Una sociedad no es otra cosa más que un enorme enjambre de interacciones multidireccionales en el que las mismas personas toman decisiones y llevan adelantes acciones que son originadas en los intereses que existen detrás de los múltiples “personajes” que hay detrás de cada una de ellas.
Es como si un mismo ser humano reuniera en su mismo ser las características de personas distintas, cuyos intereses y conveniencias pueden aparecer como superpuestos y, en muchos casos, ser hasta contradictorios entre sí.
Hace unos días Pablo Moyano, en una de las típicas guarradas originadas en su triste formación dijo que a “Milei lo votaron para que gobierne; a nosotros nos votaron los trabajadores para que los defendamos”.
¿Acaso cree Moyano que quienes votaron a Milei no son “trabajadores”? ¿Se olvidan los “trabajadores” que, en su calidad de ciudadanos hace solo unos días votaron a Milei? ¿Todos los “trabajadores” endosan los pareceres de Moyano?
Las calidades de “trabajador” y “ciudadano” son dos típicos ejemplos de superposición o solapamiento que se dan en los ciudadanos de una sociedad. “Juan” en su calidad de ciudadano puede decidir una cosa que el mismo “Juan” en su calidad de trabajador puede aparentemente resistir.
Obviamente, en los casos de referencia, las calidades de “trabajador” a las que alude Moyano son muy relativas porque la vida argentina ha demostrado que aquellos en nombre de quienes aparentemente habla Moyano están muy lejos de sentirse representados por él y las “movilizaciones” que se ven en las calles responden a logísticas armadas desde los aparatos sindicales más que ha manifestaciones de la voluntad individual de los trabajadores.
Pero solo para el beneficio del debate aceptemos que lo que un ciudadano pueda decidir en su calidad de “tal” pueda “perjudicarlo” en su calidad de “cual”.
Otra superposición o solapamiento típico en una sociedad es el que se da entre las calidades de “productor” y “consumidor” que reúne una misma persona. Así lo que le conviene a un mismo ciudadano en su calidad de consumidor, puede perjudicarlo en su calidad de productor.
Por ejemplo, una misma persona por el poder de presión y lobby de un típico estado corporativo puede haber conseguido un aparente beneficio o privilegio que lo protege o le da un edge de ventaja sobre el resto cuando actúa como “productor”. Esa ventaja que, como productor, obtiene “Juan” para sí tiene un costo que paga el resto de la sociedad (incluido el propio Juan en su calidad de “consumidor”). Esa socialización de la ventaja del “Juan productor” (aunque “Juan” también la pague infinitesimalmente como consumidor) le conviene porque lo que él paga individualmente como consumidor (generalmente a través de inflación y de una alta desorganización del funcionamiento económico) es menor al beneficio que obtiene como productor por el privilegio.
El punto es que hay muchos “Juanes” en la sociedad, de modo que cuando la maraña de beneficios y perjuicios cruzados se eleva a proporciones geométricas, la convivencia se torna complicada porque el desmadre de la variables económicas alcanza tal nivel que lo que debería ser una convivencia normal se trasforma en una pesadilla.
Las sociedades de organización liberal han resuelto este entuerto de una manera simple. O mejor dicho nunca han caído en él porque en su sistema de gobierno la calidad de ciudadano elector/consumidor está por encima de cualquier otra condición que esas mismas personas puedan reunir en cabeza de sí mismas.
A quienes llama a votar una sociedad liberal es a un conjunto de ciudadanos que consumen. Allí no votan ni trabajadores, ni productores, ni médicos, ni maestros, ni abogados, ni militares, ni industriales, ni chacareros: votan ciudadanos que consumen.
Esa condición de “ciudadano/consumidor” es aquella en la que se apoya la sociedad democrática liberal. Al contrario, la pretensión de dividir a la sociedad en “ramas de actividad” según sea lo que cada uno haga en la vida, es la piedra filosofal del llamado “estado corporativo” en donde se supone que la sociedad está dividida en estamentos en conflicto cuya disputa debe ser mediada por el Estado para que haya paz social.
Es obvio que el peronismo transformó, a mediados del siglo XX, lo que era básicamente una sociedad liberal de ciudadanos/consumidores en un estado corporativo en donde grupos de presión tironean del poder coactivo del Estado para que éste interceda en su favor. Es lo que Perón llamaba pomposamente “comunidad organizada”, es decir, un modelo social en donde sectores sociales de intereses contradictorios convivían “organizadamente” bajo la directriz ordenadora de un Duce.
