Columnistas

Un nazi en el delta

Por Ricardo Ragendorfer (*)

En el mismo operativo israelí que capturó en Buenos Aires a Adolf Eichmann se descubrió que uno de sus lugartenientes estaba escondido en la isla Martín García, pero no llegaron a apresarlo.

Corría el anochecer del 11 de mayo de 1960 cuando un sujeto cincuentón, de contextura esmirriada y cara de pájaro, bajó de un colectivo en una esquina de San Fernando, al norte del Gran Buenos Aires, para caminar con pasos lentos por la calle Garibaldi.

En su avance, quizás le llamara la atención la presencia de un DeSoto estacionado a mitad de cuadra con el capó abierto. Dos hombres revisaban el motor; otro fumaba junto a ellos, y el conductor permanecía en la cabina. No había nadie más en los alrededores.

Él los escrutó de soslayo, sin que le devolvieran la mirada.

Pero, enseguida, oyó a sus espaldas:
–¡Un momento, señor!

Lo cierto es que no tuvo tiempo para detener su andar: ya que una lluvia de manos lo hizo por él, sujetándolo por la nuca y esposándole las muñecas por la espalda, pese a sus pataleos y alaridos. Esos gritos fueron ahogados con un bollo de tela que le metieron en la boca, mientras le colocaban una capucha para impedirle la visión. Y lo arrojaron al asiento trasero del vehículo.

La travesía transcurrió en silencio.

La siguiente escena tuvo lugar en una suerte de aguantadero. El cautivo, ya con la boca y los ojos liberados, fue encadenado al respaldo de una cama.

Al principio, la lámpara de un velador lo encegueció; luego, pudo ver a contraluz dos siluetas que lo observaban con ojo clínico.

¿Acaso es posible que, en aquel instante, el tipo se diera cuenta de que acababa de caer en manos del Mossad?

Lo cierto es que uno de esos hombres era su jefe máximo, Iser Har’el; el otro, su lugarteniente, Zvi Aharoni.

Pero él aún no lo sabía. Sin embargo, dijo en alemán:

–Ya he aceptado mi destino.

Se trataba del Obersturmbannführer Adolf Eichmann. Nada menos que el organizador del Holocausto, devenido en uno de los criminales nazis más buscados en el mundo.

Esa operación había sido clandestina, a espaldas del gobierno argentino.

Recién el 26 de mayo, Eichmann fue sacado del país en un avión de El Al, la aerolínea israelí. Era el mismo que llevaba de regreso al canciller Abba Eban y su comitiva, tras haber participado de los festejos por la Revolución de Mayo. A tal efecto, a él lo drogaron para simularle una borrachera, además de disfrazarlo de mecánico.

En ese vuelo también viajaban Har’el y sus agentes. Pero entre ellos no se encontraba Aharoni, quien tenía en la Argentina otra cuenta que saldar.

El señor Stern

A la mañana siguiente, un viajero se registró en una hostería de la isla Martín García, situada en el Río de la Plata, a la altura del delta bonaerense y a solo cinco kilómetros de la costa uruguaya. Lo hizo con un pasaporte austríaco a nombre de Hans Bauer y, con un dificultoso castellano, le dijo al conserje que su presencia allí obedecía a una investigación sobre la conquista española que realizaba por cuenta de la Universidad de Viena.

De hecho, en 1516, el navegante y explorador hispano-portugués Juan Díaz de Solís supo hacer escala allí, antes de convertirse en el almuerzo de los indios charrúas, después de ser atacado su barco al continuar la travesía.

Bauer mantuvo con el conserje una apasionada charla al respecto. Pero súbitamente, así como al pasar, le preguntó por un lugareño de origen alemán llamado Karl Stern.

Ese nombre hizo que el conserje enarcara las cejas, antes de exclamar:

–¡Don Carlos! ¿Usted lo conoció?

Tal pregunta, dicha en tiempo pasado, no auguraba nada bueno, así como tampoco la expresión apesadumbrada de quien la pronunció.

En este punto cabe una aclaración: Bauer no era otro que Aharoni.

Y el tal Stern, nada menos que Dieter Kreuzen, otro criminal de guerra que actuó bajo las órdenes de Eichmann.

