
A su vez, no sólo es posible plantear este tipo de impulso a grandes inversiones, sino
también a pequeñas y medianas. Claro está que el subsidio, en todos estos casos,
cabría encuadrarlo dentro de un nuevo régimen tributario aplicable a planes de
inversión innovadora, ya que el régimen tradicional es incompatible con un apoyo
decisivo a la inversión.
Tanto en el orden financiero, como fiscal, entonces, resulta fundamental generar
nuevas condiciones generales para el desarrollo de la inversión, cuestión principal que
no se hará posible sin el impulso y el acuerdo con el sector privado.
Desde 2015 al presente, la inversión se contrajo por el establecimiento de un modelo
rentístico financiero articulado mediante el flujo internacional de capitales. Solo
puntualmente se siguieron dando algunas inversiones en sectores productivos
globalizados, como en el agroexportador, minería, energía o servicios, pero este
conjunto que nuevamente se retrae con la crisis de ese modelo, ya de por sí era
incapaz de impulsar el conjunto de la producción y así, hacer posible la recuperación
de fuentes de trabajo. Este retroceso progresivo, inclusive, desde pocos años antes
de 2015, ha llegado en 2020 a un punto culminante, donde no sólo la producción ha
caído a un nivel excepcional, sino que una de cada tres personas en condiciones de
trabajar ya no puede hacerlo. Esto sería equivalente a decir que, sobre un país de 45
millones de habitantes, 15 millones no lograrían conseguir ingresos en base a su
trabajo.
De esta forma, se van haciendo realidad las graves consecuencias de aquel postulado
de un pasado histórico en el que sólo las “industrias naturales” podían dar trabajo. Por
suerte, otra realidad se fue abriendo paso y una genuina industrialización hizo posible
el trabajo de una población creciente durante décadas.
Es por eso que la situación de la crisis presente, la de 2020, detonada por razones
extraeconómicas, es en realidad una proyección ampliada y culminante de un proceso
de deconstrucción de la estructura económica y social que sólo es posible revertir
mediante su reconstrucción que, en términos económicos, tiene un núcleo
incontrastable, el de la inversión.
De lo contrario y simplemente, el contexto económico se revelará absolutamente
pesimista, tanto para los empresarios, como para los gobiernos que, en sus diferentes
ámbitos, no lleguen a percibir que la única salida es la de la inversión productiva, ya
no por razones discursivas, de narrativa o ideológicas, sino porque no existe otra
alternativa de viabilidad económica y social, ya que el estancamiento prolongado o la
depresión es absolutamente factible de aquí a varios años.
Aun cuando este razonamiento puede resultar notoriamente evidente y aceptable para
quienes piensan la política económica como una respuesta a la necesidad de
bienestar general en base al crecimiento económico, también hay que destacar que
sigue presente la idea prohijada desde fines de los años 80, de que hay ciertas reglas
de buena práctica económica que favorecen el crecimiento y el bienestar por sí solas,
excluyendo, en consecuencia, la necesidad de que el Estado actúe en su favor.
En este sentido resulta muy importante poner de relieve que esta discusión avanza y
se cierne sobre la política económica en el Brasil, en consonancia con el caso
argentino, ya que aquí también algunos economistas de relevancia política como
Roberto Lavagna, Martín Redrado o Guillermo Moreno, la han planteado. En tanto, los
casos más explícitos en Brasil son los de André Lara Resende, uno de los creadores
del Plan Real, y el de un político de gran trayectoria territorial y con puntuales
desempeños en el área económica, Ciro Gomes. Ninguno de estos nombres es,
políticamente incontrovertibles, pero se trata aquí de “separar la paja del trigo” o de
diluir las expresiones políticas para rescatar los fundamentos económicos que, en
realidad, contienen.
Es importante referirse a estas propuestas porque todas coinciden en que el Estado
reaccione, no para intervenir directamente en el mercado, sino para que sea eje o
soporte de una política de desarrollo. Mientras que las recetas de buenas prácticas en
uno y otro país siguen siendo las mismas: contracción del déficit fiscal y del Estado,
reforma previsional, reforma laboral y reforma tributaria, las contrapropuestas
señaladas no dejan de expresar que esto puede tener importancia sobre la eficiencia
de funcionamiento de la economía, pero que no sirven para alcanzar la recuperación
de una senda de desarrollo.
Y en los dos casos, esto se plantea como una necesidad acuciante e imperiosa. Está
claro que sin un mayor crecimiento de estas economías no es posible sostener el
trabajo y el bienestar de 210 millones de habitantes en uno y de 45 millones, en otro.
Pero es muy interesante ver el fundamento económico de esta propuesta alternativa
en Brasil, porque allí se puede dimensionar la influencia distorsiva de esa política -que
he llamado- de “buenas prácticas”.