Ese el el sistema que está crujiendo en la Argentina. Aun con haber producido un desbarajuste descomunal en el fluir normal de la sociedad, el peronismo no erradicó el modelo de elección de la sociedad liberal cambiándolo por uno compatible con el estado corporativo: los que votan en la Argentina siguen siendo ciudadanos individuales, no grupos de presión.
La convivencia entre el tipo de vida que debería surgir normalmente de un sistema de elección “liberal” por un lado, y la organización de facto de un Estado corporativo por el otro, derivó no solo en la desastrosa ineficiencia y desorganización de la sociedad argentina, sino en su indefendible decadencia.
No obstante, como los que siguen eligiendo son ciudadanos/consumidores y no grupos de presión, en la última elección una mayoría sólida de ciudadanos/consumidores respaldó el regreso a una organización liberal de la sociedad. O sea, no solo siguió legitimando el modelo liberal de elección sino que reclamó que se compatibilizara esa manera de elegir autoridades con el resto de la organización jurídica del país.
Sin embargo, el profundo entramado peronista -tejido pacientemente durante ocho décadas- no desparece como por arte de magia de un día para el otro. Es más, cuando el gobierno surgido de la voluntad popular (que reclamó alinear el sistema electivo con la organización social) intenta iniciar ese camino de reordenamiento las fuerzas corporativas empiezan a mostrar sus dientes.
Es lo que está ocurriendo con el fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo. Es más, la mismísima existencia de una “cámara de apelaciones del trabajo” es una consecuencia más del alto grado de desorganización que tiene la Argentina y de hasta donde ha calado la imposición del estado corporativo.
En efecto, que, con el correr de esos 80 años, el corporativismo haya logrado introducir un tribunal definido por el tipo de condición que pueda reunir un determinado tipo de ciudadanos es una muestra clara de cómo la concepción corporativa del Estado ha penetrado los cimientos mas profundos de la organización social.
En una sociedad de organización liberal no debería existir ningún motivo por el cual las actividades relacionadas con el “trabajo” dispongan de una justicia creada ad hoc para encargarse de resolver las disputas que eventualmente pudieran surgir allí. Esos entuertos deberían ser resueltos por la justicia civil común.
Por lo demás, ¿a qué llamamos “trabajo” o, en todo caso, a qué llamamos “trabajadores”? ¿Acaso no somos todos “trabajadores”, de momento que trabajamos? ¿Entonces por qué los conflictos que involucren a “trabajadores en relación de dependencia” deben cursarse por un fuero diferente del de los demás? Estas son las delicias del estado corporativo que han minado no solo la riqueza sino la convivencia argentina. Es más, en un análisis fino de la situación, la Constitución dice que en la Nación Argentina no hay fueros especiales.
Pero al lado de estas cuestiones de fondo, el peronismo avanzó también en cuestiones de forma. Con el tiempo, esos tribunales fueron copados, no por jueces, sino por abogados agentes del estado corporativo puestos allí para que, con sus sentencias, hagan imposible el retorno a la organización liberal de la sociedad. Porque también digámoslo aquí con todas las letras: el liberalismo no es una mera técnica económica o una determinada filosofía política. El liberalismo es una manera de organizar la sociedad y de entender la vida. Es un todo conceptual.
Esta es la tarea ciclópea que tiene el presidente Milei por delante. El país no tiene un simple problema económico que se resuelva por el mero crecimiento. El país tiene un problema de concepción de vida, un problema de modelo social o, para mejor decir, un problema provocado por la pretensión de que convivan dos modelos antitéticos.
Alejandro Fargosi, el conocido constitucionalista argentino, convocado para dar su opinión sobre el fallo de la Cámara del Trabajo, dijo “no podemos seguir gobernados por la CGT”. Se trata de una maravillosa definición que, en pocas palabras, resume lo mismo que comentamos aquí: el peronismo logró que un país, aparentemente organizado bajo las cláusulas claras de la sociedad liberal de la Constitución, pasara a estar gobernado por el fárrago incoherente de la legislación corporativa y que la CGT fuera el ariete operativo de ese estado.
Cuando quien surgió del voto individual de los ciudadanos para gobernar el país quiere empezar a desmontar el estado fascista (porque ese es el mandato que recibió de aquellos ciudadanos) entonces los resortes del estado corporativo se le retoban y mueven sus resortes para impedirlo.
Cómo saldrá el presidente Milei de este atolladero es la gran pregunta que sobrevuela los afiebrados meses que la Argentina vivirá en este 2024 que recién comienza.
(*) Periodista de actualidad, economía y política. Editorialista. Abogado, profesor de Derecho Constitucional. Escritor