Aquel tipo, que había alcanzado el grado de Hauptsturmführer (capitán) en la Sección IVB4 de la Gestapo, tuvo un activo rol –como segundo de Alois Brunner entre noviembre de 1939 y septiembre de 1944– en las deportaciones de judíos desde Viena, Moravia y Eslovaquia a los campos de exterminio. Se cree que llegó a enviar a unas 150 mil personas a las cámaras de gas.

Sin embargo, su vínculo con Brunner –considerado por Eichmann como “el mejor de sus hombres”– se tornó vidrioso por –diríase– celos de elenco, siendo entonces relegado a tareas de menor envergadura. Y ya casi al final de la guerra cayó completamente en desgracia por quedarse con dinero y joyas de sus víctimas, que debían ser confiscadas por el Reich. El mismísimo jefe de las SS, Heinrich Himmler, se la tenía jurada.

Tras la derrota alemana, fue capturado por los ingleses y se lo recluyó en un campo para nazis al sur de Baviera, del cual logró huir en 1947.

Al año llegó a Buenos Aires, ya convertido en el señor Stern.

Su radicación en la isla Martín García tuvo por objeto mimetizarse con los marinos alemanes establecidos allí en 1939, tras ser hundido el acorazado Graf Spee en la llamada batalla del Río de la Plata.
–Aquel hombre fue siempre un insensato –diría Eichmann doce días más tarde, en el aguantadero donde los agentes del Mossad lo tenían “guardado” antes de su traslado a Israel.

Los días para él iban pasando con una lentitud exasperante, lo cual le aflojó la lengua. De manera que solía departir con sus captores. Y Aharoni era su interlocutor de cabecera. –Siempre fue un chambón insistió el alemán, para sostener su teoría de que un fugitivo debe ocultarse en una metrópoli con millones de habitantes y no en un sitio pequeño donde todos se conocen.

Así, de paso, delató el paradero de Kreuzen en la isla Martín García. Es que aún lo seguía odiando.

Ahora, durante la mañana del 27 de mayo, el conserje de la hostería le indicó a Aharoni el lugar donde encontrarlo.

Su expresión seguía compungida.

La isla del tesoro

Aquel día solo había un puñado de visitantes en el camposanto local. Ninguno reparó en la presencia de Aharoni ante un sepulcro sin cruz.

Sobre el cemento, una chapa indicaba el nombre falso del difunto, y dos fechas: 6/02/1912 y 28/12/1958, las que se ajustaban a la verdad.

Kreuzen había pasado a mejor vida a los 46 años.

El agente israelí después supo las circunstancias de su muerte.

El tipo había llegado allí con algunos ahorros mal habidos, y no tardó en poner una tienda de souvenirs para turistas.

Meses después se volcó al contrabando. O, mejor dicho, a la distribución de mercadería ingresada ilegalmente desde Brasil, Uruguay y Paraguay por el patrón de esas lides en la zona, Amado Tamayo.

Al principio fue un vínculo provechoso para ambos. Pero luego, más lo fue para el nazi que para su socio. Ocurre que Kreuzen empezó a engrosar sus ganancias comercializando partidas de cigarrillos y whiskys importados que le “mejicaneaba” a Tamayo. No contento con ello, comenzó a mover las fichas con el propósito de desplazarlo del negocio. Y la ficha que él creía ganadora fue la bella Magdalena, nada menos que la querida del jefe, a quien intentó seducir. Esa fue su perdición.

Pues bien, el antiguo capitán nazi fue encontrado sin vida en su tienda el Día de los Santos Inocentes. Alguien lo había degollado de oreja a oreja.

Por otros motivos, Tamayo cayó preso en Brasil a comienzos de 1959 y, luego, su rastro se perdió para siempre.

Tres años más tarde, Eichmann fue condenado a muerte en Tel Aviv por crímenes contra la humanidad, y se lo ejecutó en la horca.

Aharoni falleció en Inglaterra el 26 de mayo de 2012, a los 91 años. Ese día, justamente, se cumplía el quincuagésimo segundo aniversario del traslado de Eichmann a Israel. Caprichos del calendario.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

 

 

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