Ese país, a pesar de no contar con la grave restricción externa que condiciona a la
economía argentina, ha venido insistiendo desde al menos 5 años atrás en el logro y
el mantenimiento del equilibrio fiscal.
Esto ha significado que, junto con Uruguay y Argentina, tenga los más altos niveles
de presión fiscal en la región. Además, sólo desde hace algo más de un año atrás,
consiguió reducir la alta tasa de interés real que había establecido en el quinquenio
previo.
A fin de seguir dándole una mayor dosis de eficiencia a esta economía se plantea
seguir avanzando en las reformas ya señaladas. Dentro de ellas, la reforma
previsional ya se ha concretado.
¿Cuál ha sido el resultado de estos avances destinados a una mayor eficiencia
económica? Ha sido el estancamiento económico y la conservación de una estructura
económica primarizada desde el año 2013, aproximadamente.
La industrialización y el acelerado desarrollo que Brasil exhibió hasta los años 80, se
prolongó con el desarrollo, con los beneficios de la primarización desde los años 90,
pero desde 2014 se transparentó que la industria había quedado relegada y que el
sector primario no podía seguir contribuyendo, directa o indirectamente, al crecimiento
económico.
Pero en 2014, a diferencia de Argentina, ese país contaba con Reservas
Internacionales por 300 mil millones de dólares –al igual que ahora- y su deuda pública
no era mayoritariamente externa, sino interna, al igual que ahora.
Entonces, desde hace algo más de 5 años atrás, cuando el déficit fiscal se presentaba
como un factor de riesgo se inició una estabilización que sólo condujo al
estancamiento económico. En realidad, se esperaba que el equilibrio fiscal y las altas
tasas de interés, resultaran un motor de atracción de inversiones extranjeras que
impulsasen, nuevamente, el sector privado de la economía, cosa que no sucedió.
Tampoco las condiciones internas e internacionales auguran que esto pueda suceder.
La baja de la tasa de interés no ha repercutido y la eficiencia de mercado exigiría
ahora una baja de la presión fiscal, pero es sabido que esto es difícil de lograr sino se
disminuye el gasto público. Esto instalaría un proceso de mediano plazo y la extensión
en el tiempo, mientras tanto, del estancamiento económico.
Esta trayectoria plantea los ejes del debate actual: ¿Un aumento de la eficiencia
procurada por mayores reformas sacará a Brasil de su estancamiento o resulta
necesario restablecer algunos fundamentos de su pasado desarrollismo?
Es ésta, casi una cuestión teórica o ¿Responde a la realidad del problema de la
persistencia de un desequilibrio económico que agrava continuamente el desequilibrio
social? ¿Cuál es el tiempo de espera de estos desequilibrios fundamentales?
Es más, ¿Habría graves dificultades en la acción de un Estado subsidiario para revertir
estos desequilibrios? En el caso brasileño todo indica que no. Con reservas
internacionales, sin endeudamiento externo y partiendo de equilibrio fiscal, más bien
todo indica lo contrario.
Con todo, es evidente que los sostenedores de las “buenas prácticas”, no sólo
quedarían desplazados sino, también, en una clara oposición a este planteo
alternativo.
Y ahí viene el porqué de una postergación, por años, de la resolución de esta cuestión
de fondo en Brasil. Luego de 30 años, esas llamadas “buenas prácticas” no siguen
siendo otra cosa que las premisas impuestas globalmente por el Consenso de
Washington.
Por esta razón se ha hablado de reglas de mercado, de buenas prácticas, de
eficiencia, porque así se ha reflejado en la práctica y en la percepción de economistas
y gestores de la economía esa gran directriz que abrió globalmente las economías al
comercio y al capital financiero internacional. Esas décadas se demostraron, en
definitiva, como económicamente positivas para el conjunto de la economía, pero
desde hace casi 10 años atrás eso dejó de ser cierto no sólo en términos de la
“alocada” economía argentina, sino también del inagotable desarrollo brasileño.
El disciplinamiento de los populismos o, inclusive, su remoción, no fue suficiente para
revertir un estancamiento o recesión que rondan la condición de insoportables.
Si bien se puede entender que el Consenso de Washington ha cumplido su ciclo, tanto
una inercia teórica o doctrinaria puede seguir vigente o, inclusive, la creencia que, la
insistencia en estas políticas, frustradas por los populismos, pueden resucitar aquel
ciclo de bonanza, tanto a nivel internacional como latinoamericano.
Está claro que por esta vía se vuelve a las discusiones teóricas, ideológicas o políticas
que de nada sirven para la superación de una encrucijada económica. En su lugar,
ejecutivamente, corresponde, como se ha hecho, definir el problema a través de un
adecuado diagnóstico y plantear la mejor alternativa para resolverlo. El poder
necesario para llevarla adelante queda en manos de los factores que lo constituyen y
de la forma en que se articulan para una concreción estable y duradera.

(*) Doctor en Economía, integrante de la Fundación Buenos Aires XXI

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