Columnistas

¿Todo en seis meses?

Por Carlos Berro Madero (*)

El miedo al futuro está profundamente arraigado en la sociedad argentina desde hace años y conspira contra cualquier energía necesaria para erradicarlo. Es un miedo que no ha cesado de reproducirse y amenaza con perpetuar un escenario de fracasos, producidos por ilusiones de movimiento perpetuo hacia ninguna parte.

Todo el mundo parece percibir que no existe una garantía para los golpes de un supuesto “destino inexorable” (¿), cuya naturaleza no puede ser anticipada para protegerse contra la inestabilidad de una vida repleta de tropiezos colectivos; tropiezos a los que contribuyeron la política y los políticos tradicionales en forma preponderante, al hacernos creer que existe un mundo temible y traicionero que nos rodea para someternos.

Casi todos los gobiernos habidos hasta la fecha -desde hace por lo menos 80 años-, han vivido transmitiendo mensajes basados en esta idea para justificar sus tropelías corporativas, contribuyendo a sumergirnos en la miseria, la impotencia y la incertidumbre, obligándonos a montar un tinglado de acciones defensivas que solo contribuyó a potenciar nuestra angustia.

El mensaje del presidente Milei propicia por primera vez en años argumentos basados a rajatabla en la libertad y la competencia, sugiriendo que la tarea de aquí en más debe consistir en un cambio inexorable de los instrumentos “de viaje” con los que hemos marchado hasta hoy, poniendo fin a regulaciones, trabas e imposiciones que nos han llevado a construir una hoja de ruta subdesarrollada.

Mientras tanto, la oposición al gobierno, protegida por fueros y privilegios, ha comenzado a corcovear tratando de convencernos que la nueva política capitalista nos acercará a una degradación social, ya que millones de individuos desarrollarán nuevos emprendimientos supuestamente “egoístas”, que impedirán el fortalecimiento de la justicia social. Una entelequia discursiva en la que buscan cobijo para fundamentar sus pasiones estatistas.

Un nuevo escenario parece haber comenzado, donde algunos primeros éxitos del actual gobierno le restan bastante credibilidad a los miembros del antiguo régimen, por lo que el miedo a un enemigo fantasma es lo único que les queda a sus detractores para lubricar los engranajes de sus “cerrojos” conceptuales, sugiriendo que la desaparición del Estado benefactor producirá el desmoronamiento de dicha justicia, dejando en el desamparo a millones de ciudadanos “inhábiles” que -¡oh ironía!-, ellos mismos prohijaron durante años, sometiéndolos a su arbitrio mediante dádivas y prebendas que alimentaron una suerte de “dolce far niente”.

Por todos los medios de difusión a su alcance auguran un fracaso en ciernes, agregando sibilinamente que ya deberíamos haber “despegado” y que seis meses (¿) era tiempo suficiente para probar que el cambio ha dado frutos. Un argumento disparatado por donde se lo mire, que apunta a debilitar la planificación de un gobierno que parece estar convenciendo a muchos actores sociales –sobre todo entre la juventud-, que era imperioso el cambio de las políticas tradicionales para evitar una parálisis económica y social de tipo endémico.

Muchos dirigentes opositores sostienen sus falacias proféticas, asegurando que el sistema capitalista propuesto por Milei terminará devorando a todos los pequeños emprendimientos, conduciéndolos a la ruina e insistiendo en reafirmar un pensamiento “cerrojo” basado en la agobiante y miserable uniformidad que caracteriza a los países subdesarrollados.

Como señala Revel: “con el pretexto de proteger la pureza cultural de su pueblo, son dirigentes que lo mantienen, tanto como les sea posible, en la ignorancia de lo que sucede en el mundo y de lo que éste piensa de ellos”.

En ese sentido, los recientes viajes del actual Presidente por distintos países haciendo un mea culpa por nuestro proverbial aislamiento, buscan desmitificar, entre otros objetivos, la falsedad de ciertos conceptos que huelen a naftalina, en un mundo que se caracteriza por la existencia de bloques regionales y continentales interactivos.

¿Quién está en condiciones de exigir que el cambio de 80 años de oscuridad dé frutos en seis meses? ¿O cuatro años? ¿O diez? Habría que recordar un viejo proverbio popular que reza: “el tiempo de las cosas, es el tiempo de las cosas”. Algo bastante fácil de comprender para quienes hemos vivido encerrados en una cárcel conceptual abominable. Aunque hoy nos duela remontar la cuesta.

A buen entendedor, pocas palabras.

 

(*) Escribano, escritor, publica en Tribuna de Periodistas

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